Punto de ayuda en la frontera eslovaca

En los pliegues de la Historia

En la frontera eslovaca, un universitario se replantea sus preguntas al encontrarse con dos jóvenes voluntarios. En sus gestos silenciosos reside la percepción más profunda del valor de la vida
Guglielmo Mina

La guerra absorbe gran parte de las conversaciones y por todas partes te encuentras con una selva de comentarios, análisis, observaciones. La facilidad con que cada uno se pronuncia haciendo juicios históricos y políticos recuerda a veces las primeras semanas tras el estallido de la pandemia, cuando buscábamos desesperadamente arrancar respuestas de las consideraciones de los médicos y científicos. Ahora la guerra ocupa el lugar de la enfermedad, pero hay muchas cosas que no cambian: intentamos encontrar en las valoraciones de los expertos el hilo de una madeja inextricable. Conjeturas y análisis que intentan buscar culpables y ofrecer explicaciones racionales a cualquier evento histórico, pero no logran liberar nuestra mente de una última amargura: ¿qué sentido tiene todo esto?
La mañana del 24 de febrero, antes de que la costumbre se apoderase de mí, esta pregunta ardió en mí por unos instantes, causándome una rara forma de parálisis. ¿Qué valor tienen nuestras pequeñas acciones cotidianas cuando todo podría quedar arrasado en un instante? El único poder parece ser el que controla los ejércitos y capitales. De modo que nuestra impotencia queda condenada en último término a resultar insignificante.

En esta situación, una chica de mi universidad me propuso participar en una iniciativa para traer a algunas personas que huían de la ciudad de Jarkov. Se trataba de gente vinculada a la ONG Emaús, que se dedica a acompañar a jóvenes huérfanos y con discapacidad. El domingo por la mañana, la salida está prevista a las tres. No conozco a ninguno de los miembros de la comitiva y ya tenía previstas algunas tareas para ese día, pero tengo la sensación de que es una ocasión que no se puede dejar pasar para poner en juego mi pregunta en una circunstancia muy concreta. ¿Qué tiene que ver lo que pasa en la historia del mundo con mi historia particular? Después de varias llamadas para tratar de entender mejor de qué se trata, decido irme sin saber muy bien lo que me iba a encontrar. El viaje se revela más largo de lo previsto, y después de dos días de coche por Eslovenia, Eslovaquia y Hungría, llegamos a la frontera ucraniana. Hay un primer punto de recogida a cinco kilómetros de la frontera. Los militares nos impiden pasar en coche. Terminamos nuestro viaje a pie, llegando hasta el final de una larga fila que, después de 48 horas de lento avance, permite salir del país.

Desde nuestra posición solo alcanzamos a ver una fila interminable de coches parados. Algunos salen y van a pie. Es como una hemorragia interminable, un insólito Via Crucis. Los balances y análisis de los días previos habían conseguido anestesiar, al menos en parte, un dolor que vuelve a explotar ante esos rostros agotados. Rostros de niños que cruzan la frontera con una cara exhausta y una mochila a sus espaldas, algunos llevan abrazados un peluche o una muñeca. Rostros de madres que han tenido que abandonar casas y maridos, madres que no saben qué será de ellas y de sus hijos.

Nada más cruzar la línea de frontera, algunos voluntarios han preparado un mostrador para ofrecer algo de ayuda a los que llegan. Entre ellos están Stefania y Jan, dos jóvenes eslovacos. Llevan tres años casados, ella es creyente, él no. Han pedido un permiso en el trabajo y todos los días recorren varias horas en coche para ofrecer un poco de ayuda. Vienen gratis. Han acogido a tres familias ucranianas en su casa y ese día esperan a otra persona, a la que no han visto nunca. Desde primera hora de la mañana están en marcha. Él ayuda con el equipaje a los que llegan y se hace cargo de todo como puede. También hay una mujer mayor que, con aire militar, trata de clasificar a la gente que sube a los autobuses. Lleva un peto de Cáritas y con sus labios pintados y sus pendientes dorados parece haberse preparado para recibir a alguien importante. Nos explican que no se ha instalado un campo de refugiados. Por ahora, los que van llegando son acogidos por la propia población.

Entre las caras grises por el cansancio y la melancolía de los que llegan, y las caras hoscas de los soldados (que luego no se resisten y también se ponen a ayudar), Stefania y Jan son un rayo de luz. En sus caras brilla la vida de quien encuentra la alegría poniéndose al servicio del otro, sea quien sea. Es el espectáculo de una historia tenaz y silenciosa de bien que sigue actuando en los pliegues de la Historia con mayúsculas. Ellos son la verdadera noticia, el único dique a la lógica destructiva del poder. Su acción, tan sencilla aparentemente, está cargada de una percepción profunda del valor de lo humano. Cuando los pueblos se convierten en masas y en números, las personas acaban siendo meros obstáculos e instrumentos para perseguir fines “superiores”, y la violencia lo invade todo: la violencia de Estado o la violencia cotidiana que cualquiera de nosotros sufre o causa.

Estos voluntarios desconocidos representan un manifiesto político ante el que cada uno puede posicionarse en cualquier momento. Sus gestos no tratan de aprovecharse del otro sino de encontrarse con él, no buscan un bien común que revierta en su propio interés ni que dependa de que el conflicto se resuelva, sino que reclama a una estructura orgánica de la sociedad que vive como un solo cuerpo, donde el beneficio de cada miembro incrementa el beneficio de todos.
Después de unas horas de espera, encontramos a nuestros amigos y podemos volver a casa. Regreso menos ansioso por encontrar las respuestas que busco en los periódicos o en los informativos. Ya no será el análisis más agudo o más completo el que acabe con la guerra, ni tampoco ofrecerá un horizonte de sentido en este momento tan grave para la historia del mundo. Solo será posible por la multiplicación de personas que documentan con su vida la positividad de la existencia. En esta partida, cada uno es protagonista.

Gracias Stefania, gracias Jan, gracias a todo ese ejército de bien que estos días se prodiga silenciosamente para que el mundo no pierda su rostro humano. En los libros de Historia no aparecerán vuestros nombres, sino los de los poderosos de la tierra, pero el verdadero poder se comunica mediante vuestra magnanimidad. Gracias. Sois la razón, y por tanto la fuerza, de nuestra esperanza.