Huellas N.4, Abril 2003

El comienzo de la paz

Una guerra que tendrá un resultado y consecuencias imprevisibles se está librando en Irak. La coalición al mando de EEUU ha considerado oportuno responder de esta trágica manera ante el rechazo de Sadam a las disposiciones de la ONU respecto al desarme.
Es una decisión grave que la Iglesia ha suplicado hasta el último momento que no se tomase.
El Papa ha abogado por la “paz” con toda su autoridad. De distintas formas, muchos la han defendido, algunos sinceramente, otros de manera polémica, contradictoria o subordinada a sus intereses políticos.
De cualquier modo, lo que los hombres desean lleva el nombre de “paz”. En el Antiguo Testamento paz es lo que el Señor promete al pueblo elegido. Pero precisamente en nombre de la paz EEUU hace la guerra. Y en nombre de la paz los pacifistas replican a EEUU. Algunos, incluso en el seno del mundo católico, saludan este nuevo pueblo pacifista como el advenimiento de una especie de superpotencia mundial.
Reina la confusión. Y a distintos niveles. Los analistas geopolíticos y económicos de los bandos enfrentados exponen sus razones, pero arguyen a veces interpretaciones forzadas o incluso mentiras colosales.
Sin embargo, hay algo que no pasa desapercibido ni siquiera para el inexperto: el carácter ambiguo de la paz que ambos bandos procuran con la pretensión de “arreglar las cosas”. EEUU pretende hacer su paz y ciertos líderes pacifistas, que les dejen en paz. Algo tienen en común: la convicción de que si el hombre se esfuerza más, consigue arreglar las cosas, poner orden en su vida y saciar su deseo de paz. Lo que les diferencia es el método para alcanzar su fin: unos se sirven de la guerra, los otros no.
Sin embargo, guerra no es sólo la de las bombas y las invasiones. Hay una más sutil y que todos hacemos: la que persigue mejorar nuestra posición, conquistar una plaza más amplia donde manifestarnos o acaparar un espacio mayor en los medios. La violencia se agazapa en las relaciones cotidianas, en las más “banales”. La ausencia o el fin del conflicto en Irak ¿devolvería la paz a nuestras vidas y a la de nuestro pueblo?
Pero un escándalo golpea en pleno rostro la presunción de los que utilizan la violencia para arreglar el mundo y la de quienes opinan que algún que otro sentimiento bueno bastaría para ponerlo en orden. Es el escándalo del Dios que se hizo hombre y dijo: «Sin mí no podéis hacer nada». Ni siquiera lo que más deseamos. Es el escándalo de la verdad, el choque que supone advertir en la propia experiencia algo que es verdad. Lo cual es más cierto que los discursos que circulan. Sobre todo, porque afirma que el hombre es un ser libre y no un mecanismo. La paz, en efecto, proviene de la libre adhesión a una Presencia que supera nuestras capacidades y es más fuerte que el mal. De lo contrario, incluso el justo deseo de paz - si no se educa en una razón adecuada - puede trastocarse en el intento de imponer a todos la propia visión del mundo (y los que no lo aceptan quedan conjurados como enemigos de la paz).
En estos dramáticos meses, pocos han recordado la verdad que radica en la experiencia. La mayoría se ha sumado a eslóganes que fomentan la hostilidad. El Papa ha sido uno de los pocos que no se ha declarado en pro o en contra de nadie. Ha levantado su voz para gritar que «sólo Cristo puede renovar los corazones y devolver la esperanza a los pueblos»; ha reclamado a todos a reconocer que la paz es un don de Dios y a asumir nuestras responsabilidades de hombres libres. De esta manera, ha obtenido la adhesión ecuménica de protestantes y ortodoxos. Y ha ofrecido al mundo un verdadero ejemplo de paz.