Huellas N.2, Febrero 2009

Ante una encrucijada

Hay momentos en los que la realidad nos golpea con especial dureza. Parece que la barbarie que se ha manifestado en el caso de Eluana Englaro, las luces de guerra en Oriente Medio y el varapalo de la crisis, se han confabulado para que sintamos el azote de la realidad. En estos casos, reaccionar es normal y en cierto sentido justo. Es una buena señal de que el corazón no está atrofiado. ¿Pero basta esto para liberarnos del miedo y recobrar la esperanza? Ante estos golpes, ¿hay algo más que nuestra desazón, un desafío más profundo?
Nos toca hacer cuentas con la experiencia. Es necesario defender la vida, y eso es justo. Hay que hacerlo con todos los instrumentos a nuestra disposición: las leyes, la cultura, la política, la prensa y la educación. Hay que defenderla incluso en la calle. Pero todo esto no basta. Defender el justo principio del derecho a la vida no es suficiente para vivir, al igual que afirmar el valor misterioso e infinito del sufrimiento no basta para afrontarlo. Tampoco basta para vivir el matrimonio defender la familia, otra batalla que debemos librar. Hay que luchar hasta el fondo, pero no es bastante. Para darnos cuenta de lo que de verdad nos hace falta para vivir, para sostener esta lucha, necesitamos que alguien ponga de manifiesto la plenitud de sentido que está presente incluso en la peor enfermedad, alguien que nos muestre la belleza de nuestra vocación y la aventura que supone educar a los hijos. Que nos haga descubrir en lo concreto, una correspondencia con nuestro corazón que jamás hubiéramos podido imaginar. Y que nos dé a conocer a Jesucristo, el único que lo hace posible, ya que nosotros solos no podemos.

Necesitamos a Cristo y a los testigos que lo hagan presente. Julián Carrón lo recordaba a un grupo de responsables de CL: «Cuando reconocemos que necesitamos a Cristo, vivir se convierte en una aventura apasionante, que nos introduce cada vez más en el sentido que tiene la realidad». La realidad supone un desafío constante, una suma de ocasiones para verificar la fe y avivar la esperanza. Cualquier batalla nos pone ante una encrucijada que precede a la victoria o la derrota: ¿estamos seguros o no de la presencia del Señor? ¿Es cierto el objeto de nuestra fe, que la experiencia nos muestra? Si lo estamos, entonces podemos «esperar contra toda esperanza».

Parecen consideraciones “religiosas” al margen del peso de la realidad, cuando es justo lo contrario. En efecto, la certeza de la fe es lo que impide abandonar la lucha y nos hace salir a campo abierto, entrar de lleno en los problemas tratando de tener en cuenta todos los factores, con equilibrio y tesón. Y sobre todo, es lo que nos libera del miedo. Quien está seguro, es libre. Porque la esperanza, la única verdadera, nace de la confianza cierta en la presencia del Señor.