Cáucaso, región de Stavropol (Foto: Serghey Ryumin/Getty Images)

La lucha por la felicidad

«Durante años Dios me ha llevado en brazos como a un niño caprichoso, irracional e indiferente. Me ha donado riquezas inestimables y amigos que han sido una guía en mi camino hacia Él». La historia de una mujer kazaja (de "Huellas" de noviembre)
Anna Kim

Nací en 1974 en Karagandá, Kazajistán. Cuando tenía tres años, mi familia se mudó a Taskent, en Uzbekistán. Después de graduarme en mi ciudad natal, volví a Uzbekistán y me casé. En 1995 hubo una tragedia en nuestra familia que lo destruyó todo. Mi único hermano fue condenado a una larga pena preventiva. Había noches en que era imposible dormir por el dolor y la desesperación, y era terrible despertar por la mañana. Vivíamos en una ciudad pequeña, donde no había trabajo, así que mi marido y yo nos fuimos a Moscú buscando empleo. Vivimos como inmigrantes en condiciones muy difíciles.

En 2005 volví a vivir en Karagandá, donde estaba mi familia y sobre todo mi tía Lyubov. Con ella me sucedió algo increíble mientras estaba en Moscú. Vino para participar en un encuentro de CL con Julián Carrón y cuando nos vimos me abrazó muy fuerte, me miró hasta el fondo de mi corazón, de manera sincera y madura, y me preguntó: «¿Qué quieres? ¿Qué estás esperando? ¿Quieres ser feliz?». Ahora, después de muchos años, puedo definir aquello sin duda como un acontecimiento. Así es como Jesús entró en mi vida.

El verano de aquel año viví mis primeras vacaciones con amigos del movimiento, después de las cuales comprendí que este era el «lugar de la Esperanza» para mí, «el lugar donde sentirse abrazados de tal modo que uno puede mirar con esperanza las propias heridas y la “oscuridad sin fin”».
Nadie, nunca, en ninguna parte, me había abrazado así, nadie había apostado nunca por mi felicidad, por mi destino, por mi libertad.
En el otoño de 2006 pedí el bautismo a Adelio Dell’Oro, actual obispo de Karagandá. Ese día recibieron el bautismo conmigo mis dos hijos y mi abuela de 85 años, y me casé con mi marido por la iglesia, con el que llevaba más de diez años casada.
Durante los años sucesivos, fui una parte minúscula de nuestra comunidad en Karagandá. Dios me ha llevado en brazos como a un niño caprichoso, irracional e indiferente. Me ha donado riquezas inestimables, enviándome amigos del movimiento que estaban enamorados de Cristo, que con su experiencia, su mirada y su vida han sido una guía, un faro y un ancla en mi camino hacia Él. Estos amigos estaban repartidos por el mundo. Algunos de ellos, sin conocerme siquiera, se han convertido en grandes amigos porque me han ayudado a crecer. Mi pequeño, frágil y débil “yo” ha nacido de una lucha cotidiana con la realidad y conmigo misma. Cuanto más sucumbía a esta lucha, más necesitaba a estos amigos. Ahora me doy cuenta de que esta lucha era para mi felicidad.
Cuando empezó la pandemia, el miedo y la impotencia me desbordaron, como a tantos a mi alrededor. Recuerdo claramente que justo en ese momento mis ojos se abrieron de par en par, mis oídos y mi corazón se hicieron más sensibles… Buscaba, como uno que se está ahogando, alguien a quien agarrarme, a quien mirar, para no hundirme en mi impotencia. Entonces volví a tocar de nuevo el amor infinito de Dios hacia mí, el valor de la amistad, mi necesidad de testigos, mi necesidad de Él.
Otro milagro fue la boda de mi hijo mayor, Boris, al que don Adelio dijo: «Buscad a Aquel que os ha donado el uno al otro». Estoy segura de que fueron exactamente las mismas palabras que escuché en mi boda, 16 años antes. Me acompaña mucho el hecho de que don Adelio, cuando le preguntan «¿cómo te sientes?», siempre responda: «Me siento en manos de Dios». Igual que mi tía Lyubov, que me abrazó tan fuerte aquella vez que yo era presa de la desesperación y que me regaló El sentido religioso de Giussani, no deja de recordarme con su vida que «vivir la propia existencia en Sus manos siempre tiene sentido».

