Boris Gudziak (Catholic Press Photo)

Ucrania. «Custodia tu corazón»

Su historia y la de su tierra martirizada. El relato de un pueblo que sigue viviendo. En Huellas de abril, la aportación de Monseñor Gudziak, arzobispo metropolita de Philadelphia de la Iglesia católica ucraniana
Luca Fiore

«Llegué al New York Encounter nada más volver de mi último viaje a Ucrania, donde pude ver el drama de mi pueblo. Visité una parroquia del centro de Leópolis donde se habían celebrado 300 funerales de soldados. Imaginaos lo que significa para un sacerdote estar al lado de todas esas madres, esposas e hijas. Al llegar al Encounter, por el contrario, me impresionó la atmósfera de alegría y amistad con que me acogieron. He conocido a gente culta, curiosa, libre respecto a los bandos que se forman incluso dentro de la Iglesia. Hombres y mujeres que buscan profundidad y autenticidad. Creo que esto también genera paz. Y esa es la tarea de la Iglesia».
Monseñor Borys Gudziak, arzobispo metropolita de la iglesia ucraniana en Philadelphia, participó en el evento neoyorquino junto a monseñor Gabriele Caccia, nuncio apostólico de Naciones Unidas, sobre el tema “Paz en la tierra”. En esa ocasión dijo que «la paz es realmente algo divino. Es la vida de la Trinidad. La guerra, la invasión y el imperialismo son en cambio obra del diablo. La guerra es la violación de cada uno de los diez mandamientos. Es lo contrario de la voluntad de Dios. La tarea de la Iglesia consiste en recordar esto, en ayudar y vivir según lo que nos pide Dios. Por tanto, es fundamental la oración y reconocerse en presencia del Señor. Predicar el evangelio, prestar atención a la palabra de Dios, en cualquier circunstancia pero sobre todo en medio de una guerra, tiene un gran significado. Los momentos de oración, más que las manifestaciones de protesta, dejan en la gente una sensación de paz». Nacido en 1960 en Siracusa (Nueva York) de padres ucranianos, fue rector de la Universidad Católica de Leópolis. El arzobispo parte justamente de sus raíces para contar los últimos doce meses que ha vivido su pueblo.

¿Cómo ha sido su experiencia desde el 24 de febrero de 2022?
Me crie siendo hijo de refugiados. Mis padres huyeron durante la Segunda Guerra Mundial, en la que murieron siete millones de habitantes de las tierras ucranianas, y se conocieron en Nueva York. Una hermana de mi madre murió en la resistencia, los padres de mi padre enterraron a ocho de sus diez hijos. Luego vino la gran carestía provocada por Stalin en 1935, el genocidio de los judíos ucranianos bajo la ocupación nazi, la persecución de la Iglesia por la Unión Soviética. Historias de guerra y destrucción. La invasión rusa a gran escala, después de ocho años de guerra en el Donbas y la ocupación de Crimea, me hizo recordar todas estas historias del pasado de un modo nuevo y muy vívido. Creo que le ha pasado a muchos de mis paisanos.

Una nueva herida en un cuerpo ya herido.
Soy historiador, me he pasado veinte años recogiendo información sobre la Iglesia perseguida en la Unión Soviética. La Iglesia greco-católica ucraniana, de 1946 a 1989, fue la mayor Iglesia ilegal del mundo. En el ’45 todos nuestros obispos fueron arrestados. Cientos de sacerdotes, junto a sus familias, fueron enviados a Siberia porque se negaron a romper su comunión con Roma. Entonces la Iglesia católica oriental ucraniana estaba muy arraigada en el tejido social de las regiones occidentales del país. El sacerdote era un líder dentro de la comunidad, su mujer podía ser maestra, directora de coro, organizadora de obras de teatro, y sus hijos solían acabar siendo miembros de la inteligencia. Era una realidad que, por su comunión con la Iglesia universal, tenía una salida, un vínculo, también canónico, que la hacía más difícil de controlar. Por eso Stalin la quería hacer desaparecer. Hoy en las regiones orientales ocupadas ya no hay ni un sacerdote católico y los que quedan en Crimea son perseguidos.

