Iraq. Un día en casa

Junto a los cristianos desterrados por el Daesh, visitamos los pueblos “fantasmas” a las afuera de Mosul. Solo pueden visitar sus casas en la llanura de Nínive durante unas horas, porque se sigue combatiendo
Fernando De Haro

Junto a los cristianos desterrados por el Daesh, visitamos los pueblos “fantasmas” a las afuera de Mosul. Solo pueden visitar sus casas en la llanura de Nínive durante unas horas, porque se sigue combatiendo. Aunque ciertos corazones gozan ya de la libertad

KEREMLES

Almass habla en el dialecto siriaco de Keremles, uno de los pueblos cristianos de la llanura de Nínive. En Qaraqosh, a escasos kilómetros, se habla otro dialecto. Keremles tiene una larga historia. Su origen se hunde en el tiempo de los sumerios. Todavía en el centro del pueblo, ahora abandonado, sigue en pie una arquitectura popular que recuerda las formas asirias. Su iglesia más antigua, la de San Jorge, es una fundación del siglo VI.
Almass, madre de familia, se seca las lágrimas con un pañuelico de papel. Llora al contemplar el que fue su cuarto hasta que el Daesh les obligó a escaparse, a ella y a su familia, en una noche que recuerda con dolor. El vinagre sobre la encimera de la cocina, las camas en la azotea (en las noches de un verano de 50 grados se duerme al raso), el cepillo de dientes sobre el lavabo hablan de esas horas en las que dejó todo atrás. «Mis hijos ya estaban dormidos, eran las 12 de la noche, los desperté y nos metimos en el coche», recuerda. Antes de abandonar el pueblo, después más de dos años de ocupación, el Daesh quemó su hogar como quemó el 80% de las casas de Keremles.
Ya han pasado dos veranos, pero Almass no se acostumbra. «En Keremles teníamos una vida bonita, por la mañana iba a la iglesia a rezar y después volvía a trabajar en las cosas de la casa», explica. El marido de Almass es un hombre de varios oficios, como casi todo el mundo en el pueblo. Le dedicaba un rato al campo, trabajaba en la construcción y también en un taller mecánico. Me lo enseña con orgullo. En la puerta, una jaculatoria a “Aloja”. La higuera, tenaz, en el jardincillo donde estaban las gallinas, se resiste a la guerra. El marido de Almass es diácono y se dedicaba a enseñar a los niños en la escuela de la iglesia la escritura caldea, una de las variables del siriaco que contrae la lengua. Por eso guardaba con mimo, junto a su cuarto, una respetable biblioteca que ahora está reducida a cenizas.
Paseamos por un Keremles desierto en compañía de Almass y su marido. El día es soleado y bajo una tierna luz de invierno que calienta el alma se suaviza el aspecto de las calles desiertas, el abandono y la soledad. La iglesia parroquial se ha salvado del incendio pero las cruces están, como siempre, mutiladas. En su atrio se esconde el doble martirio de un sacerdote de Mosul. El padre Ragheed, originario de Keremles, fue asesinado por Al Qaeda en Mosul cuando todavía era muy joven. Le amenazaron de muerte pero no quiso abandonar a sus fieles. Ahora su tumba, en la que fue su parroquia, está profanada. El Daesh no lo ha dejado reposar en paz. También están profanadas las tumbas que rodean la cercana iglesia de San Jorge. Un ataúd abierto yace a la entrada.
Almass estrecha el pañuelico de sus lágrimas entre las manos y le viene un suspiro al pecho. Llora con los ojos y me sonríe con la boca. «Nuestra vida no puede ser otra cosa que confiar en Dios, rezarle», me dice. Pocas palabras, rotundas, ciertas. Pocas palabras que sostienen una vida difícil.
Keremles está lleno de túneles. El Daesh los utilizaba para escapar. Entramos en uno de ellos que se alarga unos 70 metros. En las paredes, sacos terreros. Sobre el suelo todavía la sandalia de algún combatiente. Y la porquería de la guerra: ropa sucia, una caja de queso de marca egipcia rasgada, restos de combustible, el humo negro de un generador y los nombres de los combatientes escritos aquí y allí.

