Huellas N.6, junio 2000

Laico, es decir, cristiano

En estas semanas, al leer la prensa italiana del área que se considera a sí misma “laica” o incluso “laicista”, a menudo se tropieza uno con artículos dedicados a la presencia en la sociedad de “un fenómeno” llamado CL.
Los motivos de dicha curiosidad son distintos: hay quien describe ese fenómeno pensando haberlo entendido ya del todo y quien en cambio se pregunta más a fondo acerca de lo que tiene delante.
Además, después de la visita de Juan Pablo II a Fátima y a raíz de otras ocasiones que brinda el Jubileo, la misma prensa se ha enzarzado en un debate sobre la actitud que deben tener los laicos hacia la fe. Se ha montado un discreto follón, donde junto a reacciones cerradas e irracionales se han distinguido quienes reconocen que no basta considerarse “laicos” para ser racionales y razonables.
En ambos asuntos “periodísticos”, en efecto, bajo los eslóganes y los tópicos clásicos se agita la misma cuestión: la razonabilidad de la fe.
Veamos brevemente por qué.
La presencia de un movimiento en la sociedad nace de la persona. Ningún tipo de movimiento, por muy fuerte y estructurado que sea, empieza y perdura en la historia si no radica y se origina continuamente en la libertad propia de la persona. Lo repite constantemente don Giussani. Y el centro de la persona es la razón, entendida como apertura hacia lo real en la búsqueda incesante de sentido.
Comunión y Liberación es una forma del mismo “movimiento” que empezó en Juan y Andrés, en Pedro y en todos los que se encontraron con la presencia humana excepcional de Jesucristo. Y que vieron razonable adherirse a él en cualquier situación existencial, filosófica o moral en que se encontraran. Razonable, es decir, adecuado a las preguntas y a las evidencias del corazón humano. Algo plenamente humano.
Lo que escandaliza a los presuntos sabios de todas las épocas es ver que no es posible encerrar el cristianismo y encasillarlo en lo “religioso”, entendido como lo irracional y sentimental.
En los libros de texto, en la prensa y en la televisión, a menudo se pinta el cristianismo como un hecho del pasado, como una costumbre pía y dulzona, y la figura de Cristo como la de “un suegro”, citando a Arthur Rimbaud. La presión de la mentalidad dominante se concentra en un punto: derrumbar la posibilidad de que la fe sea la experiencia de un hombre razonable.
Por ello, a muchos les inquieta el hecho de que exista una presencia social activa, libre y rica de iniciativas, cuya concepción y cuya expresividad tiene su factor originario en la fe, que además proporciona una indomable capacidad de afrontar las cosas.
A los llamados laicistas les viene bien una presencia social “inspirada” en el cristianismo, pero que para su concepción del trabajo, de la caridad, de la empresa y de la política, se apoye en el pensamiento y en la praxis que la mentalidad dominante elabora e impone a su conveniencia en cada momento, pasando de la lucha de clases a la exaltación del voluntariado, o del liberalismo al estatalismo.
Cuando la fe cristiana se expresa en un encuentro y una experiencia originales, lo que está en juego no es tanto la definición de quién tiene fe y quién no (de esto se ocupa Dios), sino la razonabilidad y la humanidad de la obra de cada uno: laico, es decir, cristiano (y viceversa).