París. «En qué se apoya mi trabajo»

El oficio de psicóloga, en una consulta privada y en un centro para adolescentes. Y esa jornada acompañando a algunos para ver algo bello en la capital francesa. Intentando mirarlo todo «como Cristo me mira a mí»...
Paola Bergamini

Cuando oye el timbre de la consulta, Alessandra Guerra, psicóloga, mira el reloj y sonríe. Es la paciente que siempre llega tarde, y a propósito. Las primeras veces ponía la excusa del caótico tráfico de París o algún compromiso impostergable. Pero Alessandra sabe perfectamente que lo hace adrede para ver si ella se enfada. Después de más de 35 años de trabajo, conoce bien estas dinámicas. En las sesiones previas le ha hablado de su hermana, esquizofrénica, que le ha arruinado su vida con sus gritos y pullas. Por eso, cuando, al agravarse la situación, decidió ingresarla en una institución, decidió también que ya no se preocuparía más por ella, que ya no quería tener que nada que ver con esa situación tan dolorosa.

Esta vez, nada más llegar, dice: «Doctora, en estos meses he visto que aquí puedo traer toda mi rabia y usted no se ofende, me escucha». «Claro, es mi trabajo, pero esto quiere decir que la terapia está funcionando», piensa Alessandra para sus adentros. Pero la mujer añade: «Por la forma que tiene de acogerme, he decidido ir a ver al hospital a mi hermana. Es decir, he pensado que puedo tratarla con la misma capacidad de acoger que usted tiene conmigo. Lo haré una vez cada tres semanas, más no puedo». Aunque quizá no sea propio de una terapia normal, Alessandra le pregunta: «¿Ha tomado esta decisión porque se siente, digamos, en una obligación moral? ¿O esta decisión puede ser la posibilidad de que usted sea más feliz?». La mujer la mira sorprendida: «Usted me respeta totalmente y he entendido que tengo que ponerme yo “entera” delante de mi hermana. Tal vez esto sea la verdadera libertad: estar totalmente».



En sus charlas con los pacientes, Alessandra nunca habla de Jesús. «No tendría sentido. Pero para ayudar a la gente me apoyo en lo que he aprendido de don Giussani y de Julián Carrón, en su insistencia sobre el valor del yo. Intento tener la misma tensión, la misma forma de mirarles como Cristo me ha mirado y me mira. A veces me encuentro repitiendo una frase de Giussani por algo que me ha impactado o ayudado, y muchas veces es el propio paciente el que quiere partir justamente de esa frase».

Aparte de su consulta privada, Alessandra trabaja como psicóloga en un centro de atención a adolescentes con problemas escolares. Son jóvenes que viven en Menilmontant, uno de los barrios de peor fama en París. El 90% son africanos de segunda o tercera generación, y suelen llegar derivados directamente de sus centros educativos. «A veces solo son rebeldes», explica Alessandra, «pero el Estado francés responde así a su malestar. Los manda a nuestro centro como si fueran enfermos psiquiátricos. Otras veces, en cambio, padecen patologías importantes».

Normalmente, en la primera entrevista están con las manos en los bolsillos y la capucha puesta. Les gustaría desaparecer. Están ahí porque les obligan. Después de dos o tres encuentros, corren por los pasillos para llegar puntuales a su cita con la “psicóloga”. Los compañeros de Alessandra los llaman sus “enamorados”. Quizás con cierta envidia. Pero cuando, por una enfermedad fulminante, la directora del centro murió, fueron esos mismos compañeros, en su mayoría ateos, los que llamaron a su puerta para poder hablar con ella. Algunos solo para poder llorar. El día del funeral, le pidieron que hiciera el discurso fúnebre. «Eres la única que puede hacerlo», le dijeron. «No querían palabras de homenaje, sino que tuvieran sentido en medio de una situación tan dolorosa. Así que tomé una carta que Carrón escribió hace unos años por la muerte de un joven. Me llamó la atención una frase: “Todos somos pobres ante el misterio de la vida”».

Desde entonces, por una frase del Papa que oyen en la televisión o por otras cuestiones importantes que van más allá del trabajo, le piden su parecer. Casi hasta lo exigen. «Empiezan bromeando, pero luego quieren saber lo que pienso. Lo preguntan abiertamente».

