Martin Schneeberger

Grecia. «Mi iglesia de migrantes»

En la isla de Lesbos, el padre Martin atiende una parroquia particular, formada en su mayoría por migrantes. «Los miro, los escucho. Y su fe refuerza la mía»
Maria Acqua Simi

La pequeña iglesia católica de Mitilene, dedicada a la Virgen de la Asunción, es casi invisible en medio de la confusión que se vive en la ciudad de la isla griega de Lesbos. Fundada a mediados del siglo XIX por frailes franciscanos, cuenta actualmente con unos ochenta fieles. Pero es una parroquia particular. Si hace un tiempo en verano la mitad eran turistas curiosos, desde hace unos años son migrantes y voluntarios de numerosas ONG los que la llenan de vida. Hombres y mujeres de diversas nacionalidades (nigerianos, sirios, eritreos, sudaneses y sobre todo afganos), y no todos de fe cristiana. De hecho, también aparece algún musulmán los domingos a las once para escuchar las homilías de un sacerdote holandés que ha aterrizado allí por casualidad, el padre Martin Schneeberger.

«Soy como cualquier cura», afirma. No le gusta mucho hablar de sí mismo, pero responde con paciencia y amabilidad a nuestras preguntas. «Me ordenaron en 1986. Durante casi veinte años estuve como párroco en los Países Bajos y luego me nombraron capellán en el hospital de Ámsterdam. Allí aprendí el lenguaje del dolor y aunque ahora ya no lo veo en los ojos de los enfermos, lo puedo reconocer en los migrantes que vienen a comulgar». Todo empezó en 2015.

«Ese año llegaron a la isla enormes riadas de refugiados. Yo estaba ahí de vacaciones y me puse en contacto con la pequeña parroquia local por si podía ayudar en algo. El párroco –que no vivía en Lesbos, sino en la isla de Chios– se alegró mucho de contar con ayuda para celebrar la misa dominical. Durante las celebraciones empecé a conocer a muchos migrantes. Al principio solo nos saludábamos, luego alguno empezó a quedarse para hablar. Yo siempre escuchaba, escucho todo lo que puedo pues es mi forma de abrazar al otro y decirle que Dios no le ha abandonado. A veces la gente se siente abandonada por el mundo, pero no por Dios».

En enero de 2020 se jubila con 63 años y decide pasar tres meses en la isla, con la idea de echar una mano en la iglesia y en la asociación Kitrinos Healthcare que trabaja en los campos de refugiados. La pandemia le pilló en Grecia. «En ese momento me di cuenta de que todavía tenía una gran tarea por hacer, así que decidí quedarme. Ahora vivo aquí de forma estable durante ocho meses al año».
Aunque las cosas no han sido fáciles. Al poco de llegar, un gran incendio dejó reducido a cenizas el inmenso y controvertido campo de refugiados de Moria. Las más de veinte mil personas que vivían allí fueron reubicadas en centros de acogida de Atenas y Salónica. Pero no todos. Unos dos mil refugiados se quedaron en Lesbos en unas condiciones muy complicadas, en un nuevo campamento instalado algunos kilómetros al norte de Mitilene. «Antes del fuego solía ir al campo para llevar consuelo a la gente, luego ya era imposible». Pero el padre Martin, con varios amigos de la ONG y la parroquia, no se dio por vencido, de tal modo que su presencia sigue siendo una valiosa caricia para los que llegan a Grecia después de haber viajado durante meses o años en condiciones inhumanas.

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La parroquia se enriqueció con un coro animado por varios migrantes, la mayoría de origen africano y francófonos que ponen su voz al servicio de todos. Antes también cantaban, en sus países de origen, y esa belleza la han llevado consigo hasta Mitilene. El padre Martin celebra la misa y durante la semana les ayuda en los asuntos más urgentes: asistencia legal, bienes de primera necesidad, compra de billetes para embarcar o cómo tramitar los permisos de residencia. Hay jóvenes que han llegado desde muy lejos y sienten nostalgia de su colegio, su equipo de fútbol o sus amigos. Menores no acompañados, familias que se han separado durante el viaje y no saben cómo volver a reunirse, algunos ancianos, muchas mujeres. «Estar con ellos, con cada uno de ellos, para mí es una gran alegría y un enriquecimiento porque mi fe crece y se ve reforzada. En sus caras puedo reconocer el rostro de Dios cada mañana. La fe en abstracto es poca cosa, con ellos se me hace muy concreta, concretísima». No cree estar haciendo nada excepcional. «A veces todo lo que puedo hacer es escuchar y estar presente con pequeños gestos, como un saludo al salir de misa, pero ese también es uno de los mandatos de Jesús: estar al lado de los indefensos y mostrarles que no están solos, que su vida tiene un valor».