Huellas N.1, Enero 2003

Un pueblo entre todos los pueblos de la tierra

Recientemente, la voz laica más autorizada de Francia, el diario Le Monde, tras realizar un sondeo reconocía que las fiestas de Navidad son las más ampliamente compartidas por el pueblo francés y que, más allá de su significado, constituyen un factor de unidad para un pueblo ya muy mestizo en cuanto a raza y cultura.
Por lo que a España se refiere desde hace algún tiempo, se viene propiciando una recupeación de la bandera y del himno nacional como signos de identidad popular y de unidad. A ello se contraponen las fuertes tensiones autonómicas.
Ampliando la mirada, muchos de los terribles acontecimientos que azotan el mundo hoy son actos de guerra entre pueblos o abusos - en sentido étnico o religioso - de un pueblo contra otro. Se justifica la guerra como defensa de la propia identidad de pueblo.
En la Unión Europea sigue el debate sobre la Carta que debería llegar a expresar los rasgos de una realidad que tiene una sola moneda pero habla cuarenta lenguas diferentes.
Además, en momentos de recesión económica y estrecheces, no faltan los llamamientos de muchos políticos que apelan a la conciencia de pueblo para afrontar con espíritu solidario recortes y sacrificios necesarios.
Así pues, a pesar de los más de quinientos años de insistencia cultural, religiosa y política en la presunta autonomía del individuo, nos apremia más que nunca ahondar en lo que significa ser un pueblo, aunque la palabra suene hueca para la mayoría, como una figura retórica o asociada a imágenes de “hinchada” o “facción”.
La historia ha visto el apogeo y la ruina de grandes pueblos muy diferentes entre sí. Algunos dejaron huellas fastuosas, otros débiles. Lo que les unía, bien el genio político de un caudillo, la tierra o intereses comunes, bien la adoración de unos mismos dioses, no les ahorró el hundimiento. Han desaparecido. Y así sucederá siempre.
Pero entre los pueblos hay uno que se distingue de todos los demás. El pueblo cristiano es sui generis (Pablo VI), es un pueblo hecho a su manera. Su origen no reside en un evento del pasado sino del presente, en un hecho que lo acompaña siempre: «Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Así lo prometió Jesús a los suyos, a ese grupito un tanto desvalido que, comiendo y viviendo con Él, estaba en los albores del pueblo y de la era cristianos, y que cabía entero bajo el pórtico de Salomón, tan escasa era su relevancia social.
Nada más que el amoroso reconocimiento de Cristo presente conservará vivo al pueblo cristiano. Aquí radica su gran diferencia con el pueblo judío, del que salieron los cristianos con fuerza original. La Alianza con Dios - aventura incomparable que puede sucederle a un hombre y al pueblo que nace de ella - adquirió la fisonomía de una joven mujer con su hijo en brazos. Aquella alianza se cumplió de un modo inesperado en un acontecimiento que llena el corazón de quienes lo encuentran, sin imponer ninguna condición previa, ni leyes ni costumbres. «Os he llamado amigos», dijo Dios en una tarde muy concreta de la historia, estableciendo en esa amistad que tiende al destino el vínculo nuevo que crea Su pueblo. Un vínculo que no nace de la sangre, el consenso político o las leyes comunes. El pueblo cristiano se reconoce sólo en esa amistad. Ninguna bandera, himno o estrategia podrán mantener con vida a ese pueblo sui generis que creó y crea historia. Dicho pueblo vive por el mismo asombro de María ante el Acontecimiento que tocó su carne. Entonces, toda labor o testimonio, toda empresa social u obra desconocida que se lleva a cabo a la luz de esa conciencia, se convierte en esperanza para todos. Y todo dolor, amor, temor y alabanza, pueden reconocerse y alzarse en un canto común, signo sencillo y admirable de la vida de un pueblo, única arma en la desarmada batalla frente a quienes atentan contra su existencia.