Maria Francesca Righi

Giussani. «Yo era su chófer y él, mi confesor»

Maria Francesca Righi, abadesa del monasterio cisterciense de Valserena, cuenta su relación con el fundador de CL (publicado en "Il Giornale")
Sabrina Cottone

Maria Francesca Righi es abadesa del monasterio cisterciense de Valserena, en Italia. Milanesa nacida en 1951, su vida estuvo muy ligada a la del sacerdote de Desio fundador de Comunión y Liberación, uno de los movimientos eclesiales más importantes surgido en el siglo XX. En los años de la contestación estudiantil, en pleno 68, Maria Francesca se sentía atraída por las manifestaciones de protesta pero también don Giussani en la Universidad Católica, siendo estudiante de filosofía, y en alguna ocasión le hizo de chófer. El vínculo entre ellos fue muy profundo, tanto que sor Maria Francesca dará un testimonio sobre su relación con don Giussani en el Meeting de Rímini, con motivo de la exposición sobre el centenario de Giussani.

Llama la atención que en aquellos años usted ya hiciera de chófer a don Giussani. ¿Le gustaba conducir? ¿Cómo era de pasajero?
Recuerdo que le acompañaba aquí y allá, para muchos de nosotros esa era la manera de poder cruzar con él unas palabras. Yo era bastante silenciosa y pensativa, y me alegraba de poder servirle. Él iba dando las indicaciones. En uno de esos viajes le confesé que quería entrar en el monasterio.

Usted participó en las manifestaciones de protesta en los años de la contestación. ¿Cómo se pasa de ahí a la clausura?
La época del movimiento estudiantil estuvo muy marcada por un verdadero deseo de autenticidad, de ser protagonistas de nuestra vida, agentes activos de la historia. Aún no llegaba a entender que esas manifestaciones quizá no eran la manera más adecuada de expresarlo. Lo que no secundé fue su degeneración más violenta. Luego «exiliaron» a nuestra clase, que quizá era la más turbulenta, a escuelas de la periferia separándonos, y llegué a una escuela donde la comunidad cristiana era muy viva y visible. Empecé a rezar y estuve un tiempo yendo a las manifestaciones con el libro de salmos. Luego vi que tenía que elegir y empecé a ir a los laudes matutinos con la comunidad inicial de Gioventù studentesca. La decisión de la clausura llegó después, aunque el impacto con Cristo fue totalizador y definitivo desde el primer momento.

¿Puede contarnos su primer encuentro con don Giussani? ¿Recuerda dónde fue, qué dijeron? ¿Qué es lo que más le impactó?
No fue nada excepcional ni llamativo, sino más bien sereno y reflexivo. Al acabar el liceo ya asomaba la hipótesis de la consagración, pero me eché novio y me gustaba estudiar. No sabía cómo combinar las dos cosas. Nuestro primer encuentro fue sobre esto, en su despacho. Me dijo que todo era posible y factible manteniendo la centralidad de Cristo. La decisión fue mía. Recuerdo que tenía un respeto absoluto por la libertad del otro y la suscitaba con su mera forma de ser. En él descubrí una verdadera paternidad, que nunca se aprovechaba de su autoridad, sino que ayudaba a la persona a tomar conciencia de sí ante Cristo. «Inclina esa cabeza dura de rodillas ante Cristo y pide», me decía. «Deja de razonar y abandónate a Cristo», lo que suponía aprender a razonar de otra manera, desde una perspectiva diferente a los cálculos que se agitaban en mi cabeza.

¿Cómo la acompañó don Giussani?
Don Giussani fue la persona que me ayudó a dar el paso de una fe niña a una fe adulta, no tanto con charlas personales que eran rarísimas en él, sino con lo que nos enseñaba en la universidad. Se trataba de dar razón ante uno mismo y luego ante los demás de la propia fe y esperanza, y no plantear la vida como un sueño sino como respuesta a una llamada de Otro. Se trataba de reanudar la conciencia a su tradición cultural nativa, no a Mao, Marx o Lenin, como gritaban en las calles, sino a Cristo, la Iglesia, los padres, los filósofos, los santos. Un mundo que no conocía y que era de una belleza y verdad abrumadoras.

¿Qué tipo de confesor era don Giussani?
Puede sonar banal, pero estaba disponible. Lo digo porque a veces viene gente al monasterio que necesita ser escuchada y no encuentra sacerdotes. ¡Pero nosotras no podemos absolver a nadie! Él escuchaba y convertía ese momento en un verdadero aprendizaje de la conciencia, un juicio, una ocasión realmente educativa. No recuerdo ningún gesto de impaciencia o enfado, sino una pasión serena por mi destino y una capacidad de desbrozar con una palabra la confusión que llevaba dentro. Fueron años de educación en la confesión como sacramento, de aprendizaje de un juicio y de ejercicio de la verdad. No me pegaba a su persona sino a la verdad y a esa paz que me ayudaba a hacer mía.

¿Cuál es su recuerdo más vivo de él?
Cuando me dijo, después de haber escuchado mi historia y mi deseo de entrar en el monasterio: «Eres totalmente imprevisible... ¡pero vas muy bien!». Y mirándome fija e intensamente, como quien contempla algo hermoso, añadió: «Tú eres como el alba. Luego, poco a poco, se ve el sol». De todas formas, mi recuerdo más vivo es cuando nos hablaba en clase o en los encuentros.

¿Es cierto que tenía mucho sentido del humor?
Sí, porque le invadía una positividad serena y por eso sabía ver el lado de las cosas que hacía sonreír sin escándalo ni irritación. Acogía la realidad con toda su riqueza y complejidad, con toda su contradicción, como algo esencialmente bello y bueno.

Después de su muerte, ¿cómo ha continuado su relación con él?
Con la oración y con la conciencia de la comunión de los santos. Recuerdo concretamente, después de una conversación con alguien del movimiento que me contaba las dificultades de estos años, soñé con él que, de cara al cambio, sonreía como diciendo: «no tengáis miedo, ¡irá bien!». Pero nunca decía esto sin que llevara dentro un juicio verdadero. Aquel sueño me impactó... parecía real.

¿Qué es para usted la santidad, la vio en don Giussani?
La pertenencia a Cristo en cada pliegue de la propia humanidad, en la aceptación alegre de la cruz, de la mortificación que él llamaba «semblanza de muerte», pertenencia que se convierte en una experiencia contagiosa de la Iglesia y en una esperanza inquebrantable. Siempre decía: In spem contra spem credidi. Le vi obedecer cordialmente a la autoridad que era signo de Cristo, y eso le bastaba. El hecho de que muriera el día de la cátedra de san Pedro significa para mí que entregó toda su vida obedeciendo a la Iglesia mediante el vicario de Cristo.

Junto a don Giussani, ¿quiénes han sido sus maestros de vida espiritual?
Los que conocí en la universidad y sobre todo en la vida monástica: las madres Cristiana Piccardo y Monica, las madres que me acogieron en Valserena y todos los padres que he conocido aquí. Los santos cistercienses, sobre todo Bernardo, al que me dedico a traducir, Aelredo, Guerrico, Guillermo de St Thierry, los grandes teólogos del siglo XX como De Lubac, Balthasar y los Papas que han acompañado mi vida consagrada, san Juan Pablo II y Benedicto XVI.

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