Huellas N.1, Enero 2001

Qué significa la palabra “paz”

Estimado Director: La bomba colocada hace unos días en el Duomo de Milán induce a pensar en un ataque al lugar que es fuente «de paz y de reconciliación para todos», como ha comentado el cardenal Martini.
Todos apelan a la paz, creyentes y no creyentes, izquierda y derecha, pero cuanto más la ensalzan, más parece que para ambos sólo quede la violencia como el único factor útil con vistas a lo que persiguen. Y de este modo, el hombre que está movido por la voluntad de paz no consigue evitar una desconfianza que malogra cualquier posibilidad de seguridad. Vivimos en un tiempo que parece reflejar la frase bíblica «Cuando yo digo “paz”, ellos dicen “guerra”» (Salmo 119).
Sin embargo, la conciencia del hombre puede dejar un resquicio para la paz, por lo menos en un punto: la afirmación clara y segura de que la vida humana tiene un sentido. Este es el poder exhortatorio de la palabra ‘paz’: que puede dar relieve al sentimiento humano de la vida misma; quien la proclama percibe que es el motivo último de los factores que determinan su vida personal, familiar y social. El significado de la palabra ‘paz’ afecta siempre a todos los sentimientos de la vida; los afecta conforme a una justicia que es verdadera sólo ante el destino, por minúsculo o mayúsculo que sea.
Si hay un vocablo capaz de expresar este pondus que tiene el sentimiento humano de la paz es “la religiosidad” entendida como dimensión de la vida. La religiosidad atañe a toda expresión humana, implicando la finalidad última por la que un hombre acepta existir y obrar. En efecto, lo que nos impulsa a vivir todas las relaciones es el pre-sentimiento, en última instancia, de algo positivo. Dicho presentimiento - que, como tal, tenemos todos a menudo - a veces juzga la vida de cada día determinado por el cinismo que invade nuestra sociedad.
De esta manera, identificar la divinidad - la finalidad suprema de nuestro obrar - con el poder político, podrá hacer que las personas más comprometidas crean de manera ilusa que es posible realizar lo que los antiguos llamaban pax romana - una tolerancia genérica hacia todos, siempre que la última palabra quedase reservada al poder político; así, se permitía adorar a cualquier dios con tal de que no hiciera sombra a la divinidad del emperador - y que en nuestros tiempos se podría llamar pax americana o paz social. Digo esto porque es más difícil encontrar un uso verdadero de la palabra ‘paz’ en las grandes tramas políticas y económicas que en las relaciones familiares entre hombre y mujer o en el bullicio de deseos de realización o satisfacción personal, es decir, en el corazón del hombre.
Todo esto orienta la atención y la devoción a la Navidad cristiana. La única razón de esta festividad reside en el hecho de que el destino misterioso se ha comunicado a los hombres identificándose con un hombre nacido de una virgen, para después morir y resucitar, respondiendo de esta forma a la espera de todos.
La paz, entonces, se puede percibir, vivir y pensar, sólo con dos condiciones: afirmando la vocación, esto es, la dependencia de Otro, de su designio y juicio sobre nuestra propia vida - como se puso de manifiesto por primera vez en la historia del pueblo judío - y siendo educados en el conocimiento del bien y del mal.
La Navidad nos recuerda que la vocación de Cristo, su vida, consistió en la declarada voluntad de obedecer a la fuente inmensa del Misterio, y en una educación en el conocimiento del bien y del mal vivida con infatigable pasión, tal y como aparece en la historia de su pueblo.
Por ello, la paz depende de que el hombre admita su incapacidad para conseguir la perfección por sí mismo, mientras reconoce indefectiblemente su deuda hacia el Ser.
La Navidad vuelve a proponer a la humanidad entera este anuncio como fuente permanente de la propuesta que es la vida, en cualquier situación en que nos encontremos. En la ternura ante la imagen de un niño recién nacido, la infinita distancia que hay entre la acción del hombre y su destino se ve colmada de paz al ser perdonada. Por eso, para el hombre que reflexiona, la Navidad no es ni dulzura frustrada ni desesperación.
La incansable humanidad del Papa nos invita a esta síntesis última, en la que la dignidad y la plenitud del hombre lo son todo, es decir, misericordia.
(La Repubblica, Domingo 24 de diciembre de 2000)