Dieudonné Nzapalainga con el papa Francisco en Bangui, noviembre 2015 (Foto: © Gianluigi Guercia/AFP/Getty Images)

República Centroafricana. Mi paz

Dieudonné Nzapalainga, joven cardenal de la República Centroafricana, famoso en todo el mundo por su labor en medio de la guerra, será uno de los protagonistas del Meeting de Rímini
Luca Fiore

Un domingo por la mañana, un grupo de 25 rebeldes de la Seleka llamó a la puerta del arzobispado de Bangui, capital de la República Centroafricana. La ciudad vivía presa del pánico. Todos los que podían salían huyendo para ponerse a salvo. El arzobispo en persona los recibió. Iban armados con fusiles y lanzagranadas. «Soy el arzobispo Dieudonné Nzapalainga. Mi tarea consiste en hablar de Dios y predicar la paz. Eso es lo que hago en este país, tanto con vuestros responsables como con vuestros enemigos. Ahora habéis tomado el poder. Tenéis lo que queríais. No sé por qué habéis venido». Habría bastado una ráfaga de kalashnikov y todo habría acabado. Entonces se dio cuenta de que uno de ellos llevaba puesto un gris-gris, el amuleto típico de los musulmanes. El prelado se puso a hurgar en su bolsillo y sacó un rosario. «Mira amigo, este es mi gris-gris. Entre el tuyo y el mío, ¿alguien puede decir cuál es más fuerte?». Volvió a guardar el rosario en el bolsillo y dijo: «Esta es la casa de Dios. No quiero que haya derramamiento de sangre. Ahora os pido que os vayáis. ¡Salid! ¡Fuera todos!». Y se marcharon. Dieudonné Nzapalainga, que nació en la República Centroafricana hace 55 años, es un hombre capaz de sacar lo mejor de los comandos rebeldes.
Era el año 2013, desde entonces ha recibido la púrpura de manos del papa Francisco, convirtiéndose en el miembro más joven del colegio cardenalicio. Nació en una familia muy pobre y siendo casi un niño entró en el seminario de la Congregación del Espíritu Santo. En 2009 le nombraron administrador apostólico de la diócesis de Bangui, cuyos representantes habían sido cesados por el Vaticano tras varios escándalos. Su nombre se hizo famoso en todo el mundo cuando, junto al imán y el pastor protestante de la capital centroafricana, invitó al Papa a visitar el país. Y Francisco, sorprendentemente, aceptó. Uno de los viajes inolvidables de este pontificado.

Religioso, obispo, cardenal, hombre de paz y de ecumenismo. ¿Quién es Dieudonné Nzapalainga?
Soy un pobre, hijo de pobres, nacido y criado en un país pobre. Sobre mí, igual que sobre la Virgen, Dios posó su mirada. Mi nombre lleva impresa esta mirada dos veces: Dieudonné significa en francés “don de Dios”, y Nzapalainga quiere decir en sango, nuestra lengua, “solo Dios lo sabe”, una frase que mi padre repetía a todos los que le preguntaban cómo había muerto su hijo pequeño antes de que yo naciera.

Un nombre comprometido.
Sí, pero también una gran razón para ser feliz porque yo encuentro la felicidad en Dios, que me ha dado todo lo que tengo.

Su último libro se titula Mi lucha por la paz. ¿Qué quiere decir?
Cuando vienes de un país en guerra, lo comprendes mejor. Para mí, la paz es algo que brota de la vida de Dios y nos llega a los creyentes mediante su Hijo. «Mi paz os dejo, mi paz os doy», dice Jesús. Pero lo dice después de pasar por la gran prueba de la cruz. Quien es amigo suyo y goza de su amor está llamado a amar también él y a ser razón de paz interior para otros. La comunión nace de vivir de su Presencia. Cuando nos separamos de Él, la paz decae. Y empieza la guerra.

Tal como lo describe, paz y guerra no van necesariamente unidas al uso de las armas.
Así es, un país que no está en guerra también puede romperse. El diablo causa división. Ser diferentes es un bien, pero llega un momento en que hay que negociar, llegar a un compromiso entre las diversas partes. De otro modo se corre el riesgo de caer en el vacío. Hay que unir el corazón y la inteligencia, pero eso es imposible sin mirarse a la cara y decirse la verdad. Solo así es posible que no prevalezca el interés particular, sino el bien común. Las armas destruyen y matan, pero las palabras y los gestos también pueden alejar la paz. Por eso hace falta un proceso educativo, para aprender a colaborar con el otro en lugar de intentar aplastarlo. Y también se aplasta al otro con las ideas: este es mi punto de vista y vale más que el de los demás. La tentación es usar medios violentos para imponer lo que me parece justo, pero hasta del más pequeño puede venir algo bueno. Hay que aprender a escuchar y ser capaces de ver y valorar lo bueno que hay en el que es diferente. Esto vale para lo que pasa en una familia, en una comunidad o en un país entero.

