Padre Alberto Caccaro con Sagn en el 2008

CAMBOYA. CON GIUSSANI EN EL MEKONG

Tras más de veinte años de misión, en “Huellas” de febrero, el padre Alberto Caccaro cuenta por qué decidió traducir el libro Educar es un riesgo a la lengua khmer y la revolución que se desató en él mientras iba atravesando un pueblo tras otro
Anna Leonardi

Campos de arroz hasta donde se pierde la vista, pueblos de palafitos y campesinos que esperan que el gran río Mekong empape los campos. Cuando comenzó su aventura en Camboya, el padre Alberto Caccaro los atravesaba en moto cada día. Todas las mañanas salía hacia metas desconocidas desde Prey Veng, pequeña capital de provincia donde el obispo lo destinó en 2004, y donde nunca había habido un sacerdote católico. Para orientarse en sus desplazamientos, solo tenía un viejo mapa militar de los años de la guerra de Vietnam donde lo marcaba todo: pueblos, senderos y personas. Aquí casi todos son budistas y no saben lo que es un cura. Pero siempre lo recibían como una bendición. «Me llevaban a sus casas, con los enfermos. Yo les ayudaba como podía, con medicinas y a veces con ingresos hospitalarios», cuenta este misionero del PIME (Pontificio Instituto de Misiones en el Extranjero). Ellos, con las preguntas más sencillas, siempre le devolvían al corazón de su vocación. «Me preguntaban: “¿Estás casado? ¿Tienes hijos?”. Yo respondía: “No tengo mujer a causa de Dios. Y no tengo hijos a causa de Dios”».

Los chavales de secundaria en Pka Doung

Durante aquellas exploraciones cotidianas el padre Alberto se dio cuenta de lo difícil que era para los jóvenes de esos pueblos continuar con sus estudios. Hay pocos centros de enseñanzas medias y superiores, y los que hay se concentran cerca de las grandes urbes. Los alumnos más voluntariosos se ven obligados a hacer horas de camino o mudarse a la ciudad. «Así nació el sueño de construir una escuela, para responder a una necesidad que veía. El abandono escolar era altísimo y era normal que muchos chavales se marcharan a buscar suerte en la cercana Tailandia. Además, abrimos en Prey Veng un albergue para acoger a los de fuera y fue la ocasión para darme cuenta de las muchas distorsiones que se daban en la escuela pública». Los chavales volvían descontentos al albergue. Hasta los mejor dotados se iban apagando, perdían la motivación a pesar del esfuerzo económico y de energías que realizaban. Lo veía en sus numerosas ausencias, más que en las malas notas. «La única propuesta que tenían por parte de la escuela eran clases particulares en casa de los profesores. Un sistema que daba lugar a muchas ambigüedades», cuenta. Al ver todo esto, enseguida sintió la urgencia de buscar un lugar diferente. Pero sus superiores lo frenaban. «Mi obispo, de origen indio, temía que los proyectos educativos de los occidentales se transformaran en escuelas de élite y siempre me planteaba muchas dudas». Pero el padre Alberto no se desanimó. Al contrario. Justo cuando todo parecía atascado, su sueño recibió un nuevo impulso durante una visita a la casa del PIME en Phnom Penh, la capital. «Encontré un ejemplar de la revista Huellas donde leí con sorpresa varios artículos sobre las obras educativas del movimiento, que no conocía muy bien. Fue como una sacudida. No perdí tiempo, llamé a uno de mis hermanos en Italia y le pedí que me mandara el libro Educar es un riesgo de don Giussani. Allí encontré la carne, la consistencia de mi sueño».

Era el año 2005. Desde entonces lo ha leído al menos seis veces. Cada fecha está apuntada en el frontispicio del libro: 2006, 2009, 2010, 2015, 2017. Son todas las veces que ha necesitado “repasar el sueño”, alimentarlo. «Desde el principio, esas palabras hicieron arder en llamas la soledad que sentía y animaron el camino al que me veía llamado. La idea de que la educación fuera una introducción en la realidad total me ayudaba a dar forma a la escuela que imaginaba, aparte de sugerirme criterios para diseñar los programas didácticos y la selección del personal. En definitiva, en Giussani encontré a mi compañero de viaje». Y no fue el único. Ese mismo año, el padre Alberto consiguió comprar un terreno a las afueras de Prey Veng, gracias a lo que había ahorrado desde el día de su ordenación, en 1995, y a la ayuda de sus amigos. Pero numerosos obstáculos burocráticos y financieros frenaron el comienzo del trabajo. Hasta que apareció en la puerta del despacho del padre Alberto un empresario coreano. «Lo trajo hasta aquí un joven de la parroquia que trabajaba en una empresa de Phnom Penh. Había oído que su jefe, budista, quería financiar un proyecto educativo en un contexto rural y le había hablado de mí». Las ideas del sacerdote enseguida le llenaron de entusiasmo. Bastó aquel primer encuentro para que se decidiera a implicarse durante los siguientes diez años con doscientos mil dólares.

Tras encontrar a alguien que fortaleciera sus cimientos, el padre Alberto empezó a buscar con quién compartir la idea de una escuela centrada en una educación de lo humano en todas sus dimensiones. Gracias a los chavales del albergue, conoció a un joven profesor católico al que le encargó la dirección. «Leyendo a Giussani veíamos cada vez más claro que debíamos dar dignidad a cada una de las materias, y a cada profesor. Aunque no podíamos apelar inmediatamente a un concepto de verdad, pues la inmensa mayoría de los estudiantes era budista, entendimos que nuestra preocupación por enseñar “la verdad” debía declinarse de tal modo que todo fuera “de verdad”. Debíamos hacer una escuela “de verdad”: un horario de verdad, una clase de verdad, un examen de verdad, un cinco de verdad, un diez de verdad, una limpieza de verdad… solo así podríamos llevar a nuestros alumnos hacia la consistencia última de las cosas».

