Simona Carobene (a la izq.) y Liliana, refugiada ucraniana su colaboradora

Rumanía. Yo te miro

Conchita que llega dispuesta a cocinar para todos, Liliana que conduce la furgoneta para entrar en Odessa, Roman y la esperanza para sus hijos… Esto es lo que vio Simona Carobene en una localidad fronteriza entre Rumanía y Ucrania (de Huellas de mayo)
Anna Leonardi

Al salir de viaje en dirección a Siret, una localidad fronteriza entre Rumanía y Ucrania, Simona Carobene tenía en mente un pequeño suceso que le había contado una amiga de allí. La noche del 24 de febrero, varias mujeres de la zona se pusieron en camino bajo un frío gélido, cargadas de hornillos y cacerolas para preparar un caldo caliente. Ante el inmenso éxodo que estaba a punto de comenzar, ese pequeño gesto la conmovió y confortó. Cinco días después, decidió partir con algunos de sus compañeros de FDP, una asociación benéfica que presta sus servicios a jóvenes en riesgo de exclusión en Bucarest para ver cómo echar una mano en esa zona tan afectada. Durante las diez horas que duró el trayecto en coche sucedió algo que le impactó. «Entre las muchas llamadas que no dejábamos de recibir, apareció una mujer de Jarkov. No la conocía, llegó hasta mí por una serie de conocidos. Lloraba sin parar y me suplicaba que le hiciera llegar dos chalecos antibalas para ella y su marido», cuenta Simona. «Ante la imposibilidad de ayudarla, de golpe entendí toda la tragedia de lo que estaba sucediendo. Pensé: “Es una guerra, ¿dónde queremos ir? ¿Qué ayuda podemos ofrecer realmente?”». Esas preguntas la despertaron y se fueron abriendo paso en ella a medida que se acercaba a su destino. Preguntas que cambiaron el sentido de su viaje. Y de todo lo que vino después.

Una vez en Siret, Simona y sus compañeros recorrieron los tres últimos kilómetros a pie. Entre el viento y la nieve, vislumbraron las primeras tiendas, donde varios hombres preparaban una ciorba, una sopa típica rumana, para una fila interminable de personas. «Era una nimiedad, totalmente desproporcionado en comparación con lo que estaba pasando. Pero era tan concreto que deseé poder dar y recibir con esa misma ternura». Recuerda que dijo a sus compañeros: «Tal vez baste una sopa». Pocas palabras que equivalen a un “sí”, a una disponibilidad que la conquistó antes que cualquier otro proyecto o análisis. En los días siguientes, Simona y sus amigos pasaron por varias asociaciones de voluntariado para evaluar el tipo de ayuda que podían ofrecer. «Enseguida nos dimos cuenta de que las necesidades no eran como habíamos pensado. No faltaba comida ni ropa, pero hacían mucha falta tarjetas telefónicas, gasolina e intérpretes», explica. «Eso también nos ayudó a cambiar porque una necesidad concreta no la puedes prever, la tienes que conocer. Aun en medio del caos, no debíamos dejar que primara el ímpetu de decir “yo te ayudo” sino “yo te miro”».

Lo comprendió perfectamente cuando conoció a Florin, responsable de los polideportivos de Galati, al este de Rumanía, otro punto neurálgico marcado por el paso de refugiados ucranianos. Florin transformó el gimnasio, la pista de baloncesto y la de patinaje en dormitorios. Durante las primeras semanas del conflicto acogía a 300 personas al día y estaba en pie hasta las tres de la madrugada para dar una cama hasta el último coletazo de gente que llegara. Luego, a las cinco de la mañana, empezaba a servir desayunos para los que tenían que continuar su trayecto. Florin llevaba allí dentro más de un mes. Cuando Simona le preguntó qué necesitaba, respondió: «No me gusta que tengan que dormir con sábanas usadas, pero no consigo lavar tantas en 24 horas». «Tienes razón», respondió Simona, y se puso a hacer varias llamadas. En menos de una semana, se presentó en la puerta del polideportivo el hermano de Simona con una furgoneta cargada con 12.000 sábanas de usar y tirar. «Florin estaba conmovido, pero yo más, porque salir al encuentro de la necesidad siempre te da la posibilidad de percibir destellos de belleza y amor a borbotones».

