Huellas N.2, Febrero 2001

«Y yo, ¿qué soy?»

Si el dos mil ha sido el año del Jubileo, ¿qué será el dos mil uno? Algunos ya se han dejado seducir por el reclamo al célebre título de la película 2001: Odisea en el espacio de Stanley Kubrick. En efecto, muchas de las cuestiones candentes que atañen al problema del desarrollo de la ciencia y la tecnología (eugenética, biotech, transgenética, informática). Parece que, amén de proseguir su odisea, su viaje por el espacio estelar, el hombre contemporáneo vive también un poco como odisea su viaje por la realidad cotidiana: saltan por los aires los puntos de referencia, parece corromperse todo a causa del escepticismo o reducirse a una mera farsa de intereses, generando formas sutiles, pero también clamorosas, de violencia. La vida les parece a muchos un vagar insensato y, por decirlo con Alessandro Manzoni, «un peso para muchos y una fiesta para algunos».
Pues bien, también nosotros nos tomamos la licencia de elegir un símbolo para este 2001. No es un político de renombre, ni una estrella de la gran pantalla. Se trata de un poema que se publicó por primera vez hace ciento setenta años, en el 1831. Se llama Canto nocturno de un pastor errante de Asia. Cuando lo publicó por primera vez, en la así llamada edición “florentina” de 1831, Giacomo Leopardi definía a aquel pastor como “vagante”. El sentido era análogo, así como es análogo al sentimiento de sí que la mayor parte de los hombres nutre. La vida como un vagar, más o menos afortunado, de una nada a otra ocultándose bajo máscaras distintas.
Pero en aquel poema, ante el poderoso surgir de interrogantes humanos, asoma una pregunta que la razón se plantea ante la presencia del cielo, de la luna, los rebaños y los hombres, en suma, ante lo real, ante lo pequeño y lo grande: «¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda, / infinita serenidad? ¿Qué significa esta / soledad inmensa? Y yo, ¿qué soy?». El dos mil uno será el año de esta pregunta: «Y yo, ¿qué soy?». El hombre del tercer milenio, dueño de sus conquistas y habilidades, no puede dejar de plantearse la misma pregunta. So pena del decaer de su propia capacidad de razonar y conocer.
Yo ¿qué soy? No es cuestión de identidad psicológica. Se trata de descubrir en qué se apoya y cómo cobra consistencia esa realidad tan aparentemente pequeña, y sin embargo decisiva, que llamamos “yo”. De tal modo que hallemos la energía para empezar de nuevo, para construir nuestra vida personal y social y vencer los errores inevitables debidos al límite de nuestra condición.
La pregunta de Leopardi podrá resultar incomoda e inoportuna para un tiempo que ha abolido todos los dioses excepto la usura, la lujuria y el poder, por decirlo “a lo Eliot”, y que por eso ya no sabe a quién plantear la gran cuestión. Pero es la única con la que todo hombre, consciente en mayor o menor medida, se enfrenta al levantarse cada día. Por el mero hecho de existir, el “yo” grita su exigencia de significado al Misterio que lo hace todo y de cuya respuesta depende la posibilidad de hallar seguridad en la vida. Así fue para los judíos al comienzo de la historia y es así para nosotros, cristianos del 2001.