Huellas n.2 Febrero 2020

En nuestra misma raíz

Difícil encontrar un tema más transversal que este. En cualquier latitud y en todos los tiempos, toca a todos, los ancianos, cada vez más aislados, y los jóvenes, sobre los que hay toda una literatura acerca de lo «juntos pero solos» que están, en una expresión de la socióloga americana Sherry Turkle. La soledad es un hecho que afecta a la vida de todos y no depende de la red de relaciones que tengamos. También es común la experiencia de sentirse solos aun estando rodeados por muchos amigos.
Hay ocasiones en que advertimos la radicalidad de esta condición, que don Giussani describe así: «La verdadera soledad no proviene tanto del hecho de estar solos físicamente cuanto del descubrimiento de que un problema nuestro fundamental no puede encontrar respuesta en nosotros ni en los demás. Se puede perfectamente decir que el sentido de la soledad nace en el corazón mismo de todo compromiso serio con la propia humanidad. Puede entender bien esto todo aquel que haya creído haber encontrado la solución a una gran necesidad suya en algo o en alguien; y luego esto desaparece, se va, o se revela incapaz de respuesta». Hay un punto último, en el fondo de nuestro ser, en el que estamos inexorablemente solos. Porque nada de lo que tenemos delante y en lo que ponemos nuestra esperanza es capaz de llenar nuestro corazón.
Se trata de una condición estructural del ser humano. Pero entonces, ¿es la soledad una condena? ¿No tiene salida esa experiencia dramática de un sentimiento tan hondo que a veces resulta insoportable (cuánto tiempo y energías gastamos para huir de este sentimiento, cuánto miedo tenemos al silencio…)? ¿Tenemos que resignarnos a pensar que nuestra humanidad es enemiga nuestra o hay otra posibilidad?

Es el tema que abordamos en este número: que la soledad no sea solo un problema, sino un instrumento para conocer lo que somos y lo que es la realidad. Es más, que precisamente esa experiencia última de soledad sea el terreno de una relación profunda y consciente, por fin nuestra, con el Misterio. El ámbito en el que descubro mi vínculo original con Dios que me da el ser ahora, que me acompaña sin desfallecer. Y en el que Él se revela como la respuesta correspondiente a mis preguntas y expectativas originales, más allá de cualquier forma exterior de organización y compañía.

En el libro Crear huellas en la historia del mundo, don Giussani observa que «el encuentro cristiano es por su naturaleza totalizante, y con el tiempo da forma a las relaciones y a la forma de mirar a la naturaleza, a uno mismo y a los demás. No solo establece una compañía como lugar de relaciones, sino la manera de concebirlas y de vivirlas». Se comprende que solo lo que responde a esa soledad última que nos constituye puede darnos una verdadera solidez. Solo así Cristo llegará a plasmar nuestra autoconciencia y a dar forma a nuestras relaciones. Hasta descubrir que en cualquier circunstancia, pase lo que pase, nunca estamos del todo solos, porque Él está en la raíz misma de nuestra persona.