Los milicianos y el monasterio. Almass, como todos los cristianos de la llanura de Nínive, tenía la costumbre de visitar el monasterio de San Behnam. Un monasterio levantado en el siglo IV. Junto a la tumba de uno de los fundadores del cristianismo en esta región, se construyó una iglesia ricamente decorada con un estilo oriental fascinante. La iglesia está rodeada de numerosas estancias donde las familias solían pasar varios días de celebración y de fiesta.
Ponemos rumbo al monasterio de San Behnam que se encuentra en zona controlada por las milicias chiitas. Para eso nos tenemos que acercar a nueve kilómetros de Mosul. Cruza un camión con cadáveres enrollados en alfombras. Los chiitas engalanan los check point con banderas de colores y flores de plástico. Y otra vez la suciedad de la guerra. Milicianos jovencísimos, sucios como pordioseros, sosteniendo los fusiles con una ligereza que da miedo. El monasterio de San Behnam está convertido en un centro de operaciones de la Milicia de Babilonia en la que combaten chiitas y cristianos. La cúpula que cubría la tumba de san Behnam ha sido dinamitada. Solo quedan cascotes del monumento cristiano más importante de la llanura de Nínive. Junto a la ruina, dos barriles de metal convertidos en bombas, con la mecha lista para estallar. El monasterio nuevo, con preciosas puertas del siglo XVI esculpidas en piedra, está en pie. Pero la estatua de san Behnam ha sido terriblemente mutilada. Doce apóstoles de uno de los dinteles han sido borrados a golpes de cincel. Nos lo muestra un miliciano que se santigua ante la imagen de María a la que le han cortado las manos. Sus compañeros juegan, bajo este sol que calienta con suavidad, una partida de cartas. Uno en chándal y chanclas, otro combina el uniforme militar con ropa deportiva. Y por todos lados, la cochambre de la guerra. Una parte del monasterio despide un fuerte olor a orines. Estos chicos que apoyan en cualquier lado y de cualquier manera fusiles con el cargador en su sitio están necesitados de un buena ducha desde hace días, desde hace semanas. Un coche civil reparte el rancho, pollo con arroz.
Empieza a atardecer en la llanura de Nínive. Nos precipitamos hacia la salida de la zona militar. Cruza un convoy de tropas estadounidenses, enormes tanquetas de color tierra. Un helicóptero gigante, como un gran monstruo alado, vuela lento sobre nuestras cabezas con mucho estrépito. Cuando se marcha vuelve el silencio. Las últimas luces y el incendio en el horizonte nos hacen fijarnos en una tierra llena de matices, tierra de campos, fecunda, aireada y ya cubierta por los tallos del cereal. Tierra que quizás los cristianos de Nínive han perdido para siempre.
Almass mira a lo lejos. Es mujer de pocas palabras. Me sonríe. «Nuestra vida no puede ser otra cosa que confiar en Dios, rezarle», dice ahora su rostro sereno.

TELESKOF

Marvin tiene 20 años. Alto, delgado, discreto y delicado. Marvin no había salido nunca de su pueblo, Teleskof, hasta que tuvo que huir del Daesh. Pasea con nosotros por una localidad en la que había en su momento 4.000 habitantes y que ahora está desierta. Solo algunos equipos de limpieza rompen el silencio en las afueras. Pero a Marvin le gusta el centro, la casa de sus abuelos y el mercado donde ayudaba a uno de sus amigos. En esta parte de Teleskof las construcciones son tradicionales, alguien las llamaría asirias. Cubos limpios por fuera, muros de adobe, grandes terrazas.
Marvin insiste en que tenemos que visitar a su abuelo, que tenemos que acercarnos al cementerio. La suya es una de las primeras tumbas. Está abierta y profanada. Nos quedamos en silencio. Después de unos instantes Marvin, emocionado, me explica: «No quieren dejar descansar a los muertos. Este es un sitio de paz. Mi abuelo estaba descansando». Hay más tumbas abiertas, las cruces yacen por el suelo rotas.
Caminamos hasta la casa de Marvin. Una de las estrechas calles está llena de zapatos. Salen de un pequeño almacén. Parece que no le gustaron al Daesh o que algún saqueador, después de examinarlos todos, no se quedó con ninguno. Más silencio. La destrucción no es tan intensa como en Batnaya. Las casas están en pie pero quizás por eso la desolación es mayor. Un pueblo pero vacío, como si hubiera caído una bomba que solo hubiera acabado con la vida humana. Un pueblo sin pueblo, los comercios abandonados a prisa, las terrazas sin voces, las iglesias sin canto son un gran grito de ausencia.
La casa de Marvin en Teleskof es grande. Una casa de pueblo con una cocina espaciosa en la primera planta. El padre se dedicaba al campo, ha tenido seis hijos. Entramos en el cuarto de los dos hermanos mayores. «Casi todos los recuerdos de mi infancia están aquí», nos cuenta Marvin. «Pero siempre que vuelvo y abro esta puerta, lo que me viene a la memoria es ese día en el que a las 10 de la noche metí algo de ropa en una bolsa y, llorando, la cerré para escapar del Daesh. Todos en mi familia llorábamos. Mi padre dijo que teníamos que marcharnos porque estaban avanzado hacia Teleskof».
Marvin se sienta en una silla en medio de dos camas. Sobre el suelo sigue tirada su ropa que el Daesh o los saqueadores sacaron de un armario. Sillas rotas, trozos de un espejo sobre los lechos sin colchones. Todo roto, sucio.

