Antonio Balsamo en Rímini (Archivo Meeting)

Antonio Balsamo: «Pino Puglisi, la justicia y yo»

El magistrado antimafia habló del beato asesinado en el Meeting. «Su capacidad de escucha y la fuerza de su entrega personal han marcado mi carrera profesional»
Maria Acqua Simi

Antonio Balsamo es un magistrado antimafia con un currículum internacional envidiable, casado y padre de cuatro hijos, conoció en personal al beato Pino Puglisi. Han pasado treinta años desde el asesinato del sacerdote italiano a manos de la Cosa Nostra. Balsamo, durante un conmovedor encuentro en el Meeting de Rímini, quiso recordar los frutos de la vida –y de la muerte– de un cura del que todos dicen que es santo. Empezando por sus dos asesinos, Salvatore Grigoli y Gaspare Spatuzza, convertidos durante los años más duros de la cárcel. Para Balsamo, el beato siciliano fue decisivo a la hora de elegir la carrera de magistrado. Este año estuvo en Rímini por tercera vez porque, según dice, del Meeting siempre se sale enriquecido. Y para demostrar que no es una forma de hablar, cita varias exposiciones de ediciones pasadas como la del juez Rosario Livatino o la de las Apac, las cárceles que han surgido en Brasil “gestionadas” por los propios presos. «Del amor nadie huye», repite. Esa es también en parte su historia.

¿Por qué eligió este trabajo?
Mi generación está influenciada por hombres como el padre Pino Puglisi. La empatía tan fuerte que tenía con todos, su capacidad para escuchar y animar a los jóvenes a mirarse a sí mismos, su entrega en primera persona para dar un giro a la historia de nuestra ciudad y devolverle la esperanza fueron una gran inspiración para mí y para mucha gente de mi generación. Igual que el cardenal Salvatore Pappalardo, que con gran coraje denunciaba a la mafia en sus homilías cuando iba a misa con mi padre.

¿De qué años estamos hablando?
Entre finales de los 70 y primera mitad de los 80. Lo que me llamaba la atención del cardenal Pappalardo era que –cuando veía una reacción puramente emotiva, de breve duración, ante hechos muy graves– era capaz de despertar la conciencia de los italianos. Como cuando dio aquel discurso del 4 de septiembre de 1982, tras el asesinato de Carlo Alberto dalla Chiesa, Emanuela Setti Carraro y Domenico Russo, donde dijo: «Mientras en Roma se piensa en qué hacer, la ciudad de Sagunto era conquistada por los enemigos. Y esta vez no es Sagunto sino Palermo. ¡Pobre Palermo! ¿Cómo podemos defenderla?». Para toda mi generación, esta figura fue realmente importante. Tenía una forma de ser que me recuerda mucho al actual arzobispo de Palermo, monseñor Corrado Lorefice, con gran carga de sencillez, humanidad y capacidad de movilizar conciencias. Otra figura decisiva fue el primer magistrado que yo conocí, Rocco Chinnici. Ningún juez antes que él visitaba los colegios para hablar a los jóvenes de los peligros de la droga y de la mafia. Sentíamos que los jueces podían incidir realmente en la sociedad. Todo eso me convenció de que era una actividad en la que merecía la pena implicarse.

No era fácil optar por ese camino en el Palermo de los años 80.
No, de hecho no pensaba ser magistrado cuando empecé la universidad. Lo que quería era ser profesor universitario. Pero justo en esos años se produjo un cambio completo en la relación entre el mundo de la justicia y la sociedad, gracias a la capacidad de los magistrados de salir al encuentro de las grandes necesidades sociales que había, pues toda mi generación percibía la presencia opresora de la mafia. Crecí en un Palermo donde la “guerra de mafias” se cobraba casi mil víctimas mortales. La universidad también ponía de su parte en este cambio. Siempre recuerdo un encuentro organizado por el profesor Giovanni Tranchina –que daba clases de Código penal– con Giovanni Falcone, que explicaba así cómo él y otros miembros del grupo antimafia desarrollaban su tarea como jueces instructores en el macroproceso: «Simplemente ejercimos esos poderes que existían desde siempre pero que no se ejercían». Ver hombres que actuaban en serio, que tenían este coraje y esta inmensa carga de humanidad y confianza en el futuro fue decisivo para emprender el camino de la magistratura. Mi trabajo me ha llevado muchas veces al Palermo de los años 80, con sus aspectos más dramáticos. En los primeros años 2000 tuve que ocuparme de un proceso referido a la fase final de la guerra de mafias de principios de los 80, a un día en concreto, el 30 de noviembre de 1982. Todos recordábamos ese día porque hubo dos tiroteos donde murieron cuatro personas, pero en ese proceso solo salió la punta del iceberg. Al menos 13 personas habían sido asesinadas ese día en Palermo y en las localidades limítrofes y los cadáveres habían sido quemados o disueltos en ácido. Para todos los que elegimos hacer este trabajo, saber que no estábamos solos fue una gran ayuda.

