La iglesia de San Francisco Javier en Taishan (Taiwán).

El corazón palpitante de Xiao Ping

Es la mujer de Taipéi de la que oímos hablar en la Jornada de apertura de curso de CL. Una carrera de éxito, sin fe, hasta que apareció la enfermedad. Y un encuentro que lo transformó todo, a ella y a los demás. En Huellas de enero
Paolo Perego

En silla de ruedas, obligada a ir todos los días a fisioterapia en un centro de rehabilitación. «Pero estoy contenta». Con un tumor cerebral incurable. Xiao Ping vive en Taipéi, Taiwán. Oímos hablar de ella en la Jornada de apertura de curso de CL, cuando Julián Carrón leyó su carta y se preguntaba: «¿Qué experiencia ha tenido nuestra amiga para convertirse en el corazón palpitante de la comunidad de Taipéi?».

Se trata de una mujer de cincuenta años, con una gran carrera profesional, pero hace unos meses dejó de trabajar por el empeoramiento de su enfermedad. «Pero la ves vivir y no puedes quedarte indiferente», cuenta Donato Contuzzi, misionero de la Fraternidad de san Carlos y párroco de la iglesia de San Pablo, en la capital. «Tenerla delante, oírla… introduce una nueva mirada en la vida». Habla por sí mismo, pero también por los demás sacerdotes que comparten con él su misión: las clases en la Universidad Fu Jen y la vida de dos parroquias (San Pablo y San Francisco Javier, en el distrito de Taishan, en la “nueva Taipéi”). Pero también habla por la pequeña comunidad del movimiento, con medio centenar de personas, ni siquiera católicas algunas de ellas, nacida en estos veinte años de presencia de la Fraternidad en la isla.

Xiao Ping, a la izquierda en silla de ruedas, durante una asamblea de la comunidad

Xiao Ping conoció el cristianismo hace cinco años gracias a una compañera. Luego se topó con el movimiento justo en el momento en que se enteró de su enfermedad y empezaron las visitas médicas, las pruebas… y el diagnóstico: «No hay nada que hacer». Salvo vivir. Ella misma lo contaba en su carta (ver Huellas de octubre 2020) y en una intervención en una asamblea online de las comunidades asiáticas con Carrón el pasado mes de noviembre. Contó la historia de su padre, que estuvo quince años en cama en una residencia, y de un grupo de gente que iba periódicamente allí a visitar a los ancianos. «Eran de una parroquia cercana. Yo agradecía mucho sus visitas, aunque no los conocía, porque así mi padre no estaba solo y abandonado en la oscuridad de su enfermedad». Y se decía: «Cuando tenga ocasión, en el futuro, yo también quiero hacer eso». Luego conoció el movimiento y aquella palabra nueva: caritativa. «Empecé a visitar a los ancianos, igual que había visto que hacían con mi padre». Una “escuela”, como ella dice, donde se aprende a amar y a ser amados.

¿Y ahora que su enfermedad le impide ir a la caritativa? «Está contenta», reitera Donato, mientras el toque de campanas de un monasterio budista cercano recuerda la oración vespertina al final de la jornada. «Aquí los cristianos son una minoría. El sentimiento religioso es muy fuerte, aunque se vive de manera ritualista y propiciatoria para la realización de los propios deseos». Un aspecto que coincide con una cultura y una sociedad donde solo importa el éxito, la apariencia. «En el trabajo, en el estudio, en las relaciones… tú vales lo que consigues, lo que eres capaz de hacer».

Sin embargo, no funciona así. Resuenan las palabras de Xiao Ping al relatar lo que vive todos los días cuando va a terapia. «Conmigo hay muchos enfermos, jóvenes y ancianos. Algunos de ellos me buscan para charlar, me preguntan por mi ictus y me enseñan algunos ejercicios que puedo hacer. Entonces tengo que explicarles que yo tengo un tumor, no un ictus… Y me dicen: “Entonces puedes curarte con una operación”. Y siempre tengo que volver a decirles que no, que no se puede hacer nada…».

