Huellas N.2, Febrero 2000

¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?

Todos estamos muy ocupados. La vida acelerada y exigente de nuestra sociedad nos invita a adquirir cada vez más compromisos. Compromisos de trabajo, compromisos con uno mismo, con la familia, compromisos para... Las agendas son uno de los artículos más vendidos. El hombre del dos mil es, sin duda alguna, un hombre muy atareado.
Clausurada la época en la que "estar comprometido" era sinónimo de militancia política o cultural, hoy el ámbito del compromiso personal de la mayoría se ciñe a la búsqueda de un interés particular y del propio beneficio. Como contrapunto quedan, en el mejor de los casos, algunos lapsos de tiempo dedicados al compromiso con los demás o a alguna causa noble. Espacios cultivados con la retórica de los mejores sentimientos para equilibrar la árida verdad de una existencia enteramente concebida dentro del horizonte de la satisfacción personal. Lo justo para tranquilizar los escrúpulos.
Sin embargo, los escrúpulos nunca han hecho grande a nadie, decía Camus. Y, desde un determinado punto de vista, un grupo de marmotas edifica mejor que los hombres, como recordaba Eliot.
Un hombre es grande cuando su compromiso con la realidad es grande. Da lo mismo que sea un rey o un ama de casa. ¿Pero qué quiere decir comprometerse de verdad con la realidad? El hombre, como nos enseñan los latinos, es dominus, señor. El compromiso, por lo tanto, es un modo de poseer, de saber regir las cosas. Algo está en juego: nos comprometemos para poseer verdaderamente la realidad, para no perderla. Uno se compromete con el trabajo para poseer de verdad ese aspecto de la realidad en el que uno se implica, uno se compromete de verdad con sus hijos porque no querría perderlos nunca...
El Evangelio advierte: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?". Desde el punto de vista existencial, ¿cuándo "se pierde" un hombre? ¿Tal vez cuando sufre contradicciones?, ¿o cuando se enfrenta a dificultades?
No. Un hombre "se pierde" cuando no tiene nada bueno a lo que mirar, cuando en el palacio maravilloso de sus conocimientos, virtudes o riquezas, no habita la "princesa", la presencia que le llena la vida de bien y a la que pertenece. Sin el agua, el desierto es mero desierto y el hombre, aun conociendo el camino para ir de un punto a otro, se siente perdido y acaba por considerar vano todo viaje. Así es para los niños: hasta en la casa que conocen bien se sienten perdidos si no está quien les ama.
La civilización actual, al haber arrancado de la realidad la hipótesis de un presencia buena, genera adultos que parecen más bien marmotas. Atareados en construir una guarida ilusoria. Pero ya no se "posee" de verdad nada. Resulta un ajetreo de esclavos.
La fe, el reconocimiento de la Presencia que da valor al vivir, ha vuelto indómitos constructores a hombres que no eran mejores o más generosos que los demás, pero que eran libres. Así han marcado dos mil años de historia con huellas de caridad, cultura y política. Son los signos de un señorío del hombre. Un hombre y una mujer adultos se reconocen porque generan algo y no dejan la realidad tal como la habían recibido.
Hoy, el dominio del Estado y de las modas ha suplantado el señorío del hombre. Por ello, los tiempos reclaman el compromiso de hombres libres que son el fruto maduro de una educación. La figura del Papa y su testimonio de libertad llaman a la Iglesia a la conversión y al coraje en medio de tantas insidias y astucias.