Maria Grazia Zambon en Konya, Turquía

Turquía. «Mis preguntas abiertas entre los escombros»

Misionera desde hace veinte años en Anatolia, Maria Grazia Zambon cuenta cómo ha vivido el terremoto y los que ha visto en las zonas afectadas. «Una catástrofe que ha desvelado la verdad del corazón humano»
Maria Acqua Simi

Cuando empezaron a llegar las primeras noticias del terremoto, Maria Grazia Zambon estaba en Konya, la ciudad turca que visitó san Pablo, uno de los lugares santos del islam místico de los derviches. Allí no se había sentido el movimiento, es una de las zonas afortunadas, así que tardó unas horas en comprender que más de diez provincias turcas habían quedado prácticamente arrasadas. Agarró el teléfono para llamar a sus amigos de Antioquía, pero no obtuvo respuesta.

Es misionera fidei donum en el país de la Media Luna desde hace más de veinte años. En este tiempo ha entablado cientos de relaciones, en ellas piensa al enterarse del temblor. «En 2001 el cardenal Martini me envió a Antioquía, el lugar donde los discípulos de Jesús fueron llamados cristianos por primera vez», recuerda. «Había una pequeña comunidad cristiana que tenía un gran valor porque era un lugar de diálogo con judíos y musulmanes. Tenía 35 años, no conocía el idioma, no sabía mucho de esta tierra y para mí supuso un gran desafío. Me quedé siete años en Antioquía, luego estuve 13 en Ankara».

La capital se sitúa en el corazón de la Anatolia, allí se encontró con una realidad más compleja, más laica y secular. Finalmente, hace un año se trasladó a Konya. Aquí colabora con una parroquia muy pequeña, con menos de cuarenta cristianos. La mayoría son africanos, sirios e iraníes. Todos migrantes que han huido de la guerra y se han quedado bloqueados en Turquía por el infame acuerdo alcanzado entre la UE y Erdogan que retiene a miles de personas desesperadas dentro de las fronteras turcas.

Bomberos entre los escombros en Antioquía (Foto Ansa)

«Mi primera oración fue de hecho por los migrantes, porque la zona de los campamentos donde llevan viviendo ocho años se encontraba justo en la falla», relata. «Los campos de refugiados han quedado destruidos y ni siquiera sabemos cuántos de ellos han muerto. Las cifras oficiales de estas semanas hablan de más de cincuenta mil víctimas entre Siria y Turquía, pero ellos no están en el recuento. Son muertos invisibles. Y pensar que eran personas, familias, que solo estaban esperando a poder volver a Siria o que se abriera algún corredor humanitario a Europa».

Los migrantes que viven en los campos se han dirigido a las ciudades, donde algunas organizaciones estatales y entidades como Cáritas intentan echarles una mano. «Konya es una de esas ciudades. Yo vivo en la casa parroquial de la única iglesia que hay, con el lema de la “espiritualidad de la puerta abierta”, a base de encuentro y escucha. Comparto mi vida con los refugiados cristianos, que son los últimos de los últimos. Son los que más enfadados están con los europeos porque se sienten hermanos suyos en la fe, son perseguidos por su religión y sin embargo no encuentran ninguna apertura».

Por esta razón, cuando de la diócesis de Esmirna llegó la indicación de hacer una recogida de fondos en todas las parroquias para ayudar a los afectados por el terremoto, Maria Grazia dudó. «Nuestra parroquia de Konya es la más pobre entre los pobres, ¿cómo les iba a pedir algo? Por obediencia, ese domingo –el sacerdote no estaba, no viene todas las semanas– al acabar la liturgia de la palabra les señalé un cestillo que había a la salida y, temblando, dije que era por si alguien quería enviar algo a los afectados. Me daba vergüenza pedírselo, así que lo dije muy deprisa. Por la noche, el cestillo estaba lleno. Días después, me enteré de que nuestra parroquia había sido una de las más generosas. Cómo es el corazón humano. ¡Qué ocasión! Los migrantes que Europa no acoge son los que más han abierto su corazón, han dado literalmente todo lo que tenían. Todo. Eso es la fraternidad universal, nada de teorías».

También se ha concretado más su lema de la “espiritualidad de la puerta abierta”. «Me lo han enseñado estas semanas las muchísimas familias turcas que han abierto sus casas a los desplazados sin pedir nada a cambio. Pienso en una familia que ha acogido a diez personas. Económicamente, en Turquía la gente no está bien, pero lo poco que tiene lo comparte».

No es fácil, el dolor es agudo. «Hay heridas que no sé cuándo sanarán». Vuelve a pensar en Antioquía. «Después de los primeros temblores, la zona quedó aislada a causa del mal tiempo, así que la ayuda gubernamental se dirigió a otras ciudades donde resultaba más fácil llegar». Las noticias también iban llegando a trompicones. «Durante días estuvieron fuera del mundo hasta que por fin empezaron a responder a las llamadas pidiendo ayuda, describiendo la situación de emergencia, el drama que estaban viviendo». ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo sobrevivir? Hacía falta agua potable, botas, mantas. Aparte de los desaparecidos, y los muertos.

«Tengo allí una amiga llamada Fatma», sigue contando Maria Grazia. «De pequeña iba a catequesis conmigo, ahora tiene 18 años. Me llamó aterrorizada porque su madre, Maryam, bajo los escombros y me pedía una pala para cavar. Como podéis imaginar, en ese momento no había medios, no había nada. Después de muchas llamadas conseguimos enviar ayuda gracias a la embajada y a los bomberos italianos». La sacaron seis días después del terremoto. Estaba irreconocible. El edificio –que, como la mayor parte de las casas turcas, tenía calefacción de gas– se había incendiado y el fuego los dejó atrapados. «Fatma reconoció el cuerpo de su madre por el bolso que encontraron a su lado. Al abrirlo, sintió su perfume. Me lo contaba llorando y yo estaba a ocho horas en coche, no podía hacer nada por ella, solo rezar».

Maria Grazia habla con un tono seguro y enérgico, propio de quien está acostumbrado a meter las manos en la masa, pero esta vez ha experimentado la impotencia. Una impotencia que, sin embargo, le ha permitido mirar, como nunca antes, al pueblo turco. «Me ha sorprendido este dolor colectivo que enseguida se convirtió en solidaridad», explica. «Es algo sorprendente en este país. Las iglesias semi-derrumbadas han acogido a los desplazados, la parroquia de Mersin ha reunido a muchísimas personas que se han quedado sin casa, y reciben comida de una mezquita cercana». La religión, que a veces divide tanto, se ha convertido en cambio en motivo de unidad impensable. «Algunas de mis amigas de Konya, que no son cristianas, me decían que les había impresionado la ayuda internacional que ha llegado antes que la del gobierno. Decían: “Gente que no tienen nuestra fe, nuestros enemigos, nos están ayudando generosamente, ¿cómo es posible que den la vida por nosotros?”. El terremoto es una catástrofe que ha dejado al desnudo la verdad, ha desvelado la verdad del corazón humano».

Monseñor Paolo Bizzeti, vicario apostólico de Anatolia y presidente de Cáritas Turquía, dijo desde el primer momento que esto podía ser una ocasión o una tentación. «Yo tengo muchas preguntas abiertas», añade Maria Grazia. «¿Por qué Maryam ha muerto? ¿Por qué somos tan frágiles? ¿Cuánto durarán aún los temblores? ¿Cuánto tardaremos en reconstruir las casas y esta humanidad herida? No tengo respuestas, pero rezo sinceramente para que esta sea una ocasión y que el Señor ilumine y guíe con su Espíritu de sabiduría el futuro de cada uno».