Huellas N.10, Noviembre 2002

La oración es el primer gesto de quien advierte una alternativa clara que comienza en el propio corazón

Alguien escribió que la violencia es el motor de la historia, o sea, el factor que hace crecer, la palanca que acciona los cambios históricos. Sólo la violencia cambiaría las cosas. Multitud de hombres se han educado, bajo distintas ideologías, en esta forma de pensar. De este modo la violencia se extendió y se extiende en el mundo. A cada suceso sangriento parece poder responder sólo con otros iguales. Y las atrocidades crecen en crueldad y audacia maldita, como hemos comprobado en los últimos tiempos, después de Nueva York, Bali y Moscú. Un sinfín de guerras y persecuciones que casi nunca es fruto de la violencia de una masa enfurecida o de unos indigentes exasperados. Se trata de una violencia sistemática, exacta, dirigida por mentes cultas y lúcidas. Cuando se intenta razonar sobre uno de estos actos violentos, a modo de siniestra justificación se citan otros, perpetrados por las víctimas (o por sus gobiernos, ¡lo cual no es lo mismo!) contra los criminales. Es una espiral que echa por tierra cualquier vía de salida.

El mundo rebosa odio. No sufrir por este estado de cosas, por este gas paralizante que penetra en las relaciones con los más cercanos, es como vivir atontados. La ley de la violencia, del hombre lobo para con los otros, no es el residuo de tiempos pasados. Es algo que está siempre a la puerta. Insistimos: es un dato de la naturaleza - los cristianos reconocen que el hombre está herido por el mal, debido al pecado -, pero también es fruto de una educación que, de distintas maneras y formas sutiles, defiende esa forma de abordar y poseer la realidad.

La oración que el Papa nos pide insistentemente no es una buena acción inútil. Es el primer gesto de quien advierte una alternativa clara que comienza en el propio corazón, en nuestra razón.

¿Cuál es la fuente de la esperanza en la historia? ¿En qué se fundamenta la capacidad de construir mejores condiciones de vida? ¿Qué supone pensar en algo mejor?

En muchas casas, bajo los soportales, en los cruces de las calles, se ven todavía las imágenes de la Virgen. Son señal de una fe popular ectendida en otro tiempo. Se encuentran allí porque el hombre no necesita un lugar o un estado de ánimo particulares para rezar, o estar ante una obra maestra como el Juicio universal de Miguel Ángel, como escribió Paul Claudel. A quien conoce el drama de su corazón le basta con mirar una imagen desdibujada de la Virgen, un signo modesto del misterio grandioso de la Encarnación, para tocar esa fuente viva de esperanza en medio de las guerras secretas de su vida personal y de las que están a la vista de todos.

El “sí” de María, sus manos que llevaron a Cristo y siguen llevándolo a través de la experiencia y la compañía de los cristianos, ha dado vida a un pueblo distinto en la historia. La peregrinación de nuestra Fraternidad a la Virgen de Loreto es un acontecimiento nuevo. Porque no es la violencia, sino la familiaridad con el rostro bueno del Misterio lo que puede renovar momentos y lugares de la historia - a la espera de que su significado se manifieste al final -, y lo que otorga la capacidad de edificar, de ser más tenaces y pacientes en las pruebas.