Huellas N.4, Abril 1999

Unidad, libertad y caridad

Proponemos como editorial la carta que don Giussani ha enviado a los sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo con ocasión del reconocimiento pontificio el pasado 19 de marzo.

Queridos amigos:
Nuestra certeza es grande, y por tanto también nuestro gozo, en este día en que Su Santidad reconoce de nuevo la autenticidad eclesial del carisma de Comunión y Liberación, en el que se basan el método y la finalidad de la Fraternidad Sacerdotal. Nuestra época es similar a la de los comienzos de la Iglesia, cuando la fe se propagaba en el mundo introduciendo en el tejido social tres factores: la unidad, la libertad y la caridad, es decir, una humanidad y una sociedad distintas. Todavía hoy en Occidente gozamos de los frutos temporales, constatables en la historia, de dicha caridad, pero pocos saben de dónde procede, ya que no se les da a conocer. En realidad viene del Acontecimiento más grande que se haya producido en el mundo: que Dios se hizo hombre y en el reino del hombre, que siempre se basa en la posesión y por tanto en la violencia, se abrió paso el río del amor, la posibilidad de la unidad o Reino de Dios. A la luz de nuestro carisma se percibe y se vive la unidad humana por su contenido ontológico, del que deriva todo y que se nos da mediante el Bautismo. Mediante este sacramento Cristo se da a cada uno de los que elige y lo incorpora a Su Cuerpo visible dentro de la historia. El fruto humano de dicha unidad brota de la relación que vive el yo criatura con el Dios creador, esto es, de nuestra libertad, don por el que Cristo muere. En este sentido nuestra unidad puede asumir formas distintas, pero nace del mismo carisma, que es don del Espíritu de Cristo. Esta unidad procede de la conciencia de participar de una realidad nueva, tendente por entero a vivir una moral que nace de la experiencia de la gratuidad, suprema expresión humana dentro de la historia de esa imitación de Dios que es caridad. Ya que todo el valor que tiene el hombre es pura gracia, el proceso de plenitud humana sólo se puede dar por la presencia de Cristo. Amigos, éramos extraños unos a otros; en la caridad de Cristo nos hemos unido, y ahora permanecemos en la unidad en la que Cristo nos ha insertado. El carisma que se nos da en la libertad, dentro de la Iglesia, que es como “el aula de los hijos de Dios”, puesto que influye en la concepción de las relaciones que tenemos con el mundo entero y con toda la historia, no puede dejar de crear obras y producir cambios sustanciales en la situación humana. De modo especial, en la transición de una época de barbarie – tras el pecado original el hombre no puede vivir sus relaciones más que como pretensión y violencia – a una época de civilización, donde la persona sea el centro del cosmos y de todas las relaciones con él que el Misterio hace existenciales. Recordando nuestra historia, la única civilización que ha llegado a penetrar en el mundo entero y de cuyos inicios en todos aquellos puntos donde se ha desarrollado tenemos todavía documentos, es la civilización cristiana. Lo mundano – es decir, el poder – que se opone a todo lo que es sano y se desarrolla siempre marchitándolo todo, condenando a todos y dejando a cada cual sin posibilidad de defensa, es el enemigo de este Acontecimiento divino. Por eso, el cristiano que se educa en nuestro carisma siente seriamente toda la angustia y la precariedad de cualquier respuesta, incluso la mejor, a esa mundanidad ante la mirada de los hombres; y ofrece su presencia como servicio a cada uno originando una trama de relaciones donde la fraternidad de Cristo es toda la ley.
Queridos amigos, os digo esto porque la vida en Cristo da lugar a una pasión inteligente que pide el despliegue de todas las fuerzas que Dios ha congregado en Cristo para contrarrestar la trágica victoria – hablando en términos históricos – del Mal sobre el Bien y para vivir el sacrificio, incluso mortal, que puede acompañar a la victoria de la Iglesia sobre el Mal. ¡Ojalá os vea a todos crecer como presencias que colaboran con mi debilidad y con mi buena voluntad! ¡Y que Dios pueda ver en nuestra vida la evidencia asombrosa de que lo que el carisma inició en mí resulte potenciado en vosotros por la misericordia! Este es el nombre más apropiado a la naturaleza del Misterio y constituye, por tanto, el corazón de la misión que agota el sentido de la vida. Por dicha misericordia yo siento como un signo de nuestra elección sacerdotal misionera la amadísima figura de don Massimo Camisasca. Con él es grande esa unidad que suplico al Espíritu para la Gloria de Cristo en el tiempo, al igual que es grande la seguridad acerca de todo lo que la voluntad del Misterio hará en el futuro.
don Luigi Giussani
Milán, 19 de marzo de 1999