El cardenal con el pastor Nicolas Guerekoyame-Gbangou (centro) y el imán Omar Kobine Layama (Foto: © Florent Vergnes/AFP/Getty Images)

Dice que la paz se construye sobre la verdad y mediante el compromiso, ¿se pueden alcanzar compromisos sobre la verdad?
Depende de lo que entendamos por “verdad”. ¿Quién soy yo para decir “yo vivo en la verdad, el otro vive en la mentira”? El sentido común es lo que permite que los distintos se entiendan. De lo contrario domina la ley del más fuerte. Sin embargo, de alguien que es diferente a mí puede surgir una idea maravillosa que ilumine la situación. El Espíritu sopla donde quiere y a nosotros nos toca seguirlo. Cuando hablo de “compromiso” lo entiendo en sentido positivo: lo que permite alcanzar el bien común. Pero también digo que la verdad está antes que todo lo demás. Y para mí la verdad es Cristo. Él es quien me permite entrar en relación, corregirme, identificarme con las razones del otro. De otro modo no vivo en la verdad sino que intento imponer mi punto di vista.

Para conseguir la paz, ¿por qué ha sido necesario colaborar con los líderes de las demás religiones?
Antes hablaba del sentido común, el que comparto con todos. Todos tienen la capacidad de la inteligencia. No creo que el Espíritu Santo sea monopolio nuestro. Sopla en el corazón y en la mente de quien busca la verdad. Por eso puedo aprender del imán o del pastor protestante. Es Dios quien ilumina las mentes. Cuando en 2013 estalló la guerra y parecía que se quería usar la religión para justificar la violencia, el imán Omar Kobine Layama, el pastor Nicolas Guerekoyame-Gbangou y yo nos sentamos en torno a una mesa y dijimos: debemos salvar las vidas de todos. Viajamos por todo el país intentando recordar que la guerra nunca puede justificarse con razones religiosas.

Al final se hicieron grandes amigos. ¿Qué ha aprendido del imán Omar y del pastor Nicolas?
Del imán he aprendido su gran sencillez. Hubo un momento en que tuve que ayudarle a abandonar su casa, que ya no era un lugar seguro. Fui a recogerlo a toda prisa para llevarlo al arzobispado. En el momento de subir al coche, me di cuenta de que no traía nada consigo. Le dije: «Llévese algo, no sabemos cuánto durará». Volvió a entrar y salió con el Corán y la alfombra para la oración. Eso era lo que necesitaba para vivir. A los pocos días, su casa fue saqueada y destruida. Por su parte, del pastor he aprendido a escuchar a las bases, a decidir teniendo en cuenta las exigencias de la comunidad. Es algo a lo que los obispos católicos no estamos muy acostumbrados.

Antes de la guerra tuvo que gestionar una grave crisis en su diócesis. Como cuenta en su libro, aquello también era un campo de batalla. ¿Qué ayuda a la unidad en la comunidad cristiana?
Al venir al mundo, Jesús eligió a hombres con sus límites y sus pecados. En su último discurso, la oración sacerdotal, dice: «Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado para que sean uno como nosotros». Sabía que la unidad no sería automática, que habría divisiones. Por eso rezaba. La oración tiene la fuerza de unir los corazones. Por tanto, es importante que los amigos de Dios, cuando se reúnen, pongan la oración en el centro de su tarea, pidiendo el don de la unidad. Lo que intentamos hacer lo encomendamos y la última palabra es Suya, es Él quien puede tocar los corazones y cambiarlos. El pastor es como un padre y una madre que esperan el cambio del hijo. Es un gran trabajo y hasta Cristo tuvo que rezar al Padre para que eso sucediera.

Usted ha arriesgado su vida en su misión. En su autobiografía, repite varias veces: «Aún no había llegado mi hora».
Jesús tuvo una gran determinación y libertad al salir al encuentro de su destino y entregar su vida, su cuerpo, por la salvación de todos los hombres. Él da su vida porque ama. El amor es apertura, es don al otro. Muchas veces he sentido miedo. He estado en lugares de los que no sabía si regresaría. Mi madre me llamaba y me pedía que no fuera. Me transmitía su miedo. Un día le dije que no me llamara más y que se limitara a rezar. Aquello fue un punto de liberación, tanto para mí como para ella. Porque mi misión es el don de sí, es la misión del amor y cuando uno está lleno de este deseo de amor, avanza con lucidez y determinación. Cristo venció a la muerte, la vida no acaba con la muerte. Esta es la verdad que deseo anunciar a todos. Me siento como Pedro caminando sobre las aguas para ir hacia Jesús. Cuando deja de mirarlo, empieza a hundirse. Mantengo la mirada fija en Cristo, eso es lo que me da coraje, fuerza y dinamismo para ir hacia adelante. Solo soy un instrumento en manos de Dios para la salvación de los hombres.