Peregrinación a Trivolzio, 9 de septiembre de 2023 (Foto Antonello Corrado)

Yo soy Tú que me amas

El testimonio de Matteo Monferrino, monje de la Cascinazza, en una peregrinación a Trivolzio, donde se custodia el cuerpo de san Ricardo Pampuri (9 de septiembre de 2023)
Matteo Monferrino

«Yo soy Tú-que-me-haces». ¿Cuándo fue la última vez que fuimos conscientes de este dato? Es evidente que no lo pensamos nunca. A mí siempre me ha ayudado retomar lo que dice san Benito en el capítulo IV de su Regla, donde nos invita a tener presente todos los días ante nuestros ojos la inminencia de la muerte. Cada momento que se nos da en la vida es un regalo. Cada instante podría ser el último. A esto nos reclama san Benito y pudimos verlo de manera dramática ante nuestros ojos durante la pandemia. Una vulnerabilidad a la que no estábamos acostumbrados. También lo experimentamos con la inesperada llamada de mi hermano Quique hace un año. O la de Agostino, el hijo de 5 años de dos grandes amigos. Así se cumplía misteriosamente su vida. Cualquiera de nosotros podría añadir infinidad de provocaciones que la realidad no nos ahorra. Pero son justo esas provocaciones las que nos recuerdan lo urgente que es vivir, el hecho de que este instante, este preciso instante, es único y ya no volverá. ¡Cómo debería urgirnos esta conciencia en nuestras jornadas!

Siempre me impresiona por las noches, después de Completas, en esos últimos instantes antes de dormirme, escuchar en silencio los latidos de mi corazón y darme cuenta de que cada latido es gratis, querido por Otro, y que podría no haber otro latido. Entonces doy gracias por la jornada que se me ha regalado, a pesar de sus contradicciones, y miro con curiosidad y deseo la que se me concederá mañana. Gracias por existir, en definitiva. Nosotros, con todos nuestros esfuerzos y nuestra buena voluntad, no podemos añadir ni un segundo a nuestra vida. Ahí entra la oración. Como dice don Giussani en el capítulo X de El sentido religioso, «la conciencia de uno mismo en su profundidad hasta el punto de encontrarse con Otro».

(Foto Antonello Corrado)

Personalmente, lo único que me permite la gracia de esta conciencia de que hay Uno que nos posee, que nos precede, es el encuentro con Cristo en la carne de la Iglesia. Yo soy Tú-que-me-haces se podría decir también Yo soy Tú-que-me-llamas. Cuando un verano en el Meeting de Rímini, la mujer de la que me había enamorado me invitó a una exposición sobre los monjes de la Cascinazza donde ella colaboraba como guía, no tenía la menor idea de que allí mi vida iba a cambiar radicalmente de rumbo. La exposición no me interesaba inicialmente, me interesaba ella, y por eso fui. Escuchándola hablar me quedé de piedra: la vida monástica que me estaba describiendo no era más que la radicalidad y profundidad de la experiencia que estaba viviendo en la universidad con mis amigos. Era la posibilidad de vivir toda la vida, siempre, delante de una Presencia, que cada gesto, hasta el más escondido, tuviera que ver con Él. Era como vivir siempre bajo Su mirada.

Me impresionó especialmente una frase de don Giussani impresa en uno de los paneles: «La naturaleza de la experiencia que dio vida a la Cascinazza es precisamente el acontecimiento en el mundo de una unidad de hombres que, por la fe y el amor a Cristo, se apasionan por el mundo. Se apasionan por edificar la Iglesia: en lugar de edificarla como una catedral, al igual que en la Edad Media, reconstruyen la Iglesia edificando a la persona». Entonces pensé: toda la vida malgastada en un agujero. O están locos o es que han encontrado el secreto de la vida. El Señor es un pretendiente despiadado, usa todos sus recursos para conquistarte: fui allí por una mujer y salí con vocación monástica.