Anna Kim el día de su boda

Julián Carrón, que es para mí una roca, un padre y un amigo de verdad, hace poco en una asamblea de las comunidades de Europa del este, ante los miedos que me asaltaban por mi traslado a Rusia, me dijo: «Ante la nueva situación que vas a afrontar, podrás entender qué es lo que te hace compañía de verdad. Eso no significa que no necesites esta compañía, o que no tengas una compañía allí donde vayas. Dependerá de ti reconocerla, de la manera en que Cristo te la permita experimentar, de cómo te hará compañía en esa nueva situación. Tu traslado será una ocasión para profundizar en el contenido de la compañía que has encontrado en Karagandá. Es un auténtico desafío para ayudarte a entender que no son solo palabras que nos decimos… Por tanto, puedes ir donde tengas que ir con curiosidad: “A ver cómo me acompaña Cristo en esta nueva situación”». Es un milagro increíble. Lo que de verdad quiero es seguir siendo una pobrecilla que desea seguir siendo partícipe de una realidad tan fascinante.

Otro gran amigo, Enrico Craighero, me dijo una vez que «solo hay que desear una cosa: que se abra en el corazón un orificio, una grieta, una fisura a través de la cual Cristo pueda entrar».
Ahora vivo al norte del Cáucaso, cerca de la ciudad de Stávropol, en un pueblecito llamado Proletarsk. Estoy muy lejos de mis amigos y de mi amada comunidad de Karagandá. Tengo que afrontar un gran número de desafíos “hostiles”, pero me siento en manos de Dios, recuerdo que «la vida en Sus manos siempre tiene sentido», deseo que Él me acompañe en cada momento de la realidad y rezo para que ese “orificio” de mi corazón no se cierre nunca, a pesar de la continua lucha cotidiana (o gracias a ella), que estoy segura de que me está llevando a la felicidad.

Cada mañana empieza con una lucha. Recuerdo un día a finales de agosto, me desperté muy temprano, rota e insatisfecha por todo. Acudían a mi memoria los instantes de la noche de un año atrás, cuando una amiga nos dejó tras una grave enfermedad. Empecé a rezar, a decir cosas verdaderas pero con mucha desgana, mecánicamente… Justo en ese instante llegó un mensaje de Karagandá comunicándonos que una amiga nuestra había dado a luz a una niña esa noche. Era como si Él me hubiera gritado: «¡Estoy aquí! Estoy contigo. Soy tu esperanza». Enseguida me convertí en otra, mi oración se convirtió en otra, toda mi jornada fue distinta.

Conociendo los problemas de muchos amigos de la comunidad, comparándolos con mis dificultades, lo que me salva son Sus signos. Mientras pensaba en qué significa en mi experiencia el título de la Jornada de apertura de curso («No os falta ningún don de gracia»), de repente me di cuenta de que en mi vida, en este momento, percibo con mucha fuerza la falta de muchas cosas. ¡La falta! La falta de salud, de tiempo, de amor, de atención por parte de mis hijos que están lejos, la falta de fuerzas en la relación con mis padres enfermos, la falta de resultados en un trabajo difícil y agotador… Pero precisamente por eso me doy cuenta aún con más fuerza de que Jesús actúa a través de todo eso. Por ello no domina la frustración, ni el dolor, sino la oportunidad de encontrarme con Él mediante la realidad y mediante aquellos que Él nos regala. Se ha centuplicado la petición de que cambie mi corazón y me done Su presencia. Y a través del modo en que Él responde, que son los signos que me da y la manera en que me cambia, adquiero cada vez más certeza.

Estando físicamente lejos de mis amigos, de esta compañía, siento más la responsabilidad de vivir mi vida. Ahora me conmuevo cuando leo los mensajes del chat o recibo invitaciones a rezar por alguien, o cuando suceden cosas importantes en la vida de la comunidad. Me impresiona especialmente el hecho de que vuelvo a sentirme de nuevo parte de nuestra compañía. Ahí veo la prueba de Su inmenso amor por mí, porque me ha encomendado a mí mis circunstancias.

Ahora comprendo aún con más profundidad las palabras “pertenencia” y “comunidad”. Aquel diálogo con Carrón antes de partir dio un vuelco a todo: a mis infinitas preocupaciones, a la larga serie de cuestiones urgentes e “importantes”, al fatigoso viaje atravesando Rusia, a la inminente separación de mi hijo que empezaba sus estudios en otra ciudad… todo dejó de preocuparme tanto. Lo que más me preocupaba era el corazón con que me acercaba a mis padres y a mi marido. Si era capaz de llevarles algo más que las maletas… porque ya no me falta “ningún don de gracia”.