Tierra Santa. Sobre las notas del Magnificat
Una escuela de música en el corazón de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Una experiencia única de acogida y de diálogo. Hablamos con su director, fray Alberto Joan PariEl Instituto Magnificat de Jerusalén es una escuela única en su género. Nació en el corazón de la Ciudad Vieja de Jerusalén en 1995 en los sótanos del convento de San Salvador, donde antiguamente se preparaba la carne para abastecer a los conventos de la ciudad. Hoy se dedica a acercar a la música a cientos de jóvenes. Allí nos encontramos con fray Alberto Joan Pari, director de una entidad que actualmente cuenta con casi doscientos alumnos y 21 profesores. «La escuela ofrece una enseñanza de alto nivel que permite acceder a diplomas y reconocimientos universitarios europeos gracias a un convenio con el conservatorio italiano de Arrigo Pedrollo en Vicenza. Los alumnos pueden estudiar piano, violín, viola, violonchelo, órgano, canto, guitarra clásica, flauta, percusión, música coral, solfeo, armonía e historia de la música. También nos encargamos de animar el servicio litúrgico en los Lugares Santos (como la Basílica del Santo Sepulcro y la de la Natividad en Belén). Pero sobre todo aquí se aprende que es posible vivir juntos y en paz, unidos por la belleza y no divididos por nuestras diversas pertenencias».
El Magnificat es fruto «del deseo del padre Armando Pierucci, un franciscano italiano músico que llegó a Jerusalén para servir como organista en la liturgia del Santo Sepulcro. Se dio cuenta de que la Ciudad Vieja vivía sin música. Juntó alrededor de un piano a un grupo de niños cristianos palestinos que empezaron a aprender canto con dos mujeres cristianas y fray Armando. Así empezó todo». Una historia que continúa hoy, a pesar de la guerra. Fray Alberto no se desanima. «No es un momento fácil, pero la música logra crear unidad porque barre las diferencias, ya sean lingüísticas, de credo o culturales. En el coro, en las orquestas o en los grupos musicales tocan chavales que vienen de culturas y lenguas diferentes, hay cristianos, musulmanes y judíos. El lenguaje que les une es la música y la armonía. Claro que hemos tenido días complicados. Después del 7 de octubre varias alumnas musulmanas no querían volver a tocar en el grupo de cuerda que dirige un maestro judío de origen ucraniano. En el primer encuentro él fue muy valiente y empezó la clase diciendo que no estamos juntos para llevar a clase el odio y la rabia que sentimos, sino para crear algo hermoso que podemos ofrecer a todos. Y demostrar así que es posible vivir juntos en este país y que merece la pena».
Con esta mirada, las clases han continuado a pesar del clima de tensión que sacude a Israel. ¿Cómo es posible seguir viviendo y tocando juntos mientras la guerra avanza? Responde que la amistad que une a estos jóvenes músicos viene de lejos. Me cuenta dos historias. «Mohamed es musulmán y viven en Ramala. A los 11 años descubrió que tenía un talento innato para el piano, así que su madre, de origen ruso, decidió traerlo a nuestra escuela porque había oído hablar del alto nivel musical que tenemos, sobre todo de una profesora rusa. Así fue como Mohammed conoció a Emma, una chica ucraniana que fue expulsada de pequeña del conservatorio donde estudiaba por ser judía y cuya familia se vio obligada a emigrar, primero a Rusia y luego aquí, para poder continuar con sus estudios de piano. Mohammed se graduó el año pasado. Venía a Jerusalén dos o tres días a la semana, a veces tenía que esperar hasta dos horas en el check point para salir de su casa en Palestina y llegar al instituto, en Israel. Y para tocar con Emma. Luego está Musa, un joven musulmán de Belén que toca el clarinete. Su profesor es judío, de Jerusalén. Musa nunca consiguió el permiso, a diferencia de Mohammed, para poder salir de Palestina y venir presencialmente a clase. Así que localizamos una iglesia luterana que está en la frontera, en esa tierra de nadie que ni es Israel ni tampoco Palestina oficialmente, un territorio ocupado pero no limitado por el muro. El pastor protestante nos dejaba dar las clases de clarinete, y durante casi dos años Musa y Yehiel quedaban allí para terminar el curso. En febrero Musa se graduará en Italia. Cuando decimos que la convivencia es posible, estamos hablando de historias como estas».
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Antes de despedirnos, le pregunto a fray Alberto cómo está, cómo vive su fe en medio de todo esto, qué le permite mantenerse en pie en medio de tanto sufrimiento. Con calma y con una sonrisa, que ahora que lo pienso nunca falta en su cara, responde: «Llegué a Tierra Santa hace 17 años. Nunca había pensado en esta tierra como un lugar donde vivir mi fe, pero el Señor ha elegido este lugar para cumplir mi vocación. Lo que está pasando no es nuevo en este país tan bendecido y martirizado, la historia se repite, aunque nunca en mi vida me habría imaginado que viviría una guerra. Vivir en Jerusalén ha hecho que mi pregunta sobre la vocación y la misión surgiera con fuerza: ¿me quedaría aquí si la situación empeorara? La respuesta unánime de mi comunidad franciscana, y también mía, es que sí. El Señor se encarnó en esta tierra y nos redimió, y los lugares que dan testimonio de nuestra fe necesitan ser custodiados. Nuestra misión consiste sobre todo en custodiar las piedras vivas, es decir a los cristianos de Tierra Santa. Después del 7 de octubre creé un chat con un grupo de amigos a los que envío un mensaje todos los días contando lo que vivimos aquí y los proyectos que surgen en nuestra escuela. Mucha gente se ha ofrecido a ayudarnos, entre ellos los alumnos y profesores del International Music Friendship. Ellos son uno de los signos de una amistad posible que sigue creciendo y llegando mucho más allá de nuestras expectativas, igual que pasaba con los primeros cristianos, cuando la belleza del encuentro con Jesús se difundía entonces por el boca a boca, por una fascinación, dentro de una trama de relaciones que llega hasta nosotros».