Don Pino De Bernardis en Prato Sopralacroce en los años 70

El instante y la cumbre

Las vacaciones con los bachilleres, el primer abrazo y el retraso de uno de los muchos trenes que tomó para ir a verlo… Don Pino De Bernardis, 90 años, cuenta su amistad con don Giussani
Anna Leonardi

El encuentro de don Pino De Bernardis con don Giussani tuvo lugar una tarde de julio de 1964 en un local con las paredes desconchadas por el paso del tiempo y el salitre en una parroquia de Santa Margarita Ligure, donde doscientos chavales se reunían periódicamente todos los veranos. En realidad, don Giussani no estaba en ese local, pero lo que don Pino vio en el diálogo entre esos chavales le hizo quedarse allí hasta el final. En aquella época rondaba los treinta años y llegó allí por curiosidad, pues había oído hablar mucho de la vivacidad de esos chavales en la costa. Al salir se acercó a una chica que había intervenido: «Señorita, ¿quién os educa de esa manera?». «Don Giussani», respondió ella. Era la primera vez que oía ese nombre, así que volvió a preguntar: «¿Dónde vive?».

Al día siguiente el sacerdote se subió a un tren con destino a Milán. En el bolsillo llevaba una tarjeta con una dirección: via Martinengo 12. Al llegar, llamó al portero y don Giussani le abrió. «Nada más presentarme me dio un abrazo. Sin más». Allí se creó un vínculo que duraría toda la vida. Don Pino había conocido la fe en casa, entre los brazos de sus padres, que luego maduró en el seminario. Pero la compañía de ese rostro fue la posibilidad de profundizar en las razones de lo que le había fascinado del cristianismo.

La intuición de la vocación asomó por primera vez en su corazón a los once años. También en esa ocasión fue la pregunta «¿dónde vives?» lo que abrió ante él un nuevo camino. Era el final del verano, una excursión con la parroquia. Mientras el funicular subía al santuario de Montallegro, en Génova, se puso a charlar con el chico que iba a su lado. «Era algo mayor que yo y nació una simpatía inmediata. Los ojos le ardían de vida. Recuerdo perfectamente que pensé: “A este, Jesús debe quererlo mucho”. Porque Jesús solo desea –aunque esto lo he aprendido con el tiempo– que todos los hombres renueven su gusto por la vida. Así que le pregunté dónde vivía y me respondió: “En el seminario de Chiavari”. Esa noche en la cena, delante de mis siete hermanos, dije a mis padres: “El 10 de septiembre empieza el curso, pero yo quiero ir al seminario”. Mi padre se entusiasmó: “¡Estupendo! Pero aún eres pequeño, acaba primaria y espera al liceo”. Pero yo me mantuve inamovible: “No, el día 10”».

Con don Giussani durante una peregrinación a Savona en 1983

El seminario fue duro. Se pasaba frío, no solo por la temperatura en las habitaciones. «Querían educarnos en una ascesis monástica. Estuve tres años llorando. Pero en mí vencía la memoria de los rostros que había visto, sobre todo en mi familia. Si habían aceptado mi deseo, era porque creían que el seminario podía ser mi camino. El camino para gustar más de la vida».

Estuvo en Chiavari 13 años, hasta la ordenación. Luego le enviaron como párroco auxiliar en Portofino, «el Paraíso en la tierra después del pecado original», como él lo llama. Eran los años de la “dolce vita” en un rincón que era destino exclusivo para los yates de las estrellas de Hollywood. «Conocí a Liz Taylor, Richard Burton, Clark Gable, Rita Hayworth… Apenas tenía 24 años y por las tardes bajaba a la plaza a tomar algo con ellos. Me fascinaba su vivacidad, lo tenían todo, pero veía que su humanidad se apagaba porque no buscaban un destino sino un islote donde estar tranquilos. Me dolía saber que Cristo les estaba abrazando y ellos no se daban cuenta». Aparte de las estrellas de cine, don Pino se hizo amigo de muchos jóvenes del lugar que trabajaban en las barcas. Todas las tardes le veían salir corriendo a las 17:30 para ir a la iglesia. «¿Dónde vas?», le preguntaban siempre. Él, que tenía que ir a decir misa, respondía con evasivas: «He quedado». Hasta que alguien se atrevió a preguntar más: «¿Con quién?». «Venid a verlo». A raíz de esa invitación nació el primer grupo de jóvenes que unos años más tarde iría con don Pino a conocer a don Giussani.