Le pasó igual con Conchita, una amiga de Palermo que un día la llamó por teléfono: «Quiero ir a ayudar». Simona intentó sondear la cuestión, pues le parecía un ímpetu poco realista. «Ni siquiera conoces el idioma». Al cabo de unos días se enteró de que los padres carmelitas habían abierto su monasterio, cerca de Bucarest, para acoger a los refugiados. «Conchita, si puedes, necesitan una cocinera». «Claro, pido vacaciones y en un par de días estoy ahí. Me llevo a una amiga para que me eche una mano». Se quedó tres semanas, preparando la comida y la cena de unas ochenta personas, la mayoría madres con niños. Pasaba su tiempo libre estando con ellos. Hablaban usando el traductor del móvil, intercambiando recetas y contándose la vida. Una noche, después de cenar, en el gran salón del monasterio, Conchita se sentó al piano. A su lado, su hija Rebeca, de 21 años, entonaba canciones de la tradición popular italiana, como ‘O sole mio o Volare. Las mujeres ucranianas, que conocían perfectamente las melodías, cantaban en su idioma. Los niños bailaban y daban palmas, mientras alguno se enjugaba las lágrimas de emoción. «Una fiesta dentro de la guerra», cuenta Simona. «Lo último que me habría podido imaginar en un momento tan dramático. Allí volví a ver cómo está hecho nuestro corazón. Nada puede con él. Es indomable; aun en medio de una guerra, busca el bien».

Tras dos meses de conflicto, la intensidad del flujo de gente que entra en Rumanía parece disminuir y el trabajo del equipo de Simona tiene que adaptarse, tratando de entender qué es lo más útil y sostenible a medio y largo plazo. «Como aún no sabemos qué pasará, todavía debemos estar atentos y ser flexibles. La realidad cambia cada día, pero no podemos dedicarnos solo a la emergencia y salir corriendo a todas partes. Es de gran ayuda poder mirar a la gente y dejarse interpelar por las cosas que pasan para ver si de ahí puede nacer algo más estructurado». Eso lo aprendió Isaccea, un pueblo de 5.000 almas, único punto de entrada de Rumanía en la región de Odessa. En los días de mayor afluencia, el pequeño ayuntamiento acogió hasta 3.000 refugiados al día. Pero este tipo de asistencia ya no es sostenible. Tampoco hay recursos suficientes para atender a las cincuenta personas ucranianas que se han asentado en el pueblo. «El alcalde nos preguntó si podíamos echar una mano», cuenta Simona. «Aparte de los refugiados, no sabía cómo llevar adelante un proyecto del Programa Mundial de Alimentos que pidió al ayuntamiento un almacén de apoyo para enviar comida y medicinas a Odessa». Después de una cuidadosa evaluación, encontraron fondos y recursos gracias a la ONG española CESAL. «Contratamos a cinco mujeres en Isaccea. Una de ellas, Liliana, habla varios idiomas y en su país trabajaba en una ONG. Tenía el perfil idóneo para coordinar el proyecto». Estas mujeres son ahora el único puente con una zona de Ucrania que empieza a sufrir mucho la falta de comida y fármacos. Ellas conocen muy bien la situación al otro lado de la frontera. Liliana conoce a varias personas diabéticas que a veces han estado a punto de no conseguir insulina. Por eso agradece tanto cada vez que puede entrar en su país con el material necesario. Tampoco le da miedo conducir la furgoneta. «Pero cuando vuelve a Isaccea, se le nota en la cara el peso de dolor que trae. Para mí, ese es un punto de inflexión porque no puedo lanzarme a organizar proyectos sin ponerme antes delante de esta mujer, del sufrimiento que nos trae cada vez que vuelve de Ucrania».

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Esa es la postura que Simona deseaba para sí desde las primeras horas de su llegada a Siret, cuando su atención quedó imantada por un refugiado que acababa de llegar. «Lo veía moviéndose entre los voluntarios, echando una mano a todos, aprovechando que conocía el idioma». Durante una pausa, se acercó a él. Se llama Roman, tiene 40 años y pudo salir porque tiene cinco hijos pequeños. Vendió todas las mercancías que tenía en Ucrania como comerciante. Una parte de su familia vive en Polonia y otra, en Estados Unidos. «¿Por qué no te vas con ellos?», le preguntó Simona. «Quiero ayudar aquí, hace mucha falta. Mi mujer y yo tenemos la suerte de estar juntos, ya habrá tiempo para proyectos. Hemos decidido permanecer delante de lo que está sucediendo». Mientras le ayuda a separar las bolsas de basura, Simona le pregunta: «Pero Roman, tus hijos son muy pequeños, ¿qué esperanza tienen aquí?». Él se para y la mira con sus ojos claros, donde de pronto se vislumbra algo inexpugnable: «Mi esperanza para ellos, desde que vinieron al mundo, es que nuestra vida es eterna».