Es duro tener que dar explicaciones y por eso Xiao Ping empezó a aislarse. Pero siempre volvía a su cabeza la experiencia de su padre, y que «cuando iba a la caritativa me gustaba acompañar a esas personas, sobre todo a los ancianos…». Un día, una mujer a la que nunca había visto hablar con nadie se le acercó. «Yo estaba rezando. Pensaba que se quería despedir antes de irse, pero se paró delante de mí, mirándome fijamente. Vi cómo se esforzaba hasta que logró decir tres palabras: “Te quiero mucho”. Me quedé de piedra, no sabía qué responder. Instintivamente le dije en dialecto: “Gracias, abuela”. Pero por dentro pensaba: “Es Dios quien me ha hablado”». Xiao Ping volvió a verla cuatro días después. «Esta vez le dije enseguida que yo también la quería y se puso contentísima. Desde entonces siempre me saluda, me agarra la cara con sus manos y me dice: “Ánimo, coraje, estamos juntas”». La terapia se ha convertido en «mi caritativa cotidiana».

«Para mí, para nosotros sus amigos», continúa Donato, «mirarla es ver la victoria de Cristo. Te lanza sin tregua ante el sentido de la vida y de la muerte. Y no puedes evitar pensar en qué la hace vivir así, en la esperanza que tiene y que porta». En ella no hay heroísmo, añade. «Te cuenta todas sus fatigas, sus miedos, su angustia. “¿Por qué el Señor no me lleva rápido?”. Pero eso no supone ningún fracaso, de hecho es reconfortante porque muestra que lo que vive no es suyo. Tiene “otro” origen. Ella es signo de algo que yo quiero para mí. Y no solo yo».

Escuela de comunidad en Taiwán

Donato contempla los muchos frutos de gracia de este último periodo. «Lo que Dios está haciendo suceder entre nosotros». Como el grupito de universitarios que hace Escuela de comunidad en la parroquia, casi ninguno católico, atraídos por la hipótesis de vivir la realidad de manera distinta.

Hace poco, en la universidad se suicidaron tres jóvenes en una semana. «No sorprende demasiado en un país con una tasa altísima de suicidios». Para hacer frente a este drama se estudian remedios psicológicos. «Pero no bastan. Nadie va al fondo del motivo por el que estos chicos no tienen esperanza». Una joven que después de graduarse se alejó un poco de los amigos del movimiento reapareció hace poco. «Nos contó que un día caminaba por un puente con un café en la mano. Quería tirarse, pero luego pensó que ya no volvería a sentir el sabor del buen café, como el que se estaba tomando. Parece nada, ¿pero quién introduce una mirada que nos haga estar delante de la realidad de esta manera? Volvió con nosotros diciendo: “Aquí he visto por qué vale la pena vivir y soy amada”».

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No hay cultura o ritual que valga. Solo el corazón se mueve así, es la necesidad de sentirse amados, queridos. Cuando sucede, se reaviva la esperanza. «La madre de una amiga nuestra, que es anciana y procede de la China popular, sin ninguna fe, participó en unas pequeñas vacaciones que hicimos en septiembre. Al final, conmovida, decía: “He tenido una vida difícil, he cuidado de mi marido con un tumor durante 31 años, con una hija que sacar adelante. Pero nunca me he sentido abandonada. Es como si alguien me sostuviera en cada momento. Siempre he agradecido al ‘dios del Cielo’, como el emperador en tiempos pasados que, según me contaban, iba a rezar al templo. Pero ahora he descubierto que era Jesús, que nunca me ha dejado sola”». Otro distinto, perceptible, reconocible. «Al que encomendar a las personas que amas, como hizo Xiao Ping hace poco con un grupo de viejos amigos», concluye Donato. «Cinco o seis personas que, al verla tan cambiada, quisieron conocer a “esos curas”. Vinieron todos a cenar a casa con ella. Estábamos todos juntos y ella era feliz. Al terminar me dijo: “Estos amigos míos son vuestros”».