Giovanni "Felice" Iovinella

Nápoles. La obra y los escombros del corazón

Arquitecto comprometido desde hace años en un taller de construcción con los chavales de la cárcel de menores de Nisida, Giovanni –al que todos llaman Felice– ha contado su historia en el Equipe de profesores y bachilleres
Giovanni Iovinella

Quiero dar las gracias a los que me han pedido que os hable de mi experiencia con los jóvenes de la cárcel de menores de Nisida, en Nápoles, lo que me obliga inevitablemente a contar ciertos aspectos de mi vida. Siempre es algo útil porque el problema de la vida es si tiene un significado que yo, que cada uno de nosotros, pueda reconocer. Ese significado se hace evidente en ciertos momentos, en hechos que nos muestran con más claridad que la vida tiene sentido, que vale la pena vivirla, porque mientras vivimos nos descubrimos amados.

Nací en una familia sencilla. Mis padres se casaron ya mayores y por eso es ciertamente un milagro que yo exista. Perdí a mi padre cuando tenía cuatro años, por lo que mi madre, que había dejado su trabajo para cuidarnos a mí y a él, se quedó en una situación muy complicada. Con el paso de los años, me contó que muchos amigos y familiares le aconsejaron que me enviara a un internado para poder pensar más en sí misma y verme crecer bien, de modo que pudiera incluso volver a casarse y rehacer una vida más tranquila, sin tanto “peso”. Pero ella no hizo nada de eso, a pesar de que su vida no era nada fácil.
Aunque estudiaba muy poco (lo justo para no suspender), sacaba unas notas brillantes. Omito algunos detalles que la hacían sufrir mucho, pero recuerdo perfectamente cuando se dio cuenta de que había llegado al límite y decidió hablar con uno de mis profesores, que era muy amigo de mi padre, y me puso en sus manos. La amistad con este profesor enseguida abrió de par en par las puertas a una amistad más grande que, gracias a Dios, aún continúa hoy. A él tampoco le poníamos las cosas fáciles, aunque el peor del grupo no era yo, y no lo digo por justificarme, sino mi amigo Pepe. Que, para decirlo todo, acabó en la policía y hoy trabaja como inspector…
¿Por qué hago esta premisa? Porque ya entonces miraba a mi madre, cómo vivía, y me surgía la pregunta: «¿Qué sostiene su vida?». Ponerme en manos de sus amigos fue la clave para poder recuperar una relación más verdadera conmigo.

La isla de Nisida (©Unsplash/Mario Esposito)

¿Qué sostiene nuestra vida? La vida se entiende viviendo, pero las cosas nos sobrepasan, por lo que hay que entender bien qué es lo que la sostiene, qué puede llenarla de alegría, aun con las dificultades que atravesamos. ¿Hay algo que nos ayude? ¿Existe una roca sobre la que apoyar nuestra vida?

Llevo diez años yendo a la prisión de Nisida. Nisida es una isla pequeña y preciosa que en los años 40 estaba unida a tierra firme a través de un embarcadero. Alberga una cárcel de menores donde yo coordino un taller de construcción para que los chavales aprendan albañilería, motivo por el cual quisimos instalar una obra de verdad. Al principio tuvimos un montón de problemas. Como estaba acostumbrado a las obras normales, todas las mañanas iba con mucha desgana –me parecía una pérdida de tiempo– a buscar las herramientas necesarias para trabajar, contarlas y al terminar volver a contarlas de nuevo, registrando a los chavales de uno en uno. Según iban pasando los días, los agentes que se encargaban de esto me pedían que prestara mucha atención y que tuviéramos mucho cuidado, lo que me provocó una fijación en que las herramientas estuvieran siempre en buen estado y los chavales no se hicieran daño.

Por las mañanas, al entrar en la cárcel y recorrer a pie el camino hacia la zona de obra, iba rezando y pidiendo a Jesús que no pasara nada: que los chicos estuvieran tranquilos, que utilizaran las herramientas para trabajar y no para hacerse daño… Pero a medida que pasaban los días, me daba cuenta de que mis peticiones, aunque eran justas, no eran adecuadas.

