Una casa en el "viejo Milán"

Pinuccia, Omar y un almuerzo con los brazos abiertos

Dos amigas que llevan “la caja” a una anciana de Milán deciden invitarla un día a casa. En la mesa se encuentra con un joven senegalés que llegó a Italia en patera… Una historia que nos prepara para la Jornada Mundial de los Pobres
Anna Leonardi

Pinuccia tiene 88 años y un bajo alquilado en una vieja calle de Milán. Una cocina, un comedor con una cama y la televisión siempre encendida. Nunca sale, con la única excepción de la revisión anual de su marcapasos. Laura y Paola la ayudan desde hace años con la compra, llevándole a casa la caja del Banco de Solidaridad. «Pinuccia come como un parajito, un kilo de pasta le llega para todo el mes. Le llevamos solo lo que necesita», cuenta Paola, «pero le encantan las visitas. Cuando llegamos siempre está preparada para charlar en su precioso dialecto milanés».

La habían invitado muchas veces a comer con sus respectivas familias, pero Pinuccia siempre tenía una excusa: el frío, el calor, los achaques. Aunque hace unas semanas, se decidió a aceptar la invitación. «Estaba segura de que no vendría», recuerda Laura. «Cuando vi que me llamaba, pensé: “es ella para avisar de que no viene”. En cambio, se le había olvidado cambiar la hora y quería saber porque todavía no habíamos ido a recogerla».

El marido de Laura, Michele, fue a buscarla y le llevó una silla de ruedas para ayudarla en los traslados. Una vez en la mesa, Pinuccia se encontró sentada junto a los cinco hijos de Laura: una hilera de cabezas rubias entre los veinte y los ocho años. También estaba con ellos Omar, un chico de Senegal. Era taciturno, estaba un poco avergonzado. También era la primera vez que él estaba en esa casa. Tiene veinte años, llegó a Italia hace tres en una lancha y siempre ha vivido en centros de acogida. «Desde hace mucho tiempo teníamos el deseo de ayudar a alguno de estos inmigrantes que llegan», explica Laura. «Luego, gracias a Familias para la Acogida, supimos de una asociación que buscaba contextos familiares en los que poder insertar a los refugiados que quieren terminar sus estudios. Antes del verano nos lanzamos y dimos nuestra disponibilidad».

Omar está estudiando para ser cocinero. En la mesa no habló mucho de sí mismo, pero miraba a todos atentamente. Al terminar se levantó para ayudar a recoger la mesa. Volvió a sentarse cuando Pinuccia, cediendo a las peticiones de Michele, se puso a cantar en milanés. Un amplio repertorio: Gaber, Cochi y Renato, Nanni Svampa... Se las sabía todas de memoria, los demás seguían las letras en el móvil.

Enzo Jannacci con Cochi y Renato

De pronto suena el portero. Es Paola con su familia, que vienen a tomar café. Entonces Pinuccia aprovecha un momento de confusión para lanzarle a Michele una pregunta que llevaba dentro. «¿Pero cómo estáis seguros de que no es un delincuente este chico que habéis metido en casa?». Él le responde tranquilizándola: «Son chicos que con el tiempo han demostrado que saben comportarse, respetan a los demás, quieren estudiar… Nadie puede garantizarte nada, pero tampoco con nuestros propios hijos…». La mujer le escucha, se queda pensando un momento y salta: «Lo que está claro es que sois muy buenos».

Michele la mira y le guiña un ojo. «No creas, lo hacemos porque sabemos que esto nos hace estar más contentos». Laura añade: «¿Sabes qué dice el Papa? No tengáis miedo de abrid vuestros brazos. Este es un viaje en dos direcciones: ellos vienen a nuestra tierra y nosotros vamos hacia su corazón».

Pinuccia sonríe, sin decir nada. Luego, llamando la atención de todos, vuelve a atacar con Jannacci: «Eh la vita, la vita, e la vita l’è bela…».

Al despedirse, Paola se le acerca. «Oye Pinuccia, ahora que te has decidido a salir de casa, ¿vienes el próximo domingo a comer a casa? Te hago osobuco». «Vale, ven a recogerme. Tengo que buscar mi armónica, todavía faltan muchas canciones que podemos cantar juntos…».