Usted ha aportado a su labor como juez esta empatía. Ha colaborado en la conciliación de parejas que querían separarse y ha ayudado a que estudiantes de Derecho penal pudieran encontrarse con la realidad carcelaria, por ejemplo.
Me he dedicado mucho al Derecho penal. En todos estos procesos se entabló una especie de diálogo ideal con magistrados y abogados que en 1992 dieron su vida por el país y de los que aprendimos mucho para construir una justicia capaz de dar nuevas respuestas a las necesidades de los ciudadanos. En este sentido hay dos iniciativas que se han puesto en marcha en Palermo. La primera es para parejas que deciden separarse. En el Tribunal de Palermo nos dimos cuenta de la necesidad de ofrecer apoyo psicológico y humano a quienes deciden dejar de caminar juntos, integrando la actividad judicial con la aportación del Departamento de Ciencias psicológicas de la Universidad, creando así dentro del Tribunal un “espacio familiar”. Al mismo tiempo, hemos reducido muchísimo los plazos procedimentales, citando la comparecencia de los cónyuges en los 15 días siguientes a la presentación del recurso de separación de mutuo acuerdo, lo que permite activar inmediatamente un intento de conciliación y favorecer una actitud constructiva en favor de los hijos. Es significativo que en tres años, de 2019 a 2022, se haya producido una reducción en las separaciones judiciales del 30%. En 2021 reactivamos también un organismo que está previsto en el ordenamiento penitenciario pero que había caído en desuso, el Consejo de Ayuda Social. Está formado no solo por el mundo de la justicia, sino también por sujetos delegados por el obispo, el alcalde, la región, el prefecto y otras instituciones y entidades públicas y privadas cualificadas en la asistencia social. Es una forma de crear redes para la reinserción de los presos, siguiendo una idea muy moderna de actualización del derecho a la seguridad.

¿Qué hace concretamente?
Junto con las instituciones y agentes sociales, hemos puesto en marcha un proyecto para favorecer la inserción laboral de los presos antes de su liberación. Además, en colaboración con la Universidad y la Cámara Penal, hemos permitido que los estudiantes de Derecho Penal puedan entrar en la cárcel para ver en qué consiste realmente el cumplimiento de una pena. No deben tener una visión abstracta.

Como en las películas…
Exacto, que es una visión muy alejada de la realidad. Al final de un encuentro, un estudiante me dijo: «Gracias porque he vuelto a creer en la cárcel. Ahí dentro he encontrado muchísima humanidad». Los estudiantes se quedan impactados por la humanidad de los presos y del personal penitenciario. Descubren que hay muchos problemas, sí, y hay que afrontarlos, pero también hay un gran deseo de cambiar entre los que están cumpliendo sus penas. Y hay que invertir en esto. Estoy convencido de que para estos jóvenes puede ser una estupenda llamada al desempeño judicial. Y para los presos es importante ver que la sociedad no es indiferente, que cree en ellos. Eso es lo que más les anima. Mañana estos estudiantes serán jueces y recordarán que las palabras escritas en la Constitución, que dicen que la pena tiene una función reeducativa, deben hacerse realidad. En el mismo momento en que se establece una pena, lo primero que hay que preguntarse es: «¿Qué pena puede ser más reeducativa para esta persona?». La justicia también puede hacer muchísimo para salir al encuentro de las víctimas de delitos. Yo estudié en los salesianos y desde entonces llevo gravado un pasaje de la Eneida donde Dido le dice a Eneas: Non ignara mali, miseris succurrere disco (Virgilio, Eneida, I, 630). Conociendo el dolor, podemos ayudar a quien sufre. Eso es lo que creo que debemos hacer los magistrados.

Son dos ejemplos muy bonitos de esa mirada que usted aporta a su trabajo, llevándosela a la gente con la que se encuentra.
Recuerdo que Rocco Chinnici, cuando era pretor, le dijo a su hija: «Ven, que te presento a una amiguita», y la llevó a la celda de seguridad de la pretura para que jugara con una niña cuya madre estaba detenida. Esta proximidad es lo que hace posible un cambio de vida: un rostro humano, cercano, en la justicia. Cuando uno involucra a sus propios hijos, quiere decir que lo siente de verdad.

