Roberto Gatti

«La hora más importante de mi vida»

Siendo un joven fisioterapeuta, trató a don Giussani en los años 90. Un encuentro que le cambió la vida. Su testimonio en unas vacaciones con responsables de CL de Lombardía
Roberto Gatti

No es fácil contar mi historia delante de tanta gente, pero sé que una belleza así hay que compartirla. Todo empezó en 1992. Yo era un joven fisioterapeuta en el hospital San Rafael de Milán, donde trabajaba desde 1987, cuando un día mi jefe me dijo que al día siguiente tenía que tratar a un paciente llamado Luigi Giussani por un dolor de espalda muy fuerte. Sabía quién era porque en los años 70 iba al instituto y en esa época había que hacer política “a la fuerza”. Yo era un comunista puro y duro. Con el tiempo aquel ímpetu se había amortiguado y en 1992 no era tan ideológico, pero en todo caso no tenía nada que ver con el movimiento ni iba a la iglesia. Al día siguiente, en el horario fijado, voy a la sala de espera y veo a un hombrecillo con unos ojos maravillosos, acompañado por dos guardaespaldas, uno a la derecha y otro a la izquierda. Pensé: «Este cura tiene escolta». En realidad eran sus dos grandes amigos Carlo Wolfsgruber e Ivan Colombo. Me presenté y fuimos al gimnasio para empezar el tratamiento. Aquella fue la hora más importante de mi vida. ¡Nunca en mi vida me había sentido tan valorado, nunca! Nadie me había mirado con tanta pasión, con tanto amor, con una bondad que no era bondad sin más sino que estaba cargada de estima. Yo pensaba: «Pero si ni siquiera me conoce, ¿cómo puede estimarme tanto?». Se interesó por mí, no dejaba de pedirme que le contara lo que hacía, yo se lo explicaba y él me preguntaba más cosas, muy oportunas por cierto, que ni siquiera me preguntan mis alumnos. Al acabar esa hora con él, recuerdo perfectamente que pensé: «No sé lo que es, pero esto lo quiero seguir toda mi vida».

Seguimos con el tratamiento y se convirtió en mi paciente, luego nos hicimos amigos y nuestra relación duró años. Me valoraba tanto y eso me potenciaba tanto que con él probablemente habría sido capaz de comprender un teorema de astrofísica. Nunca intentó convencerme de nada, nunca jamás. Pero en esta relación discreta, de puntillas, con ese afecto, con esa gran estima que me mostraba, volvieron a despertar aquellas preguntas sobre el sentido de la vida que estúpidamente creía que solo eran propias de la adolescencia. En realidad, reaparecieron en cuanto nos hicimos amigos, pero como soy duro de mollera necesité más tiempo. De hecho, yo tenía entonces 30 años y no volví a comulgar hasta los 42, así que no fue un camino fácil precisamente. Por otro lado, lo que había encontrado era tan hermoso que no podía secundarlo solo por formalismo. Además, la relación con don Gius era gratuita, no me pedía nada a cambio. Pero tuve que hacer un camino, en el que me sentí totalmente acompañado de forma maravillosa. En primer lugar por él, que a pesar de lo ocupado que estaba, venía casi todos los meses a cenar a mi casa. Toda mi familia, hasta mis hijos pequeños, participaban totalmente de la relación con esta persona que nos quería tanto, que nos estimaba, y era así con todos. Era algo que ninguno de nosotros había visto nunca. En general, en la mesa contaba parábolas del evangelio y nos entusiasmaba escucharlo. Nos sentíamos dentro de la parábola. No era un relato, sino el testimonio de hechos que le sucedían a personas que mucho antes que yo habían hecho el mismo camino que yo había comenzado. Luego esa amistad se amplió a Mariella y a los amigos del hospital, con los que experimentaba la belleza de una relación libre y respetuosa, sin ningún formalismo.

En esta experiencia cambiamos: cambié yo, cambió mi mujer, cambiaron mis hijos. Sucedieron cosas realmente increíbles, podría contar muchas anécdotas para mostrar lo que era don Giussani...

Pongo un ejemplo. Era la Pascua de 1993 y yo empecé a tener varios amigos del movimiento porque quería entender el significado de esta experiencia. En San Rafael, donde trabajaba, había una casa de Memores con los que quedaba a menudo, tanto que llegó un momento en que, siguiendo una sugerencia de don Giussani, me invitaron a participar en su encuentro de la casa (¡algo totalmente fuera de los esquemas, y por tanto muy propio de él!). Esa primavera mi gran amigo Darío nos invitó a ir con él al gesto del Jueves Santo en el Santuario de Caravaggio (la localidad donde vivo, entre otras cosas). Aceptamos. Recuerdo salir de allí trastornado porque no había entendido nada (ahora entiendo poco, así que imaginaos entonces) pero conmovido, con el presentimiento de estar ante algo grande, bello y verdadero. Al salir, Darío me dijo: «Mira, ahí está don Gius, ve a saludarle». En efecto, ahí estaba con toda una serie de curas y otras personas. No quería molestarlo, pero al final reuní el coraje necesario y dije: «¡Don Gius!». Él se giró y al verme corrió a mi encuentro, me abrazó de una manera brutal y se puso a llorar como un niño diciéndome: «Gracias, gracias, gracias, gracias, gracias». Yo solo fui capaz de decirle: «Has conseguido tenerme tres horas en una iglesia».

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Eso no podré olvidarlo nunca. Con don Gius empecé a hacerme preguntas, a tener el presentimiento de que la realidad es siempre positiva, porque eso era lo que él me testimoniaba. También lo he visto en situaciones en las que, como paciente, cuando hablaba con algún compañero mío o con mi jefe, siempre captaba el punto central, haciendo sentir a su interlocutor igual que me sentía yo cuando estaba con él. Era su forma de relacionarse. Pero la vida también te pone a prueba, como me pasó hace cuatro años, cuando a la mujer que he amado toda mi vida le diagnosticaron un tumor en el páncreas. La noche después del diagnóstico, volví a casa y le pedí a mis amigos del movimiento que rezaran el rosario porque no sabía qué hacer. Al día siguiente quedamos, rezamos el rosario, y al otro, y al otro. Después de un año, Anna se fue al Paraíso y ese año, todos los días, todos, uno tras otro, rezábamos el rosario a las 21.15 horas con los amigos que venían a casa, entre dos y treinta personas. Fue una compañía maravillosa. Y dentro de esta compañía –mientras acompañaba a Anna en el último año de su vida– puedo decir sin avergonzarme que he vivido los momentos más bonitos de mi vida, atendiendo a mi mujer que se encaminaba hacia la muerte. Lo decíamos los dos, lo decíamos un mes antes de que muriera, que para los dos había sido el año –con todo el drama que supone– que nos había dado los momentos más bellos como profundidad, como presentimiento del significado de nuestra existencia. Y eso nunca habría podido suceder si no hubiera sido por don Giussani porque él fue quien me testimonió esa positividad en la vida, quien me enseñó que todo puede ser una ocasión. Estuvo allí con nosotros, estuvo con nosotros ese año tan difícil y ahora sigue conmigo, y con Anna, todos los días, aunque a veces se me olvida.