Huellas N.1, Enero 1999

Nosotros somos judíos

A alguien que le pidió a Pío XI, enviado evidentemente por Mussolini, que la Iglesia de Roma favoreciese también las leyes raciales de Hitler, el papa le respondió: "Nosotros somos espiritualmente judíos" (1938). Es cierto que hace falta tener una lectura bien pertrechada culturalmente para decir esto. Pero, en todo caso, la relación entre el pueblo cristiano y la realidad judía está perfectamente indicada para la historia actual, sea culturalmente o no, en la expresión que usó Pío XI.
Lo que me ha inducido a escribir esta intervención es el haber sabido por el periódico del 21 de diciembre pasado el horrendo suceso que se ha producido en Alemania por un rebrote de afirmación nazi: la explosión en el cementerio judío de Berlín, que ha dañado gravemente la tumba de Heinz Galinski, una de las figuras más representativas del judaísmo alemán.
Este episodio me ha recordado el momento en el que los judíos elevaron un clamor que hicieron escuchar al mundo entero a través del martirio del Holocausto, el absurdo sacrificio que soportaron por todos. Y para nosotros, ahora, la historia hebrea hasta Jesús sostiene una concepción del hombre, de su destino y de sus relaciones con el mundo que nuestro pueblo puede sentir como algo profundamente análogo a su propia historia. El Holocausto se ha convertido en pedagogía para todos los cristianos; al ser un estigma doloroso e injusto, la cultura judía más ferviente propone la Shoah como un tema cardinal también para toda la humanidad, como debe ser. De modo que para nosotros, los cristianos, hoy es más cierta que nunca la analogía del caso de Cristo con el sentido del Holocausto.
La pedagogía divina por medio del pueblo hebreo tiende a enseñarnos como supremo factor del bienestar social la concepción bíblica del Dios único, creador y Misterio, que traza un proyecto en el tiempo por el que todo el mundo despliega una dinámica de la que brota su búsqueda de felicidad y plenitud; Dios, el único, el totalmente Otro que no obstante es también el sentido del tiempo y el Señor de la persona, comprometedor para juzgar el poder y los caminos del hombre; el Dios único presente en la tierra por medio del "Templo" ("Vendré a vosotros en el templo"), no sólo como símbolo de lo divino sino como el lugar donde Él toma parte en la existencia concreta del hombre, creando a su pueblo. Por eso el Templo permanece siendo el lugar supremo para todos los tiempos y los espacios de la historia humana. Para afirmar a Dios y a este Templo (¡todos los hombres deben hacerlo!) es elegido un pueblo, el que nace de Abraham, de tal modo que se crea a la persona para la salvación del mundo dándole una tarea identificable con la tarea del mismo pueblo.
Este pueblo al que Dios da cuerpo en la historia para extender el conocimiento de su Misterio a todo el mundo y en todos los tiempos, "a todas las naciones", tiene comprometida su palabra en la visión del final de la historia, cuando el mismo pueblo se reunirá en el día de Dios en que se cumplirán las promesas a las que deben corresponder los judíos con su espera fiel. Es la espera de algo que salve al hombre y a la humanidad, es decir, que la libere del hecho significativamente primero de la historia del hombre que implica, debido al pecado original, el esfuerzo de la libertad frente a Dios. Y por ello mismo, dolor y "destrucción". La grandiosa literatura profética alcanza así la máxima intensidad y profundidad posible en la conciencia del judío que está en camino.
El sujeto de ese "gran día" tan esperado se identificaba con el término "siervo de Yaveh" o "Mesías". Una conciencia cristiana perspicaz penetrada por la tradición no puede dejar de identificar su propia existencia con esta historia. ¿Qué es lo que puede ser diferente? Que para nosotros el Misterio ha querido intervenir en la tragedia del hombre, haciéndose hombre dentro del cosmos. Jesús de Nazaret es para nosotros el cumplimiento de la esperanza en la que vivió todo el pueblo de Israel de forma única en toda la historia del mundo. Pero lo nuestro no es una presunción sino una comparación estupefacta por el hecho de que se nos haya comunicado a nosotros, pobres hombres, el Misterio de aquella persona, de tal modo que al mirar la forma histórica en que nos ha llegado a nosotros y compararla con la historia de los israelitas, estaríamos más felices pidiendo a nuestros hermanos judíos que nos perdonaran nuestra certeza, cuando a ellos les toca todavía llevar todo el peso de la historia (pondus diei et aestus) en su vida. Pero el esfuerzo de ser fiel en la espera de Dios se traduce también como cruz en la vida de los creyentes.