Ha escrito un libro donde recorre las muchas zonas de penumbra que aún quedan, como las graves lagunas de la historia judicial italiana donde estaban implicadas personas del aparato estatal. ¿Todo eso no ha minado su confianza? Supongo que estará herido.
Sí, pero no he perdido la confianza. Pienso en mucha gente que ha tratado de aclarar por todos los medios algunos de los momentos más dramáticos de nuestra historia. Uno de ellos fue Gaspare Spatuzza, que mató al padre Puglisi y mientras cumplía once años de aislamiento decidió colaborar con la justicia después de oír misa en la cárcel. Durante la homilía el sacerdote había citado algunas palabras de Puglisi y desde entonces siempre ha dicho que esos años de prisión tan duros fueron una bendición, un vuelco en su vida. Es un hecho que se impone y que me lleva a decir que hay esperanza. Antes de su colaboración con la justicia, el conocimiento que teníamos de muchas cosas era muy parcial y falseado. Su aportación fue decisiva.

Hace unos años vimos en el Meeting una exposición sobre la experiencia de las Apac en Brasil, cárceles sin barrotes ni guardias.
La recuerdo perfectamente, como recuerdo el discurso, verdaderamente significativo, de Marta Cartabia diciendo: “Del amor nadie huye”. Me impactó muchísimo. Estos años he visto un gran desajuste entre los temas que ocupan el centro de la reflexión en otros países, en Europa, en la comunidad internacional, y los que se tratan aquí. Es como si Italia se hubiera quedado en lo que Pino Puglisi llamaba “el síndrome de tortícolis”, que siempre hace mirar atrás. Es una pena.

¿Ve con esperanza el futuro de la justicia italiana?
Nuestros jóvenes viven inmersos en una cultura de derechos humanos con un amplio horizonte internacional. Esta cultura puede ser un inmenso terreno de encuentro porque Italia se ve como un modelo importante por su capacidad para hacer frente a las formas más graves de criminalidad sin dar nunca un paso atrás en la protección de derechos y garantías. Ante ciertas formas muy graves de criminalidad, puede darse la tentación de elegir un camino de desvío de los principios del estado de derecho pero la lucha contra la mafia debe librarse con las armas del estado de derecho, no con la lógica de un estado autoritario. Otro punto importante es que no hay que olvidar la centralidad de la persona. Puglisi decía siempre que «justicia significa poner en primer lugar el valor de la persona humana, de cualquier persona», y hablaba del «derecho de los más pobres». No cabe duda de que esta visión tiene un fundamento muy fuerte en los valores cristianos. Pero para no perderla de vista hace falta una profunda reflexión sobre la burocratización de la justicia. Una justicia que no entra en la vida de la persona que tiene delante corre el riesgo de cometer errores clamorosos. Ese riesgo de burocratización existe y por desgracia ha encontrado un gran impulso en ciertas reformas que se han desarrollado en las últimas décadas.

¿Dónde hay que invertir?
En los jóvenes. Siempre pienso en las esperanzas que tenía la madre de Puglisi respecto al destino de su hijo. Lo quería “culto, pobre y santo”. Una cultural que conduce al compromiso personal y al servicio a los demás cambia el mundo. Y esto vale para todos.

¿Sus padres también eran del estilo de la madre de Puglisi?
Crecí en un ambiente de gran religiosidad. Mi padre era una persona muy comprometida en la parroquia, pertenecía a la Acción Católica y atravesó momentos tan complicados como la Segunda Guerra Mundial, y no en Sicilia sino en el norte, que era otra cosa. En mi familia se daba una situación extraña. La misma etapa histórica de los últimos años de la guerra se percibía de manera completamente diversa por parte de mi madre y de mi padre, porque ella la pasó en Sicilia y él en el norte, como decía. Mi madre tenía una visión absolutamente serena de la última etapa de la guerra. Recordaba el desembarco de los americanos con grandes expresiones de alegría entre los sicilianos, reparto de caramelos, chocolatinas… Pero mi padre tenía un recuerdo dramático de la guerra, terrible, se escapó de la deportación a un campo de concentración, huyendo por las alcantarillas. Con estas experiencias tan duras desarrolló una gran fe y para mí supuso una presencia muy importante en mi juventud, que luego se consolidó en el periodo en que estudié con los salesianos.

¿Qué experiencia tuvo allí?
En torno a ellos había toda una labor de voluntariado que promovían los sacerdotes. Nuestro profesor de italiano nos implicó en las actividades de San Vicente de Paúl y nos llevaba a repartir alimentos por los barrios más complicados. Fue algo muy significativo para todos nosotros, nos formó humanamente.