Ternura entre los escombros

Siete amigos se trasladan a la ciudad de Nursia para ayudar a los monjes a construir un nuevo monasterio en la ciudad afectada por el terremoto de octubre. Ante un mar inmenso de necesidades y de trabajo por hacer, una sorpresa se abre paso
Paolo Perego

«¿Venís a rezar vísperas con nosotros?». Son las cinco de la tarde. Todavía queda muchísimo trabajo por hacer. «Padre, ahora vamos a buen ritmo... estamos trabajando muy bien, ¿verdad, Vicen?». Vincenzino, con todo su metro noventa, está agachado entre las herramientas y asiente a lo que dice Lorenzo. El fraile los mira en silencio, «con una mirada de compasión propia de alguien que te quiere, como diciendo: "no te das cuenta, pero no importa"», cuenta Lorenzo. Una mirada que es casi una caricia.

Estamos en Nursia, un sábado de primavera. Siete amigos salieron el día anterior de madrugada desde Chioggia para visitar la zona de la Umbría afectada por el terremoto. Son un grupo muy variado: Moreno es banquero, Lorenzo es técnico audiovisual, Vincenzino es ingeniero hidráulico en su propia empresa, Elvidio es albañil, Luigi trabaja en la gestión de obras sociales, Sauro fue profesor de educación física y Achille es comercial. Han pasado tres días echando una mano a los monjes de Nursia que están construyendo un nuevo convento a las afueras de la ciudad sacudida por el seísmo el pasado 30 de octubre. «No sabíamos lo que nos esperaba. Teníamos en mente hacer grandes cosas... pero en todo caso lo que ha sucedido ha sido algo grande». Pero para entender hasta qué punto ha sido grande, debemos volver a Chioggia, dos semanas antes del viaje.

En su trabajo, Luigi tiene relación con una hermandad de la región de Las Marcas, inspirada en el carisma del beato Piergiorgio Frassati. Tiempo atrás, estos se habían hecho amigos de los capuchinos de la basílica de San Benito de Nursia, devastada el 30 de octubre por el terremoto. «Estos monjes, que tuvieron que salir de allí después de los movimientos sísmicos, volvieron en cuanto pudieron a Nursia para "no dejar solo al santo", y empezaron a construir un nuevo convento en un terreno que habían adquirido años antes a pocos kilómetros de allí, al pie de la montaña», explica Lorenzo. Los miembros de esta hermandad se lo comentaron a Luigi por si podía echar una mano. Desde el día del terremoto de agosto en Amatrice, Lorenzo no había dejado de preguntarse cómo ayudar a aquella gente. «¿Por qué no? Podría poner mil excusas: la familia, el trabajo... pero la verdad es que tenía el deseo, y la sensación, de que allí había algo para mí».

«¿Por qué no?», sus amigos empezaron a hacerse la misma pregunta. «Y nos fuimos...». A medida que se iban acercando a su destino, la alegría que invadía el coche en el que viajaban se fue tornando en silencio. «Todo estaba destruido, rodeado de escombros y signos de una vida que se había parado con los seísmos: camas al aire libre, paños en las ventanas en lugar de cristales, los muebles que se veían en el interior... Empezamos a pensar que aquellas podían haber sido nuestras casas y que cualquier cosa que pudiéramos dar sería nada en comparación con las inmensas necesidades que veíamos... ¿Para qué estábamos allí?», recuerda Lorenzo.

Les recibió el hermano Agustín, con barba rojiza, sombrero de campesino y hábito de trabajo, mono azul de mecánico. Actualmente hay doce capuchinos en Nursia. Son todos muy jóvenes, la mayoría por debajo de los treinta años, y vienen del mundo entero: Estados Unidos, como Agustín, pero también Canadá, Filipinas... El antiguo prior es el único que supera los sesenta.

«En pocos minutos nos repartió las primeras tareas», cuenta Sauro: «colocar una vaya alrededor del terreno del nuevo monasterio, limpiar las hierbas de la zona circundante, cortar leña, construir un muro...». Y se pusieron manos a la obra. Algunos, acostumbrados en su trabajo a dar órdenes y dirigir, ahora obedecían; el comercial transportaba piedras en la carretilla; el técnico cortaba leña... mientras otros iban preparando el pescado que habían traído desde Chioggia.

Y así pasaron tres días. «Haciendo cosas sencillas, y pensar que veníamos pensando que seríamos capaces de levantar una casa...». Pero se trataba de hacer lo que era necesario, aquello que fueran pidiendo. «Y a medida que íbamos avanzando, nos dábamos cuenta de que lo que hacíamos eran gotas en un inmenso mar de trabajo por hacer», dice Lorenzo. «Al final del primer día fuimos a rezar vísperas con los monjes en un prefabricado, con unos cantos celestiales, una belleza y una paz que nunca antes había experimentado. No habría querido estar en ningún otro lugar del mundo».

A la mañana siguiente, vuelta al trabajo. «Entre sierras eléctricas y carretillas, las labores avanzaban estupendamente. Y a las cinco llegó la hora de vísperas...». Lorenzo y los demás, muy atareados y a buen ritmo, decidieron no ir. «Por la noche, antes de dormir, me di cuenta de lo estúpido que había sido. La tarde anterior no había querido estar en ningún otro sitio del mundo y hoy lo dejé pasar porque tenía trabajo... como si el hacer fuera a resolver las cosas. Pero entonces, ¿para qué estaba allí? Recordé la mirada del primer día del padre Agustín, y me sentí mirado con la misma ternura». Porque es "otro" quien da sentido a las cosas, prosigue. «Entendí que para los monjes, aunque tardáramos trescientos años en reconstruirlo todo, no sería un problema. Pero dar un sentido a lo que hacer, a cada instante, eso sí. Y saben que no se lo pueden dar por sí mismos». Allí estaba el significado de ciertos gestos que continuamente sorprendían a los siete amigos de Chioggia: el almuerzo en silencio, con las lecturas y dos hermanos que servían para que los demás pudiera seguirlas. O las genuflexiones del hermano que ayudaba al celebrante durante la misa. «En un container de menos de dos metros de largo, cada vez que pasaba delante del altar se inclinaba, pero el espacio era tan pequeño que aquello sucedía continuamente, bastaba con querer dejar paso al celebrante». Al principio no hacían mucho caso, luego sonreían, «pero al final te conmueves...», sigue contando Lorenzo.

El domingo fue otro día de trabajo duro, antes de emprender el viaje de vuelta a primera hora de la tarde. «Veinte horas de trabajo... ¿qué es eso?», se pregunta aún Lorenzo: «Nada. De hecho, sales con la idea de hacer algo por ellos y hemos recibido y traído a casa mucho más que lo que hemos dado. Hemos cambiado. Hasta el punto de que el lunes el trabajo ya no era igual».