Ha estado en Ucrania seis veces desde que empezó la invasión. ¿Qué ha visto?
Un pueblo traumatizado, que sufre bombardeos a diario: los de las bombas y los de las noticias. Los ucranianos revisan las páginas de información cinco o seis veces al día para ver cuáles son las zonas atacadas o qué ha pasado durante la noche. Quieren saber si sus familiares y amigos siguen con vida. Existe una aplicación de móvil que indica los ataques. Es un doble estrés. Yo les animo a que apaguen el teléfono. En los dos primeros meses de la invasión, siete millones de personas dejaron el país y otros siete se convirtieron en desplazados internos. No recuerdo otro momento de la historia en que 14 millones de personas se hayan visto obligadas a dejar sus casas en un periodo tan breve. Muchos han vuelto mientras tanto, pero el éxodo no ha parado. A este drama hay que añadir el de la separación de las familias, porque la ley marcial impide que los hombres entre 18 y 60 años salgan del país. Además, hay que sumar el drama de la violencia contra los civiles. Creo que no ya hay dudas de lo que pasó en Bucha. He hablado con personas que fueron torturadas, con viudas, padres que perdieron a sus hijos, jóvenes que perdieron a sus amigos, soldados que han quedado mutilados o paralizados. Me sorprende que entre los cientos de personas que he visto, nadie me haya dicho: «Debemos rendirnos». No digo que no haya ucranianos que lo piensen, pero no me los he encontrado.

¿Cuál es la raíz de esa violencia?
Adán toma el fruto que lleva a la muerte. Esa “toma” es el origen de toda violencia. Dios nos lo dona todo y nos dice: «Vive este don». La guerra es esa “toma” a lo grande, es la violación de todos los mandamientos. Toma la vida de la gente, toma la tierra de otros, es un saqueo de humanidad, cultura, creatividad. Pero no solo veo violencia.

¿Cómo?
La gente sigue viviendo. No habla mucho pero hace, actúa. El país va hacia adelante. Hemos asistido a un increíble impulso de solidaridad. Veo en acto los principios de la Doctrina social de la Iglesia: defensa de la dignidad humana, solidaridad, subsidiariedad y búsqueda del bien común. Hoy, siete millones de personas viven en casas ajenas o en instituciones eclesiales o culturales. Es muy significativo que, con 14 millones de desplazados, no hayan sido necesarios campos de refugiados. También ha habido una grandísima movilización fuera de Europa y en Estados Unidos, Canadá y otros países. Cuando hablo con los ucranianos, siempre me piden que dé las gracias a la gente que los está ayudando.

El Papa sigue pidiendo la paz y el diálogo.
La paz es el fin de la guerra, pero para serlo necesita la justicia. La única persona que puede detener la guerra es el presidente Putin. Ucrania no tiene ningún interés en atacar Rusia. Los ucranianos no pueden dejar de defenderse. Si lo hacen, Ucrania dejará de existir, y con ella su lengua y su Iglesia de rito oriental. El Papa siempre pide que no seamos abstractos. Para Jesús, el principal mandamiento es «ama a Dios y a tu prójimo», y para explicar lo que significa “amar al prójimo” cuenta la parábola del buen samaritano. Ama quien reconoce y ayuda a la víctima. El criterio para la paz debería ser la postura de la víctima. Y aquí la víctima está clara. Ucrania ha mostrado históricamente su opción por la paz.

¿En qué sentido?
Me refiero al Memorándum de Budapest firmado en 1994, donde Ucrania renunciaba a su arsenal nuclear (que entonces era el tercero del mundo) a cambio de que se respetara su seguridad, independencia e integridad territorial. Aquel documento fue firmado por Estados Unidos, Reino Unido y Rusia. Ese año, además, el ejército ucraniano contaba con 900.000 efectivos. En 2014 bajaron a 150.000. Fue un acto de confianza en la humanidad, en la paz, en la posibilidad de convivencia entre los pueblos. Estos pasos dados por el Estado y por el pueblo ucraniano se olvidan a menudo. La respuesta ha sido la guerra.

¿Qué significa para usted «amar a los enemigos»?
Rezo sobre todo por la conversión de los invasores. Una amiga italiana, al día siguiente de la invasión, me dijo: «Custodia tu corazón». Ese es el trabajo que hago cada día. Es difícil. Sobre todo para quien pierde a sus familiares, pensando en las torturas y en los crímenes de guerra. En un mundo dominado por el individualismo y el relativismo, donde todo se trata como algo que se puede comprar y vender, en Ucrania hay quien dice: «Sí, mi vida es importante. Pero hay algo aún más importante: la verdad. Está la verdad y está la mentira. Están el bien y el mal. Yo estoy dispuesto a arriesgar mi vida por afirmar el bien. Y puedo hacerlo porque está Dios. Aunque muera, no fracaso».

¿Qué podemos hacer nosotros por la paz?
Rezar, informarse e informar sobre la realidad de los hechos, y ayudar como se pueda. Hay muchas necesidades humanitarias, también cerca de vosotros.