«Desde nuestro primer encuentro en Milán, Giussani me pidió participar en todo: reuniones, équipe, consejos nacionales. Pero en realidad lo que me pedía era participar en una comunión con él. Yo solo deseaba “estar”, porque dentro de esa relación veía cada vez más claro el motivo por el que Dios me había dado la vida y la vocación. La mirada de Giussani no me tranquilizaba, al contrario… pero yo estaba bien, conmigo mismo y con los demás, porque vivía con la certeza de una presencia que no me perdía de vista». Desde el seminario, seguía la indicación de acabar la jornada haciendo examen de conciencia y escribir todas las veces que había faltado a su propósito. «Con Giussani comprendí que Jesús no hace balance, que en Su mirada llena de amor me abrazaba con todos mis talentos, defectos y pecados. Fue así como se introdujo en mí otra manera de leer las partituras de la vida. Ya no estaba bloqueado por lo que era». Ese florecimiento coincidió en el tiempo con el nacimiento de la comunidad de CL en Liguria y toda una serie de amistades, gestos e iniciativas. «Surgió sin tener la intención de “hacer” el movimiento, solo me interesaba que se regenerara la misma vida que se había regenerado en mí. Al llegar a Chiavari, empecé a dar clase en un liceo clásico, donde intentaba mirar a los chavales, no desde las alturas de los objetivos académicos, sino exactamente igual que me miraba Giussani, dando gracias a Dios por haberme hecho amigo suyo». Permanecerá cuarenta años entre pupitres, asumiendo también la tarea de responsable de la delegación escolar y universitaria de la diócesis.

De las numerosas visitas de Giussani a Liguria, don Pino recuerda sobre todo una mirada llena de positividad. «Solo venía para vernos. Delante de las dificultades, nunca se dedicaba a analizar la situación, nada de moralismo. Me llamaba la atención porque no pretendía de los demás lo que Dios le pedía a él. No se imponía. Su presencia favorecía la entrega total de cada uno en su relación con Jesús, pero dejaba que el “cómo” lo establecieran las circunstancias, la vida. De hecho, el movimiento empezó a crecer allí donde había gente que decía “sí” personalmente». Piensa en la experiencia de Prato Sopralacroce, un pueblecito del interior que el obispo le encomendó en 1967 y donde muchos jóvenes del movimiento empezaron una caritativa de apoyo escolar, dando un nuevo impulso a la vida de la parroquia, proponiendo también el gesto de la Escuela de comunidad.

Uno de sus últimos encuentros con Giussani tuvo lugar durante el Consejo Nacional de CL en Milán. El tren de Chiavari se retrasó más de una hora. Don Pino entró en la sala de reuniones enrojecido. «A ambos nos importaba mucho la puntualidad. Yo era extremadamente escrupuloso y la estima que sentía por él me infundía temor, no por lo que pudiera decirme, sino porque me disgustaba defraudarlo». Y Giussani pareció darse cuenta de lo que agitaba su alma. «Lo paró todo y me dijo: “Don Pino, mira que Jesús no está pendiente de tu reloj. Él sigue enamorado de tu corazón”. Lo que para mí era una indecorosa hora de retraso, para él fue la ocasión de ir hasta el fondo de lo que me estaba pasando». En esas palabras resuena también algo que don Pino vio hacer a Giussani durante toda su vida. «La genialidad del santo no está en su empeño, que afecta más bien a las consecuencias, sino en una mirada llena de vida, de una inteligencia de la vida que le hace pasar de un detalle al todo, al significado. Y a ese entusiasmo por “llevar dentro a Dios”, como decían los griegos, no hay quien se resista». Ni siquiera ahora, que ha llegado a los 90 años. El tiempo pasa y, aunque debilite los recuerdos, no hace otra cosa que renovar ese primer encuentro. «Lo que cuenta no es la edad, sino el instante. Giussani se fumaba un cigarro o admiraba la cima del Piz Boè con la misma intensidad. Nada era banal a sus ojos. Gracias a él, yo también puedo vivir y amar este “ahora”».