Seul (Foto Unsplash/Sunyu Kim)

Corea. Una amistad que sirve para vivir

Maria es de Seúl. Ana es española pero trabaja allí. Se conocieron hace unos meses, pero su relación viene de lejos. Ahora florece con encuentros, chat, cursos de cocina y la Escuela de comunidad
Davide Perillo

«We need to connect», necesitamos estar conectados. La voz llega un poco entrecortada por la pantalla del pc, con vistas a la otra punta del mundo, ante dos rostros sonrientes que son todo un espectáculo. Cuando Maria, coreana de Seúl, pronuncia esa frase ante la mirada de Ana, la amiga española que tiene al lado, te das cuenta de que no solo está hablando de Zoom y de reuniones online. De por medio hay un vínculo, una relación, una amistad que ayuda a vivir.

Para Maria, de 46 años, que trabaja en un hospital, esa conexión se retomó de manera imprevista en primavera. Cuando Ana, poco más joven que ella, llegó a Seúl porque su empresa había firmado un acuerdo comercial con Samsung. «Tenía que haber ido hace meses, pero la pandemia lo retrasó todo». Transcurrido el tiempo de confinamiento y cuarentena, Ana se puso a hacer lo que quería hacer desde el principio: buscar amigos de CL. Un grupo pequeño, que nació hace unos doce años –cuando se estableció en Corea temporalmente la familia del empresario italiano Francesco Berardi– y que ha pasado por varias etapas. Le pasó los datos Mauro Biondi, un italiano que vive en Irlanda y que viaja mucho a Oriente por motivos laborales, por lo que conoce a los amigos de Seúl, a los que visita siempre que puede. Ana llamó primero a Alfred, y luego al resto. Entre un café “presencial”, una clase de cocina y un chat por Kakao, el WhatsApp coreano, planteó una sencilla propuesta: hacer la Escuela de comunidad. «Online, puesto que las distancias y el confinamiento hacían imposible reunirse e ir a misa juntos».

Ana y María

Así, mediante un rápido boca a boca, nació también la amistad con Maria, una de las primeras que conoció a Francesco en 2008. «Entonces estaba de baja por maternidad», cuenta Maria, casada y con dos hijos. «Conocí a su familia en la parroquia y me llamó la atención. Cuando era joven estuve en grupos evangélicos y seguí un poco la Juventud Católica. Me gustaba leer la Biblia y debatir con mis amigos. Luego, con la familia y el trabajo, ya no podía participar en los encuentros, pero se me quedó la curiosidad por las Escrituras. Al conocerlos, descubrí otra dimensión. Era gente normal, laicos como yo, que vivían una vida basada en la fe». Cuando los Berardi se marcharon, aquellos «encuentros que tanto me ayudaban» fueron menguando. «Y cuando Ana nos propuso vernos, dije enseguida que sí. Porque sabía que era importante para mí».

Ana y Maria viven bastante cerca, lo que es una gran ayuda en una metrópolis de diez millones de habitantes y unos ritmos de vida frenéticos. Pueden verse y enseguida conectan. Al mismo tiempo, a su alrededor se reanuda el hilo de una amistad común. A base de cosas sencillas («compras, chat… al principio quedábamos para organizar clases de cocina para nuestros amigos», cuenta Ana), pero que van creando un vínculo profundo. «Había gente que nos preguntaba: ¿pero desde cuándo os conocéis? Y yo decía: pero si nos acabamos de encontrar».

Ponían ahí su corazón, en esos encuentros por Google Meet todos los domingos a las ocho de la tarde. Mauro se conecta desde Dublín, Francesco cuando puede desde Malasia, donde se trasladó hace tiempo. Más otras siete u ocho ventanas que se abren para trabajar sobre el libro ¿Hay esperanza?, de Julián Carrón, y compartir la vida, algo que en estas tierras supone una doble revolución, pues hablar de uno mismo, exponer delante de otros lo que uno lleva dentro, es inconcebible en la cultura oriental, y en la coreana en particular. Pero sucede. Sucede que Maria hable libremente de sus últimos meses, tan complicados. De su marido Pedro («son nuestros nombres occidentales»), que ha tenido que someterse a una operación en la cabeza por una enfermedad seria. «Pero la experiencia de CL me está dando fuerzas para acompañarlo», cuenta ella. Después de la operación, Ana estuvo con ellos en el hospital. «Cuando mis amigos me dicen que rezan por nosotros, sé que lo hacen en serio, porque son amigos de verdad, sé que nos quieren. Y cuando pido algo, enseguida llegan las respuestas. Las encuentro en las palabras de don Giussani, en Huellas, en el papa Francisco… Siempre encuentro algo que me hace sentir mejor, me da fuerza. Me llama mucho la atención».

