Novicios y profesos del convento de Bangui con una foto de los inicios de la misión, en 1972.

Confesiones desde la sabana

«Padre, si no conozco a Dios, ¿cuándo seré hombre?». En una pregunta, el sentido de cincuenta años de misión carmelita en República Centroafricana. Hablamos con el padre Carlo Cencio
Davide Perillo

Polvo y sol. Y un cielo azul intenso, como siempre. Pero aquel día la carretera hacia Baoro estaba bloqueada. El padre Carlo se encontró delante de una fila de chavales agarrados de la mano. Tocó el claxon, dio gritos. «Nada. Allí seguían, riéndose. Me di cuenta de que era cosa del alcalde del pueblo y le llamé». El hombre se acercó al cura y empezó una extraña conversación, en la que más o menos venía a decir: usted va a todas partes, pero aquí nunca para, ¿por qué? «Yo respondí: “Voy donde me llaman, si queréis también puedo parar aquí. Pero con la condición de que construyáis una capilla”». «En tres días estará». No contaban con el curandero del lugar, que estaba en contra.

El padre Carlo pasó por aquella carretera durante más de un año hasta que volvió a encontrarse con la misma escena: una fila de niños bloqueando el paso. «Pero esta vez casi me tiran del jeep: “¡Venga a ver la iglesia!”». Era cierto. Una capilla de paja y madera con unos bancos, la mesita del altar... «¿Ha visto? La hemos hecho». Todo el pueblo se reunió alrededor. «Los miré y dije en torno de broma: “Muy bien. Pero os ha llevado bastante tiempo, no parece que el buen Dios os interese demasiado…”». Fue entonces cuando Carlo Cencio, nacido en 1937, carmelita descalzo misionero en República Centroafricana, oyó una de esas frases que te dan un vuelco instantáneo. «Desde el fondo, un anciano levantó la mano y dijo: “Padre, si no conozco a Dios, ¿cuándo seré hombre?”».

Al fin y al cabo, todo el sentido de la misión residía ahí. «Me quedé de piedra. Un pagano analfabeto me estaba dando una lección de teología, de filosofía, de vida… increíble. Todo hombre quiere conocer a Dios, lo necesita. Si no, ni siquiera llega a ser hombre. Entonces comprendí mejor el deseo de la gente con la que me encontraba. Y la tarea del misionero». El padre Carlo lo cuenta con una sonrisa y con los ojos resplandecientes, sentado en el sillón de una sala del convento de Arenzano. Fuera, el mar de Liguria. Dentro, junto al Santuario del Niño Jesús de Praga, la casa de los carmelitas: 15 frailes y 27 seminaristas. Con un cordón umbilical de 4.700 kilómetros que une la República Centroafricana con las misiones que la orden tiene allí. Son cinco, la más conocida por nuestros lectores está en Bangui, la capital, donde están el Carmelo y los jóvenes del padre Federico Trinchero, cincuenta años desde que todo empezara.

Medio siglo es una buena cifra para ver qué significa dar la vida por la obra de Otro. El padre Carlo llegó por un camino sencillo. Nació en Cerretto Langhe –un pueblecito de cuatrocientas almas y un santuario precioso entre avellanos e hileras de vides–, hijo de padres campesinos, «buenos cristianos y grandes trabajadores» con nueve hijos. Siendo niño llegó al Desierto carmelita de Varazze, en Liguria. «Había que elegir un lugar para educarme. Mi familia y los curas encontraron aquel, y allí yo encontré mi vocación», madurada en el seminario, a poca distancia del Niño Jesús de Praga.

Al acabar sus estudios, volverá como subdirector, llevando dentro un fuego que empezó a arder a los 16 años, cuando entró en clase un fraile que venía de China y preguntó quién quería irse de misión. «Todos levantaron la mano. Yo también». ¿Qué le atraía? «El lema de mi vida espiritual es “adveniat Regnum Tuum”. La idea del Reino de Dios entendida también como expresión geográfica de la Iglesia siempre ha estado viva en mi corazón. No podía dejar de comunicarla a otros». En el seminario surge la idea de una misión “autónoma” de los carmelitas de Liguria. «Al principio se fueron muchos para ayudar a otras provincias carmelitas. Con el Concilio y el decreto Ad Gentes, se abrieron nuevos escenarios. Había un grupito de jóvenes que hablábamos continuamente».

El padre Carlo Cencio confesando a un niño

Pasaron varios años de hipótesis y estudio, valorando peticiones que llegaban desde Madagascar, Costa de Marfil, República Centroafricana. Al final, esta última fue la elegida. «Era la zona más pobre, también en historia cristiana. Los primeros misioneros llegaron allí a principios del siglo XX. Además, ya había algún capuchino, de Arenzano precisamente».
El 12 de diciembre de 1971 partieron cuatro hermanos. «Llegamos a Fort Lamy, en Chad, de noche, no se veía nada. Luego tomamos un pequeño avión a Mondou, donde nos recogieron en un coche. Allí era de día, podía mirar alrededor…». ¿Primer impacto? «Pensé: hemos llegado a la prehistoria. Y me arrodillé para dar gracias al Señor».

