Huellas N.5, Mayo 2010

Sobre roca firme

Hubo un momento en estas últimas semanas en que incluso la tempestad que arreciaba sobre la Iglesia de repente se calmó. Fue sólo un instante, pero de aquellos que dejan sin habla. De repente, se hizo el silencio. El Papa ha llorado. Fue en Malta, ante algunas de las víctimas de los abusos cometidos. Ellos le mostraban su herida y su dolor, él les abrazaba con todo su peso, asumiendo sobre sí, de alguna manera, el misterio del mal hasta el fondo. Hasta las lágrimas. En ese momento incluso los medios más agresivos no han podido más que quedarse atónitos. Por un instante. El día después estaban –y estábamos– ya ocupados con otras cosas, dispuestos a reducir, censurar y olvidar.
¿Qué se vio en ese momento? La humanidad paterna de Benedicto XVI, sin duda. La sensibilidad y la hondura de un alma que muchos se obstinaban aún en negar y que afloraba con toda su estatura. Y también su coraje. Porque hace falta mucho valor para estar frente a los que han sufrido tanto por culpa de tus hijos. En un instante el Santo Padre nos enseñó todo esto. Pero además es preciso comprender hasta el fondo todo lo que sus lágrimas han generado: una paz impensable en las propias víctimas. Lo podemos leer en este número de Huellas. Parecía imposible, y sucedió. ¿Por qué?

Porque ese gesto del Papa es mucho más que la conmoción de un hombre. En esas lágrimas está el corazón de Cristo que se entrega conmovido por el destino del hombre. Ser cristiano no es cumpliruna serie de leyes o buenas acciones. El cristianismo es un hecho que sigue presente, una relación y un abrazo inconfundibles. Es una misericordia misteriosa y desbordante que abraza al hombre. El abrazo de una Presencia que desborda toda medida humana, cuyo nombre es Jesucristo.
Julián Carrón lo recordaba en los Ejercicios de la Fraternidad: «Si el acontecimiento de Cristo cristaliza en doctrina, se reduce a una ética o a un espiritualismo, pierde su capacidad de despertar todo lo humano, y por tanto de sostenernos ante el reto que suponen las exigencias humanas más verdaderas. Si no fuera por su pasión por Cristo, el Papa no podría mirar a la cara esta situación dramática sin ceder al miedo por las posibles consecuencias; en cambio, ha podido afrontarla porque se apoya en una certeza, porque está “suspendido sobre esa plenitud” que es la presencia única de Cristo, suspendido sobre esa tierra firme que le permite mantenerse de pie». Y «nosotros podremos mantenernos de pie ante toda la exigencia de justicia, ante todas las exigencias de nuestro yo, sin sucumbir ni reducirlas a las imágenes que nos vienen de los medios, sólo si como él nos apoyamos en la presencia de Cristo. La experiencia de Cristo es decisiva para gozar de toda la amplitud de lo humano. Y esto sólo es posible porque existe el Misterio. Sólo lo divino puede salvar lo humano».

Pedro no es simplemente un símbolo. Tampoco es un objetivo que atacar para sacudirse de encima esa institución anómala que incomoda al mundo con sus pretensiones, ni es un estandarte que defender, según el bando en el que estemos. Pedro es una presencia real que hace presente la compañía que Cristo hace al hombre a lo largo de la Historia. El sucesor de Pedro hace que el cristianismo se pueda vivir por lo que es realmente: una relación dramática con un Tú, con ese Misterio que se conmueve por ti.