Una fuerza que se abre paso, que interroga a fondo. «Aquí el objetivo de la vida es tener éxito: dinero, casa, carrera», cuenta Maria. «Cuando era más joven, todo era para mí. Mi marido también ha vivido así mucho tiempo, pasa un montón de tiempo en el trabajo, pero nuestra cultura es así. Trabajas hasta la noche y no te cuidas, ¿pero de qué te sirve ganar dinero y tener una posición si no cuidas de ti mismo?». Cuando les llegó el diagnóstico, se dio cuenta enseguida. «Pedro a veces lo ve, pero otras no. Después de la operación y del tratamiento está mejor. Debería descansar más, pero ya está trabajando. Hace falta tiempo para cambiar». Lo decía también en una de las últimas Escuelas de comunidad, ante sus amigos, que estaban conmovidos: «Estoy aquí porque este tiempo es para mí, me ayuda a vivir. Y mi familia lo sabe».

¿Y qué ha encontrado Ana en esta amistad, con ella y con el resto, que hasta hace seis meses ni siquiera conocía? «Estoy viviendo la misma experiencia que vivo en España. Idéntica. Es otro mundo, la cultura de aquí está muy lejos de la mía, a veces tengo problemas para entenderme con mis compañeros. Pero puedo hacer mi camino, el camino que me propone el movimiento, en cualquier parte. Todo es distinto, pero yo no. Yo soy la misma. No necesito ser diferente».

Los que están alrededor lo ven. «No hablo de hechos clamorosos, sino de darse cuenta de ciertos detalles, matices». Como la conversación con un compañero agobiado por conciliar trabajo y familia, que cuando oye hablar de sacrificio se queda impactado. «Le puse el ejemplo de Giussani. “Si una madre tiene que levantarse de noche porque su hijo llora, lo hace sin problema, porque está sirviendo a algo más grande”. Se quedó un rato en silencio y luego, cuando llegó la hora de irse, me dijo: “Pues bien, me voy a mi ‘casa del sacrificio’”». O la sorpresa de otro, «cuando le confesé que me preocupaba mucho un problema laboral y estaba a punto de llorar. Aquí la gente nunca muestra sus sentimientos, pero eso hizo más profunda nuestra relación, inmediatamente». O el estado de confusión de otro compañero con el que percibes al mismo tiempo la diferencia entre dos universos tan distintos pero también el hilo de una humanidad capaz de unirlos. «Me enteré de que había muerto un tío suyo. Fui a decirle que lo sentí y que rezaba por él y por su familia, para que pudieran alcanzar la paz. Muy descolocado, me contestó: “No te preocupes, mañana estoy en la oficina”. Pero le sorprendió».

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En esta tierra extraña, capaz de custodiar durante años una semilla escondida y hacerla florecer de golpe, crece la amistad de Ana, María y esos siete u ocho rostros que se conectan todos los domingos por la tarde. «Creo que esa relación encierra toda la semilla de CL», dice Mauro desde Dublín: «Yo mantengo los ojos muy abiertos para ver cómo el Señor lo hará crecer».

¿Y ellos? ¿Cómo contemplan esta semilla? ¿Qué es la esperanza para ellos? «Algo presente», responde Ana con decisión. «Tengo que tocarla ahora. Para mí, la esperanza es creer que mi felicidad es posible, y lo necesito ahora». Maria, en cambio, lo piensa un instante. Luego mira de frente a la webcam y dice: «Es encontrar a Dios en mi vida cotidiana. A veces soy muy feliz, otras veces es más duro. Pero la esperanza para mí es siempre un encuentro».