Huellas N.6, junio 2001

El sacrificio inmenso de un viaje

A menudo, los intelectuales, teólogos y otros representantes de esa categoría que Charles Péguy llamaba “de los clericales-clericales”, se ponen a criticar lo que hace o dice el Papa. Sostienen que representan a los “fieles sencillos” y expresan sus reservas sobre cuestiones de doctrina o ataques hacia el magisterio: el Papa se equivoca en temas de moral, se equivoca al pedir perdón, se equivoca al ser duro cuando los hombres querrían que fuera tierno y tierno cuando los hombres querrían que fuese duro, como escribía Eliot a propósito de la Iglesia.
La misma escena se ha repetido con ocasión del reciente e histórico viaje de Juan Pablo II a Grecia, Siria y Malta. No faltaron, incluso en la prensa internacional, críticas y graves reservas sobre lo que el Pontífice se disponía a hacer. Pero, una vez más, el gesto ha sido más persuasivo que todos los análisis que se presumían agudos. El “método” de la presencia ha dado más fruto que cualquier previsión.
Ante todo, los gestos del Papa han conseguido abrir nuevas fronteras incluso en el difícil camino hacia la unidad “histórica” de los cristianos.
En Atenas, sorprendiendo a sus interlocutores un tanto desconfiados, Juan Pablo II despejó el campo de prejuicios y rígidas posturas, ofreciendo la oportunidad de una nueva relación.
Y, luego, el “fiel sencillo” se quedó perplejo al ver avanzar a Juan Pablo II, con gran sacrificio y lleno de certeza, por el Aerópago y por la Mezquita, hacia la tumba de Juan el Bautista. «Sacrificio inmenso - le escribía don Giussani en un telegrama - para realizar el ecumenismo católico que se caracteriza por su apertura sin límites a la verdad de todos y hacia todo».
Intelectuales, teólogos y “clericales-clericales” emplean un sinfín de palabras para tratar de decir algo acerca de Jesús. En los oídos de los fieles, un poco aburridos, resuenan como un vasto repertorio de frases hechas y engañosos consejos. Cambian el cristianismo por esa cosa un poco dulzona y rebajada que ha alejado a muchos, especialmente a los más jóvenes, de la fe. O se juntan para hacer previsiones y programas teóricos, imaginando cómo deberían ser la Iglesia y los hombres, en lugar de partir de lo que son.
Con sus gestos, el Papa ha mostrado al mundo lo que significa una humanidad marcada por el acontecimiento cristiano. Ha mostrado esa tensión, segura y humilde, que Pablo explicaba así: «Prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo, por quien yo ya he sido alcanzado».
Se ha escrito que la Iglesia, en lugar de ser uno de los protagonistas de la historia, puede convertirse en su cortesana. Los poderosos querrían tenerla en su propia corte como un noble oropel, un apoyo útil o, al fin y al cabo, como una tarjeta de crédito. El Papa sabe que el verdadero protagonismo de la Iglesia no depende del poder terreno o del prestigio que el mundo le otorgue, sino de su adhesión al único poder, a su única riqueza y a la verdadera razón de su existencia: ser el cuerpo de Cristo en la historia.
Porque desde hace dos mil años ese modo de caminar y de hablar, ese modo excepcional de tratar la vida, ha suscitado en el corazón y en los labios de los hombres - hasta en los más duros y menos recomendables, en prostitutas y reyes, en hombres de derecha y de izquierda - el signo de una devoción sin igual: «Señor mío y Dios mío...».