El principio fue duro. Al cabo de dos semanas ya tenía malaria. «Menuda bendición. Hasta Pascua no se me pasaron las náuseas. Pensaba que tendría que volver a casa. Luego se me pasó. Aprendí el sango, que es una lengua muy pobre. Con cinco mil o seis mil palabras te apañas de sobra para la catequesis y las homilías, y para la vida cotidiana. Entonces empecé a visitar pueblos». Los llamaban “curas de brousse”, de la sabana. Traslados en jeep, confesiones, misas y catequesis. Pero también iban a escuelas, ambulatorios, obras sociales. «Conocí gente muy acogedora. Tan pobres que lo necesitaban todo. Siempre están pidiendo pero hay que estar atentos. Deben ser protagonistas de su progreso, no solo recibir ayuda».

Cincuenta años después, la cadena de encuentros es infinita. El padre Carlo ha llenado más de un libro con historias sencillas: una mujer que da a luz durante la Confirmación, un puente que cede cuando pasaba en jeep, el día que pasó investigando un robo en el pueblo («mi cuarto de hora como comisario Maigret»). También hay historias dramáticas. Como la de Aliça, una catecúmena asesinada por su marido por pedir el Bautismo, o la de Pierre, un catequista con un hijo enfermo que rechazó los ritos del curandero del pueblo para encomendárselo al Señor: «Es tuyo para siempre, llévalo contigo y dale tu alegría». Un testimonio para todos. En el pueblo «empezaron a pensar que la muerte también estaba en las manos de Dios, que es Providencia, y no del likundu», el espíritu malvado.

Otras historias abren ventanas a la revolución que supone el cristianismo cuando se mezcla con la vida de los sencillos. «Una vez llegué a un pueblo de baptistas y me dijeron: “Padre, venga que hay un niño que está muy mal”. Tendría unos 7-8 años, se llamaba Martin. Estaba en brazos de su madre. Lo toqué. Estaba tibio y no daba señales de vida. No había medicinas y el hospital estaba demasiado lejos. Les dije: “Si queréis, puedo darle el Bautismo. Si el Señor lo llama, será un ángel del Paraíso. Pensadlo”». Discutieron un rato y aceptaron. Luego el padre Carlo regresó a la misión, en Bouar. A la mañana siguiente se encontró con la gente de aquel pueblo en la puerta de su casa: «¡Padre, Martin ha resucitado! Media hora después del Bautismo abrió los brazos y pidió de comer». Sonríe cuando recuerda que «le vi unos días después y seguramente no había resucitado, pero sí se había curado…».

Durante años, sus jornadas terminaban «contemplando un cielo límpido y una luna de ensueño, con una página de Gregorio de Nisa o alguna estrofa de Dante» y a veces afloraban preguntas y dudas («¿alguna vez llegaré realmente a amar a África?», «me daba miedo que mi corazón acabara convertido en piedra para no romperse ante tanta miseria»), mientras el padre Carlo y sus hermanos veían crecer a su alrededor las obras de las misiones y el país, aunque con mil contradicciones. «He viajado por todo el país. Ha habido un cierto progreso económico y educativo. Nosotros también hemos fundado escuelas y es decisivo, pues la cultura hace que las cosas cambien poco a poco. Pero las niñas todavía van demasiado poco a la escuela. La República Centroafricana, como tantos otros países pobres, se apoya en el trabajo de las mujeres. Si pudieran estudiar, sería un gran paso adelante».

En medio siglo, hubo unos años en que regresó a Italia, donde fue nombrado superior. «Pero cuando me pidieron regresar a África porque un hermano pidió un año sabático, no lo dudé. Tenía que estar un año y me quedé otros veinte». Durante los cuales vio crecer el seminario de Yolé. «Es un puro milagro. Lo fue encontrar los medios, y lo es al ver a los seminaristas». Son 75, todos de allí. Más una docena de jóvenes centroafricanos que ya son sacerdotes en las cinco misiones: aparte de la capital, están Bozoum, Baoro, Yolé y Bouar. «Son muy valiosos para el futuro de la Iglesia y también del país». Educan en la fe y favorecen el desarrollo. «El padre Aurelio, por ejemplo, fundó en Bozoum una caja de ahorros y una feria agrícola que ha visitado hasta el presidente de la República». Trabajan por el bien de todos. «De hecho, nunca nos han tratado mal. Incluso cuando han surgido conflictos tribales y divisiones entre cristianos y musulmanes. Nos han podido robar los coches, pero no nos han matado...».

Escenas que aprendimos a conocer en 2015, cuando el papa Francisco nos sorprendió a todos abriendo el Jubileo de la Misericordia en la catedral de Bangui, proclamada «capital espiritual del mundo». Un viaje increíble que apagó de golpe todos los conflictos. El padre Carlo estaba allí, «pero solo vi al Papa por televisión. Me quedé en casa de guardia. Fue muy valiente. Aquellos días nadie disparó, y los que mantenían el orden en las calles eran los scout… Algo nunca visto». ¿Qué queda de aquel viaje? «La impresión que tengo es la de un mayor optimismo en la gente. Se vieron en una situación que les ayudó a entenderse mejor entre sí y a tolerarse más. Eso permanece. Luego Francisco nombró cardenal al arzobispo Dieudonné Nzapalainga, que para la Iglesia de allí es importante».

Él y sus hermanos saben bien lo que ese país necesita. «Estamos pasando página. De la cantidad estamos pasando a la calidad. En nuestras reuniones ya no nos preguntamos cuánta gente hemos bautizado. Nos preguntamos cómo se vive la fe cristiana en nuestras comunidades». ¿Y usted, qué ha aprendido en estos cincuenta años? ¿Conoce mejor a Dios y a sí mismo, como pedía el anciano de aquel pueblo? El padre Carlo da un salto en el sillón: «¿Yo?». Piensa un momento: «Sí, y estoy contento».