Huellas N.4, Abril 2004

Mirar a la Iglesia para sostener la esperanza de los hombres

Vivimos tiempos difíciles. Muchos dicen tiempos “de guerra”. Es cierto, horribles masacres y escenas de odio alimentan el miedo y la angustia. Nadie está a salvo del temor y la inquietud. Abundan los análisis y las conjeturas de todo tipo. En muchos casos en la prensa y en las plazas, la ideología vuelve a su pretensión violenta de leer la realidad, ocultando el esfuerzo por comprender lo que verdaderamente está en juego. Algunos insensatos llegan a equiparar el terrorismo a una especie de guerras entre ricos y pobres (llevado a cabo, en realidad, como un ataque a los países árabes moderados y a Occidente, con el fin de conquistar un mayor poder); otros defienden la guerra como único remedio a los males del mundo. Así sólo se incrementa el odio y el resentimiento, con una perspectiva cada vez más sombría para todos.
«Nosotros amamos la muerte más de cuanto vosotros amáis la vida». Con estas palabras los que han reivindicado la autoría de la matanza en Madrid manifiestan su pretendido punto de fuerza contra la tradición europea y cristiana. Es una afirmación que contiene todo el delirio que ha llenado recientemente la mochila de un niño palestino y las cabezas de todos los kamikazes que están ensangrentando el mundo. Y es una frase que, de manera provocadora, nos interpela sobre nuestro amor a la vida. El amor a la vida sufre una prueba muy dura en estos tiempos. Prevalecen temores, cerrazón en los propios intereses, cálculo y, bajo una superficial distracción, un sentimiento de oscuro pesimismo. Es la sombra negra de la nada, que tantas manchas deja en la vida social, la cultura y las elecciones personales de muchos. Para amar la vida hace falta una razón para esperar y poder así conservar una mirada positiva aun en medio de las pruebas. Para amar la vida es necesario algo que la haga amable siempre, aun cuando tiene el rostro herido o faltan las fuerzas para amarla. Hace falta que el corazón y la mente sepan por qué la muerte –como dice san Pablo– no tiene la “victoria”.
Los cristianos creen en la Pascua no como un rito, sino como el momento en el que tuvo lugar la victoria de la vida sobre la muerte. La victoria que sólo la potencia de Dios puede conceder a la vida del hombre. La Pascua no es un hecho del pasado, es una historia que continúa en el presente, un séquito de acontecimientos que introducen el fundamento de la esperanza en el mundo. Los 50 años de vida de CL –que el Papa ha querido recordar con su carta a don Giussani– han sido para muchos el “movimiento” mediante el cual la Pascua ha entrado en su existencia y en su forma de juzgar la vida.
Por ello, en el manifiesto de Pascua de este año hemos escrito: «Solamente Cristo ha introducido en el mundo la vida, como drama, como lucha por el bien. No hay separación alguna entre la materialidad de la existencia y Cristo, que está con nosotros y que nos abraza. Somos bien conscientes de nuestra fragilidad humana, común a todos los hombres, pero también de la certeza que tenemos en Cristo, que nos diferencia de todos los demás y, en consecuencia, sabemos de la alegría y el optimismo que explican la repetición incansable de nuestros intentos: siempre estamos en lucha».
Hoy, mirar a la Iglesia –lugar de la victoria de Cristo sobre la muerte– y con ella rezar a Aquel que es nuestra paz es la manera más adecuada y amante de la vida de ahuyentar las pesadillas del futuro, juzgar con inteligencia y apertura los hechos que suceden y sostener la esperanza de los hombres.