Palabras sin cólera. «Los primeros meses después de la huida estaba muy confundido», cuenta Marvin, «Yo creía en Dios, pero no iba a menudo a la iglesia. Decidí empezar a visitarla más. Le preguntaba a mi Dios por qué había permitido lo que nos había pasado. Yo era un chico normal que quería seguir sus estudios, jugar con sus amigos. Nunca había salido de Teleskof. Le preguntaba a Dios por qué había consentido que nos hicieran esto». Las palabras de Marvin comienzan a espesarse, respira despacio tras pronunciar cada frase en un inglés que ha aprendido sin salir de un pueblo perdido en el norte de Iraq. «En estos tres años he leído la Biblia, he encontrado a gente que me ha ayudado, me he acercado más a la iglesia y ahora sé que Dios está a mi lado, sosteniéndome, acompañándome», asegura Marvin. Cuando dice «a mi lado» extiende la mano y señala el espacio que tiene a su derecha. «Estos tres años han sido duros, pero yo ahora soy diferente. Quiero volver cuanto antes, volver a dormir aquí en mi cuarto, en mi cama». Marvin, 20 años. Un rostro dulce, una certeza potente, palabras sin ira, sin odio. Una víctima del genocidio de Nínive con un corazón liberado de la espiral del odio que siembra el Daesh. El mal de los terroristas no es para siempre. Marvin, 20 años, un hombre hecho y derecho, reconstruido. Más cristiano, más humano que antes de la huida. Los pueblos, las carreteras, las calles se reconstruirán con esfuerzo, con dinero, con ayuda internacional. ¿Quién cerrará las heridas del corazón? ¿Quién volverá a dar paz a los muertos y a los vivos?

ERBIL

El alumno de primera fila se ha dormido. Tiene tres años y no consigue seguir la lección de Neval Nabil, la profesora de inglés, que se encarga de la escuela infantil del campo de refugiados Asthi2, en el barrio de Ankawa. Neval da las clases en una caravana. Neval vive con su marido en una caravana: una sola habitación. Su hijo ha nacido en el campo, tiene 10 meses. Neval es contundente: «No quiero volver a Qaraqosh. No hay futuro. Me quiero marchar a Australia». Neval tiene 24 años, un inglés correctísimo –sonríe con discreción cuando me escucha hablar– y un marido que trabaja desde las 9 de la mañana a las 12 de la noche en un café para mantener a la familia. La familia de Neval ha vuelto a Qaraqosh de visita después de la liberación. El ejército kurdo deja pasar a los cristianos que vivían en los pueblos de la llanura de Nínive para visitar sus casas. Pero no les deja quedarse a dormir en ellas. Es zona militar. Qaraqosh era el pueblo cristiano más grande de los que rodean Mosul. Ahora es un pueblo fantasma. En esas excursiones de un día los refugiados intentan arreglar hogares que han sido incendiados, saqueados. Algunos, muchos, hacen planes para volver. No quieren marcharse como Neval. Pero no han tomado la decisión aún.
La jornada ha sido larga en Erbil. Con la ayuda de un colega jubilado de la BBC, que ha decidido venirse a echar una mano, y de una antigua vecina de Mosul, hemos hablado con mucha gente. Responsables eclesiales, jóvenes que trabajan con los refugiados, refugiados, responsables políticos kurdos y un largo etcétera. No es imposible que una buena parte de los 120.000 cristianos vuelvan. Pero hacen falta muchas cosas. La fundamental: cierta seguridad de que lo que pasó no volverá a ocurrir. Anhelan una seguridad como la que se vive en Erbil, ciudad tranquila y limpia, como el Bagdad que conocí en los años 90. Luego hacen falta infraestructuras, dinero para reconstruir las casas derruidas. Luz y agua. ¿Serviría para algo que la declaración de genocidio fuera más contundente? ¿Habría que crear un tribunal especial? Sí, sobre todo para salvaguardar la memoria de las víctimas. Unos a favor del Gobierno de los kurdos para toda la región de Nínive. Otros reclamando una región autónoma con el respeto de Bagdad que ahora no existe.
Neval quizás logre marcharse a Australia. Los más jóvenes quieren otra vida. Neval dejará su tierra, «pero a lo que no renuncio –afirma con contundencia– es a Jesús. Nunca dejaré de ser cristiana».