Un día pasó algo. La primera parte del trabajo consistía en quitar de las paredes el yeso que se había deteriorado y los chicos se divertían muchísimo con los martillos rompiéndolo todo. Hasta que después de la destrucción, llegó el momento de reconstruir. Me di cuenta de que no todos los chavales estaban participando, de hecho muchos retrocedieron en realidad. Otros, en cambio, se dedicaban a ello con ganas. Entre los desertores había un chaval extranjero, un pirata. Un auténtico pirata, de los que asaltan las naves… Siempre estaba apartado. Como me habían pedido que tuviera mucho cuidado con él, le pedí que intentara enyesar. Para complacerme, agarró la paleta y lo intentó pero, como no le salió bien, volvió a apartarse. Entonces le pedí a otro chico que le animara a participar. Este le llamó, le dijo que se acercara, le tomó literalmente de la mano y se puso a ayudarlo, acompañándolo paso a paso, mientras le animaba. Yo miraba desde lejos la escena. Al rato, el pirata me llamó para enseñarme lo que había aprendido. Este episodio fue clave para que yo siguiera adelante con esta experiencia. En el fondo, todos somos así. Yo soy así. Cuando tengo que demoler algo, estoy súper dispuesto; cuando se trata de reconstruir y prestar más atención, tiendo a renunciar. Pero renuncio si no llega una mano que aferre la mía y me diga: «No te preocupes, podemos ayudarte».
Desde entonces, por las mañanas, cuando entro en la cárcel para estar con estos chicos, rezo para que no se hagan daño (faltaría más) pero también para ver la mano que se me ofrece para afrontar el trabajo y la vida. De modo que rezo por ellos y por mí.

Otra cuestión interesante que he aprendido en mi relación con los jóvenes de Nisida es la concepción del tiempo y el espacio, algo que para un arquitecto es especialmente desafiante. Ha sido un descubrimiento. Estos chicos tienen muy presente el pasado, es la única dimensión del tiempo que poseen realmente. El presente, en cambio, es el “no-tiempo” de la cárcel que, aunque está lleno de actividades, encuentros e iniciativas, coincide con los meses y años que desean que pasen lo más rápido posible. Mientras que el futuro solo tiene que ver con el momento de la vuelta a la libertad y, por tanto, el culmen de su felicidad.

En el fondo, a nosotros nos pasa lo mismo. Muchas veces limitamos el pasado a los momentos más bellos de nuestra vida, a nuestros mejores recuerdos, que tarde o temprano nos imprimen un velo de tristeza y poco más. En cambio, vivimos el presente solo en función del futuro, lo cual en sí no está mal, pero nos lleva a saltar por encima del presente, que se convierte en un no-lugar y un no-tiempo.
Afrontar el discurso sobre el futuro, para los chavales de Nisida igual que para nosotros, supone aceptar un desafío ahora. Una mano que se me da ahora. Siempre les digo que el tiempo que pasamos juntos en Nisida es algo que nadie podrá quitarnos nunca, porque nos ayuda a recuperar el tiempo pasado y hasta los errores que hayamos cometido. Aferrar la mano que Alguien nos ofrece ahora, nos puede ayudar a estar un poco más seguros de que no estamos solos en medio de las fatigas de la vida.

Suele pasar, sobre todo durante las visitas, que compiten por contar quién ha hecho una pared, un alféizar o un pavimento de cemento. Están acostumbrados a vivir en lugares a los que nadie debe acceder y verlos tan orgullosos de haber construido algo bonito supone una semilla indestructible de esperanza.

Con ocasión de la visita a Nisida del presidente de la república italiana, Sergio Mattarella, como no podía bajar hasta nuestra obra, nos pidió que preparáramos unos paneles con fotos de nuestro trabajo. Le pedí a los chicos que eligieran algunas imágenes y que escribieran una frase para describirlas. Uno de ellos puso: «Aquí no duermo, no hay sofás, solo escombros que tenemos que sacar para dar nueva vida a los espacios. Me gusta eso de devolver la vida a algo, hoy son las paredes y los suelos, mañana tal vez me toque a mí».

¿Qué aprendo estando con estos chicos? A ser feliz porque hay Alguien que, a través de otro “alguien”, me llama por mi nombre y me ayuda a sacar escombros de mi corazón. ¿Qué es lo que deseo? Que no me abandone nunca.