La caritativa en la Casa Amarilla de Kayrós, en la periferia de Milán (Foto Giovanni Dinatolo)

Kayrós. «Un hacer para otros, puro y duro»

Pasamos una noche con los que preparan la cena para unos jóvenes acogidos en una casa de reinserción juvenil. «No somos nosotros quienes les hacemos felices. La única actitud “concreta” es la atención a la persona»
Paola Ronconi

Hay un rasgo común en las casas de Kayrós: no hay cuchillos. Así que si decides hacer risotto con calabaza para los diez habitantes de la Casa Amarilla, tendrás que mondarla y trocearla con el cuchillo de mesa que te presten los de la casa de al lado, donde los tienen de hoja redondeada. Por tanto, la empresa es ardua, pero la seguridad de estos chicos y de los que vienen a cocinar es prioritaria. Estamos en la periferia de Milán. Aquí nació Kayrós con Claudio Burgio. Es una residencia para menores con dificultades dictaminadas por el Tribunal de menores, los Servicios Sociales y las fuerzas del orden. Acoge a jóvenes con procesos penales en curso, en colaboración con el Centro de Justicia juvenil de menores. La Casa Amarilla es que la acoge a los recién llegados, los más jóvenes, pero a veces también a los más rebeldes. Los espacios internos llevan la marca del humor de sus habitantes: en puertas y ventanas se ve la impronta que ha dejado su rabia. En la cocina faltan algunas puertas, un educador pasa con una tapa nueva para el inodoro…

Stefano y Agnese son de la casa. Él doctorando en física, ella profesora de matemáticas. Cada dos semanas vienen a preparar la cena para estos chavales. Desde hace unos años, varios grupos se alternan en Kayrós para cocinar, como caritativa.
Son las siete de la tarde. Antes de encender los fogones, leen El sentido de la caritativa. De pie, apoyados en la encimera de la cocina. «La caridad es la ley del ser y es anterior a cualquier simpatía o conmoción…».
Se asoma algún chaval. Un saludo rápido, una palmada y luego desaparece. «Hacer algo por los demás tiene valor en sí mismo. Podría perfectamente no producirse ningún resultado “concreto”. La única actitud “concreta” para nosotros es la atención a la persona».



«Caridad, atención a la persona», repite Stefano, y comenta: «¿Pero de verdad basta con eso? Según mis parámetros no, el amor necesita un reconocimiento, que el otro lo perciba de algún modo, y que sea correspondido. Si yo te presto atención y tú no te das ni cuenta, me pregunto si no me estaré equivocando en algo. Pero aquí nos enfrentamos constantemente al hecho de que somos invisibles, es raro que entren en relación contigo». Una buena provocación con la que medirse. «Me pregunto qué tienen que ver las noches que paso aquí con mi vida, con mi novia…». Se trata de aprender otra forma de querer: gratuitamente. Una vez Burgio les decía a los que iban allí a hacer caritativa que estos chavales necesitan “normalidad”, gente que les trate de manera “normal”. Porque ellos siempre han vivido en contextos violentos y situaciones dramáticas. Pero no se puede dar por descontado lo que significa “normal”.

«Rara vez nos dan las gracias». Según Agnese, cuando han comido especialmente bien. Una vez Myrko (nombre ficticio), un chico gitano, aceptó cocinar con Stefano. Iban a hacer patatas fritas, pero él echó de una vez todas las que habían cortado y el aceite se enfrió. El resultado fue una papilla amarillenta. Después de cenar, Stefano le dijo: «No es que haya salido delicioso pero, ¿te ha gustado cocinar juntos?». «No, ha sido un asco». Sin embargo, esta respuesta no le sentó mal. Tal vez porque está aprendiendo que «no somos nosotros quienes les hacemos felices», como dice el cuaderno. Es un hacer para otros, puro y duro.

Desde septiembre, Agnese da clase en un instituto conocido por ser una escuela de élite en Milán, con gente muy rica. «Mis alumnos tienen problemas aparentemente distintos de los que viven aquí, pero en el fondo ellos también están solos. Tienen mucho dinero y ropa de marca que a los de Kayrós les encantaría tener, pero también están cansados de vivir». La distancia entre su clase y esta cocina, entre chavales que lo tienen todo y estos que fuera de aquí probablemente no tienen a nadie, supone un reto para ella. «Cuando vengo a la caritativa, al día siguiente me pregunto: ¿qué es lo que he visto? A veces solo rabia. Entonces me pongo delante de mis alumnos con un solo deseo: quiero que esta mañana os encontréis con alguien que os quiere. Por eso preparo la cena en Kayrós. Para aprender esto».

Entra en la cocina Alex, con un tatuaje en cada dedo de la mano y una cruz al lado del ojo. Lleva puesta la capucha, más taciturno de lo habitual. No está demasiado en forma, no juega al fútbol con los demás, pero esa mirada… Sus ojos no cuentan lo que ha visto en su corta vida, pero muestran un abismo que pide a gritos un rescate. Solo un bien exageradamente grande podrá pacificarlo. Se parece un poco a la samaritana, que ya había llenado su cántaro con cinco maridos y ahora probaba con un poco más de agua. Hasta que llegó Él.

Cuentan que una noche «un educador nos dijo: “Para él no hay fiesta, dejadlo”, señalando a Samir, que estaba sentado en un rincón». Ese día un amigo suyo había muerto arrollado por un tren. Stefano le preguntó de todas formas si le apetecía charlar: «¿Acaso te importa?», le contestó. Cuando oyó su «sí», sacó una foto del bolsillo de sus vaqueros. Era su amigo. «Ni una tía buena me levantaría el ánimo». Esa noche Agnese comprendió las palabras del cuaderno: «¿Y si lo que yo les llevo no es lo que de verdad necesitan? Yo no sé qué es lo que necesitan; es una medida que no conozco, es una medida de Dios».

Mientras tanto, el risotto empieza a hervir. Al lado, en otra sartén chisporrotean las salchichas para los que no son musulmanes. Stefano y Agnese también se encargan de preparar la mesa. No hay dos platos iguales, no deben haber acabado muy bien. Una vez sentados, el risotto es muy bien recibido, mientras las conversaciones son de lo más variado. «Tengo que deciros una cosa», interrumpe Stefano poniéndose de pie para hacer anunciar algo: «Le he regalado un anillo a mi novia, ¡me caso!». Felicitaciones y algún que otro aplauso poco convencido. Por los comentarios de los que están al lado se nota que lo de casarse suena muy lejano, no solo por lo jóvenes que son, sino porque es algo tan “normal” que les parece imposible.

Llega la hora de irse. Se montan en el coche para volver a casa. En su cabeza se quedan grabados sus rostros, sus ojos. Se sobrecogen pensando en cada uno de ellos y resuena el eco de algo que les dijo un amigo: «¡Que alguien se enamore de lo que nos hemos enamorado nosotros! Pero para que eso suceda debemos arder de pasión por el hombre, para que Cristo les alcance».