Huellas N.11, Diciembre 2007

Navidad. La raíz de la esperanza

El escritor italiano Cesare Pavese lo decía con fría lucidez: «¿Acaso alguien nos ha prometido nunca algo?...Y entonces, ¿por qué esperamos?». La vida de todo hombre, sea cual sea la circunstancia que atraviesa, está marcada estructuralmente por una espera. Benedicto XVI ha querido retomar el diálogo de la fe cristiana con esta espera que constituye el corazón de lo humano, decepcionado por las falsas promesas de quienes han querido venderle una felicidad a precio de saldo, y estragado de la violencia en que le han embarcado las utopías del siglo XX.

¿Qué es lo que realmente queremos?, se pregunta el Papa. En el fondo queremos sólo una cosa, la vida bienaventurada, la felicidad. Deseamos la verdadera vida, esa que no se vea afectada ni siquiera por la muerte, esa que nos garantice que nada de lo que amamos se perderá. Por eso el contenido de la esperanza del hombre siempre va más allá de cuanto puede alcanzar y construir con sus propias fuerzas. Sólo Dios es el fundamento de la esperanza, pero no cualquier dios, advierte Benedicto XVI, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.

Benedicto XVI arranca de la íntima conexión entre la fe y la esperanza: la fe es la sustancia de la esperanza, afirma el Papa, porque nos permite esperar las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Este es uno de los núcleos de la nueva encíclica: el valor de presente propio y constitutivo de la fe cristiana, que no es una idea sobre la vida y el mundo, sino el reconocimiento del hecho de Cristo, que cambia realmente la vida de quienes lo acogen con su razón y su libertad. Lo que la esperanza cristiana promete ha empezado ya aquí y ahora en la experiencia de la comunión cristiana: no es una utopía voluntarista, sino que se ofrece a la confianza del hombre a partir de un presente verificable cuyo rasgo fundamental es el amor. El Papa usa una preciosa cita de san Bernardo de Claraval para explicar que el monasterio (la comunión de vida de los monjes que se proyecta en el trabajo) no puede identificarse con el Paraíso (la realización plena de la esperanza cristiana), pero «como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso».

La encíclica ofrece unas páginas vibrantes para describir lo que ha significado la sustitución de la esperanza cristiana por la fe en el progreso, en el tiempo moderno. Ese progreso, concebido primero como triunfo imparable de la ciencia y luego como construcción político-ideológica, habría de responder de una manera concreta y eficaz al deseo de felicidad del hombre. Pero ni la ciencia ni la política tienen la capacidad de redimir al hombre, como se ha demostrado en la experiencia histórica; más aún, cuando les domina esa pretensión desmesurada, se pierde su nobleza constitutiva y con frecuencia se transforman en instrumento de violencia y dominación de aquellos mismos a los que pretendían servir. El Papa repite que «la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana», pero advierte que no puede ser únicamente «la razón del poder y del hacer», y pide de nuevo, como en su histórico discurso de Ratisbona, una auténtica apertura de la razón a los ámbitos de la fe religiosa y de la ética, para que podamos hablar de una razón auténticamente humana.

Nuestro mundo está sediento de esperanza, lo está cada hombre y mujer, cansados de las frustraciones y de los fracasos de su historia personal y colectiva. El noble empeño de construir un mundo mejor se transforma en fatiga insuperable, en escepticismo salvaje o en fanatismo violento, si no está abrazado por la certeza del futuro que nace de un Amor que ya está presente. Sólo esa esperanza que nace del encuentro con el Dios que se ha encarnado, que ha padecido y que ha resucitado de la muerte, nos da el valor de apostar nuevamente por el bien, a pesar de todos nuestros fracasos y cansancios. Nos da también valor e inteligencia para construir, conscientes de la imperfección de todas las obras humanas, y nos permite caminar juntos a pesar de las semillas de división que amenazan siempre la unidad. Sí, ciertamente, los cristianos de este siglo XXI debemos aprender de nuevo el fundamento y la amplitud de nuestra esperanza a partir de nuestras propias raíces. Un regalo inmenso de Benedicto XVI para celebrar el Misterio de la Navidad.