Desde 2008, fecha de la inauguración de la escuela, han nacido otros tres centros, repartidos por toda la provincia, con el lema small is beautiful (lo pequeño es hermoso, ndt.), porque siempre se opta por la construcción de escuelas pequeñas, no más de doscientos alumnos, favoreciendo una capilaridad por todo el territorio. «Aquel primer experimento pudo multiplicarse gracias a muchos alumnos que una vez graduados, por la experiencia que habían vivido, querían seguir implicándose como profesores», explica el padre Alberto. Como pasó con Sagn. Era buenísimo en Física, habría podido estudiar la carrera en la universidad, pero prefirió probar con el examen de admisión en la escuela estatal de maestros. Aprobó y, mientras estudiaba, empezó a echar una mano. «En el descanso para comer venía corriendo y recogía los cuadernos de los alumnos para corregir los ejercicios y estar disponible para responder a sus preguntas». Enseguida se convirtió en el tutor de las materias científicas. Chuan es otro antiguo alumno que ahora enseña informática. Él, como muchos profesores, ha podido leer Educar es un riesgo, de Giussani, gracias a la traducción en lengua khmer impulsada por el padre Alberto en 2010. «El deseo de publicar el libro en camboyano fue para mí un acto de gratitud. Aparte de ser un instrumento fundamental para la formación del cuerpo docente, es una manera de entrar en diálogo con nuestras familias». Ha repetido muchas veces a las madres y padres de sus alumnos las palabras de don Giussani, que por estas latitudes también se comprenden perfectamente. «De nada valdría darles la vida sin ayudar incansablemente a los hijos a reconocer el sentido total que esta tiene».

El trabajo de traducción fue largo y, a veces, complicado. El padre Alberto pidió ayuda a Hong, un estudiante del albergue de Prey Veng. Lo conoció al principio de su misión, durante una de sus giras de avanzadilla por los pueblos de los alrededores. Ese día el camino estaba en unas condiciones pésimas y el pequeño Hong detuvo su bicicleta para dar preferencia al padre Alberto, que avanzaba como podía por un carril lleno de barro. La mirada de aquel niño enterneció al padre Alberto, que paró la moto y le preguntó adónde iba con esa lluvia. «A la escuela», respondió, sin dejar notar el peso de sus treinta kilómetros diarios. El padre Alberto se las apañó para encontrarle sitio en el albergue. Sin imaginar que años después se encontrarían codo con codo buscando las palabras adecuadas para traducir el libro de don Giussani.

«El camboyano es una lengua muy pragmática. Había conceptos, como por ejemplo el de Misterio, que no tienen equivalente. Con Hong buscábamos vías de aproximación, rastreando entre las palabras y en nuestra experiencia. Así, por ejemplo, “Misterio” se convirtió en algo que existe pero no se ve, como un manojo de llaves que no encuentras», explica el padre Alberto. Pero a veces las explicaciones no lograban convencer a Hong. Pasaron horas encallados en la frase: «La consistencia de nuestra vida es Él». El padre Alberto, harto de tantos intentos, en un momento dado agarró entre sus dedos el mantel sobre el que estaban trabajando y le dijo: «Hong, tocando este mantel puedo intuir el tejido, si es algodón o nylon. De la misma manera, si toco tu mano puedo intuir de qué estás hecho. Tú estás hecho de Dios». Entonces Hong lo entendió.

Actualmente las escuelas del padre Alberto gozan de cierta reputación. Las fotos de algunos alumnos que han obtenido las mejores notas y han sido premiados por el ministro Hu Sen han circulado por internet y muchos, por simplificar, la han rebautizado como “la escuela de Jesús”. Una idea que hace sonreír al padre Alberto, pensando en lo difícil que fue al principio de esta aventura encontrar alumnos dispuestos a inscribirse porque temían que su entrada fuera el preludio de una obra de proselitismo. «Solo aposté por el “perfume” de un ámbito que está hecho del “yo” del alumno y el “nosotros” de la escuela, irrenunciables el uno para el otro, pero que se promueven mutuamente allí donde se da la educación». No tiene fórmulas ni protocolos que entregar a quien toma en sus manos la gestión de varios institutos. «Solo podemos ofrecer lugares, aunque solo hubiera una hoja de papel y una gota de tinta, que cultiven el deseo de algo más profundo. Mediante las diversas disciplinas, podemos hacer que presientan que hay un “secreto” dentro de cada cosa visible. Eso es la escuela: un ámbito con ventanas y puertas abiertas de par en par».

Se ve con total nitidez cuando visita las clases inferiores. Los niños de infantil corren a su encuentro como si fuera un hermano mayor o un padre, le hacen percibir el vértigo de su responsabilidad. «Son como un montón de preguntas esperando una respuesta. Me preguntan implícitamente por el sentido de la vida, del amor, de la amistad, del tiempo y del dolor. Yo no quiero herirles. Siento que mentiría si recurro a cómodos discursos sobre valores. Así que pido a sus maestras que respondan a estas preguntas poco a poco, con su presencia, preparando bien sus clases, con sus aulas en orden». Y luego añade: «Pero solo Dios puede responder esas preguntas. Solo Dios es digno de su libertad. Nadie más. Estos niños merecen a Dios, nada menos».