Huellas n.3 Marzo 2019

Un nudo

Según pasa el tiempo, va creciendo una evidencia: la crisis que estamos atravesando, este famoso “cambio de época” del que cada día descubrimos nuevas facetas, tiene un aspecto malo. La confusión y el desconcierto desembocan cada vez más en rencor, rabia, tensión. Es como si se produjera un endurecimiento de la musculatura y del corazón ante una amenaza que se advierte muy concreta pero a la vez difusa, sin poderla identificar en un punto preciso. Entonces se responde cerrándose ante el otro, sea quien sea, levantando muros, acentuando divisiones. Todas palabras que marcan la presente estación política en cualquier país.
Porque el fenómeno es global: afecta a Europa, que pierde golpes bajo los tiros de nuevos soberanismos, los EEUU de Trump y Sudamérica… Es un rasgo común el que subyace a esta cerrazón sobre uno mismo, algo muy sencillo: el miedo. Miedo a perder lo que se tiene o a no poder alcanzar lo que uno imagina; miedo al ver derrumbarse creencias y seguridades adquiridas; miedo a descubrirse irrelevantes, arrollados por fenómenos demasiado grandes para nosotros: la inmigración, la globalización… «Esta crisis que no es ante todo política o económica, sino antropológica, porque tiene que ver con los fundamentos de la vida personal y social», decía hace poco Julián Carrón en una entrevista en el Corriere della Sera.

Puede chocar la afirmación de que el nudo, con el que debe medirse la política hoy en día, es precisamente esta incertidumbre existencial, antes y más que las discusiones sobre economía, Europa o los migrantes. Sin embargo, si bien es cierto que la raíz de la crisis alcanza esta profundidad, preguntarse por dónde se puede partir de nuevo para construir una casa común más sólida coincide en el fondo con una pregunta radical: ¿qué puede derrotar este miedo? No es un problema que atañe solo a los sociólogos. Si no la afrontamos, la cuestión queda pendiente. Si no la tenemos presente, sin darla por descontada o pasando demasiado rápido a lo que viene “después”, a cómo resolver “los problemas concretos", nos condenamos a quedarnos en la superficie y, por lo tanto, en última instancia estériles. Tapado un agujero, se abrirá otro, y otro, y otro. Si, en cambio, nos damos cuenta de que este es el horizonte adecuado, también la manera de afrontar los “problemas concretos” cambiará muy concretamente.

Y aquí entra en juego otra cuestión que nos apremia. ¿Qué podemos ofrecer nosotros, los católicos, al respecto? ¿Tiene algo que decir la fe ante esta incertidumbre? ¿Puede generar personas que no se queden ahogadas, que descubran un gusto por vivir y una pasión por el trabajo y que sean capaces de construir junto con otros? ¿Puede generar testigos de una sobreabundancia que aviva el interés por el bien común, un modo de vencer el miedo adecuado a los desafíos actuales? Este número de Huellas habla de todo esto. En los artículos en Primer Plano, donde contamos historias al alcance de todos, pero también en las cartas y en el reportaje sobre Venezuela… Porque hay mucha gente que construye. Y lo hace para todos.