Este episodio me marcó un método: el método de la vida es al acontecimiento, el imprevisto. Nunca sabes por dónde te saldrá el Señor al acecho. No sirve de nada que hagas una selección previa de las circunstancias en las que estarás más atento, pues todo es para ti: cada jornada, cada hora, cada minuto se convierte en una cita con esa Presencia que te llama. La realidad es Cristo, como decía san Pablo.

(Foto Antonello Corrado)

Con la entrada en el monasterio esto tomó una forma estable, como respuesta dentro de la obediencia estricta a lo que se me pedía a través del superior y los veinte rostros que se me confiaban, con los que me convocaba. Entonces da igual si tienes que limpiar los baños, como en mis primeros años de monasterio, o hacer cerveza, que es mi trabajo actual, pero mañana podría ser otra cosa. Siempre es una llamada dentro de la llamada. La novedad no la da la diferencia de las cosas que haces, sino Él que irrumpe en esa circunstancia. El trabajo dentro del trabajo consiste en llevar el significado de lo que estás haciendo. Los momentos de oración que marcan el ritmo de nuestra jornada son la gracia que nos permite recuperar esta conciencia. Interrumpen el trabajo pero te devuelven su sentido. Solo hay algo que vale más que la vida y es el significado de la vida. Pero el significado de la vida se ha hecho hombre, Jesucristo. Ora et labora. El trabajo se convierte en oración y la oración se convierte en trabajo, donde las restricciones de la clausura –con su aparente repetitividad– saca a la luz qué es lo que te importa de verdad. En el fondo, cada uno tiene su clausura, más o menos estricta.

Yo soy Tú-que-me-haces, soy Tú-que-me-llamas, también podría decirse yo soy Tú-que-me-amas. Cada vez soy más consciente de que la virginidad a la que he sido llamado no es algo para unos pocos, una forma extraña de amar, sino la única. La virginidad está desde el origen, desde el principio. Es esa mirada infinita con que somos mirados en el primer encuentro, como Pedro, Zaqueo o Mateo. No puedo dejar de secundar esa mirada imposible que me sale al encuentro interceptando toda mi necesidad, toda mi espera. De lo contrario me perdería a mí mismo.

Ha habido un hecho irreversible y mi yo está invadido para siempre por esa mirada que llegó a mí a través de rostros concretos. Esta, que es la forma en que somos mirados desde la eternidad, solo se aclara en un encuentro. Si te pasa algo así, ¿cómo no vas a desear poder mirarlo todo así tú también? ¿Cómo no desear que Sus ojos se conviertan en los tuyos? No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Esto no es una técnica. Es imposible de reproducir. Solo puedes mirar así porque tú ya has sido mirado así.

Siempre recordaré la visita de un compañero de instituto, ateo, con el que sigo teniendo una relación preciosa. Cuando ya no podía más me lanzó la fatídica pregunta sobre la castidad. Era lo que más le descuadraba. «Perdona –le dije–, ¿pero recuerdas la primera vez que te enamoraste? ¿Recuerdas cómo la mirabas?». «Claro que sí», me respondió. Su rostro se iluminó: «Me alegraba solo con verla. Ni siquiera me atrevía a dirigirle la palabra, pero me bastaba con que ella estuviera». «¡Exacto! –exclamé–. La virginidad es estar en ese primer momento toda la vida». Lo entendió, vi que lo entendió, porque cuando experimentas esa mirada de pureza una vez, ya no lo olvidas nunca.

La única postura razonable para no perder lo que nos ha pasado es la del mendigo, como testimonia vuestra peregrinación. «Cristo mendigo del corazón del hombre y el corazón del hombre mendigo de Cristo». Como me dijo el padre Sergio antes de mi profesión solemne: «¿Sabes qué hace el Señor contigo en tu profesión monástica? Te constituye para siempre como mendigo de Su presencia».

Yo soy Tú-que-me-haces, no solo porque me das continuamente el ser, porque me sacas de la nada, sino porque me construyes en cada momento a través de todo lo que permites que me pase.