Junto algunos amigos de su comunidad, Alessandra dio vida hace ocho años a la asociación “Paris Ici”. Una vez al mes, acompañan a algunos chavales del centro a ver algo bello en la capital francesa. «La idea es que, a través de estas visitas, puedan conocer una manera distinta de estar juntos. Y lo ven por cómo los adultos les tratamos y nos tratamos entre nosotros».

Hace unas semanas, estaba prevista la visita a una exposición sobre el Cubismo en el Centro Pompidou y luego una merienda y otras actividades en un local alquilado para la ocasión. El día antes surgió un imprevisto: el local no estaba disponible. ¿Qué hacer? Alessandra pensó en los rostros de los 18 chavales que estaban esperando ese día, y también en los adultos que les acompañan, y decidió ir igualmente, después de pasar la tarde releyendo el cuaderno sobre la caritativa de don Giussani y rezando: «María, estos chicos son hijos tuyos, ¡tienes que echarme una mano!». Al llegar al museo, ve que en el sótano hay una sala donde podrían meterse. Les dejan entrar a todos pero pronto ve a dos responsables que al principio tuercen el gesto: «¡Sois muchos! Si llegan más adolescentes, tendréis que marcharos…». «No os preocupéis, vamos a estar poco tiempo. Lo que tardemos en merendar y hacer algún trabajo manual, y nos vamos», responde Alessandra.

La perplejidad va en aumento a medida que les ven entrar. Por la ropa y el color de la piel es evidente que son chavales de la periferia. ¿Qué estarán tramando? No llegan a hacer esta pregunta, pero se lee en su cara. A los diez minutos, una de las responsables se acerca a Alessandra y sus amigos, y pregunta: «¿Pero quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿De dónde sacáis a estos jóvenes? Pero sobre todo, ¿por qué lo hacéis?». Después de algunas rápidas explicaciones, Alessandra les pregunta: «¿Normalmente preguntáis todas estas cosas?». «No. Lo pregunto porque se os ve a todos felices. Yo trabajo con adolescentes y nunca les veo contentos. En el museo tenemos muchos instrumentos a disposición de las diversas actividades, incluso los cambiamos cada cinco semanas, pero parece que ninguno de ellos les atrae, siempre los veo apagados. Ahora veo chavales que sonríen y que tienen una familiaridad impresionante con vosotros, los adultos». Cuando llega la hora de irse, se acerca al grupo: «Esta es mi dirección de email. Podéis volver cuando queráis».

A mediados de octubre, en el teléfono de Alessandra apareció una cadena de WhatsApp de los chicos de la asociación. Todos hacían la misma pregunta: «¿Cuándo se hace la recogida de alimentos?». El año anterior se la propusieron y ellos se desplegaron por el supermercado bloqueando literalmente el paso de los clientes para “invitarles” calurosamente a participar. «Las familias de algunos de ellos son beneficiarias del Banco, pero ellos no lo saben. Ellos solo guardan en su memoria que aquella fue una jornada muy especial». Un año después, ¡se acordaban de que fue el último fin de semana de noviembre!

Así que a primeros de diciembre se juntaron para recoger alimentos. Fue un sábado de fuego en París por las manifestaciones contra el encarecimiento del combustible. El supermercado estaba justo detrás del Arco del Triunfo, uno de los lugares de protesta. En un momento dado, los chicos se encontraron al lado de los policías que protegían los escaparates del asalto de los chalecos amarillos. Pero al terminar la jornada, lo que quedaba no era tanto el humo de los gases lacrimógenos ni el miedo que habían sentido. Nahomia, con los ojos bañados en lágrimas, le dijo a Alessandra. «Ha entrado un vagabundo con una pinta tan “pobre” que no me he atrevido a invitarle a donar. Él me ha pedido la bolsa y se la he dado, pensando que era para hacer su compra, porque me daba pena. En cambio, luego ha vuelto y me la ha dado llena, diciéndome: “Toma, para vosotros”. ¿Te das cuenta, Alessandra? ¡Me ha dado todo lo que tenía!».