Huellas N.6, junio 2003

Acentos que encienden el alma y la abren al gusto de la responsabilidad en la vida

Apuntes de la intervención de Luigi Giussani en el Retiro de novicios de los Memores Domini

«Ya ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo» (Lc 1, 76). La realidad que intervino en la vida de ese pueblo que había asimilado que el problema de la salvación es el problema de la vida del hombre, es para «la salvación y el perdón de los pecados» (Lc 1, 77). Al rezar el Benedictus se hace cotidiano este anuncio que nos comunica una profunda novedad del ser.
«Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo». De lo contrario, la historia - apoyada en la historia de cada persona - y la afirmación de que la vida del hombre está salvada, se verían abandonadas: todo acabaría en tristeza, sería algo tristemente insoportable e inevitable, pues la seguridad de su destino teje la conciencia del hombre. «El perdón de los pecados»: esta necesidad “pesa” sobre el misterio de nuestra relación con lo divino y sobre su meta final.
La primera señal de la relación con lo divino, profecía y prenda de él, es que tú, yo y todo hombre formamos parte de un pueblo: «Para anunciar a su pueblo la salvación».
Percibir todas las paredes de nuestra realidad humana, caduca a la par que eterna, nos lleva a tomar en consideración el camino del hombre como creador de un pueblo, con un corazón común y un impulso previsor decisivo. ¡Qué grande es el acontecimiento de Cristo! ¡Es el acontecimiento de los “niños” llamados a ser profetas del Altísimo! De tal forma que todo en ellos y para ellos, a través de ellos, construye un pueblo; todo, incluso los errores, construye la presencia de un pueblo.
Lo Eterno alcanza el corazón del hombre mediante un acontecimiento (de modo distinto de cómo Dios llegó a Meribá y a Masá en el desierto, Sal 94,8); hay algo distinto por lo cual, lentamente, nos disponemos a abrir los ojos de par en par frente al semblante inconcebiblemente hermoso, totalmente bueno, que Dios asumió ante la Virgen, ante su madre.
Al rezar el Ave María antes de comer o por la noche, reconocemos la primera vibración, los primeros acordes de esa realidad musical que es Dios para los ángeles y para todo hombre que diga: «Padre nuestro que estás en los cielos, en la raíz profunda de todas las cosas». ¡Como la Virgen!
«Y a ti, niño te llamarán profeta del Altísimo». Quizás se nos ha hecho familiar la figura de la Virgen como primogénita de todo lo que acontece. La figura de la Virgen, su realidad, que miramos como lugar de la misericordia, lugar del perdón y de la magnanimidad, lugar de la verdadera magnificencia, espera a la puerta del hombre en todo momento.
«Y a ti, niño [a ti, a mí], te llamarán profeta del Altísimo»: y nadie que tome en consideración un tramo de mi vida puede negar que incluso cuando la fragilidad o la maldad han penetrando en mi historia personal, no han podido impedir el anuncio de su Presencia.
¡ Esta criatura, esta mujer! Una mujer que caminó ciento veinte kilómetros para ir a visitar a su prima Isabel.
Supliquemos entonces a nuestra madre, pues así la hizo el que plasmó el mundo. Con el paso del tiempo, dejemos toda objeción, no nos resistamos a la relación con su figura, con su realidad presente en el misterio de las cosas, ¡presente en el corazón del ser que obra! Veni Sancte Spiritus. Veni per Mariam: abandonémonos con serenidad, con la certeza de Moisés, de Abrahán, y de los hijos de Dios que venían al mundo: la devoción a la Virgen puede vencer todo miedo y cualquier irritación debida a la prisa.
¡ Ojalá rezando el Benedictus a diario hagamos memoria de esta abogada nuestra, del papel vencedor que tiene esta mujer! Tan grande y tan valiente que «quien quiere recibir una gracia y no recurre a ella», pues no se detiene a invocarla, echaría a perder su deseo, como si «su deseo pretendiera volar sin alas» (cf. Dante, Divina Comedia, c. XXXIII del Paraíso, vv. 13-15).

Gracias por darme esta oportunidad.