Mauro-Giuseppe Lepori

«Algo que nunca había visto»

El padre Mauro-Giuseppe Lepori describe su encuentro con el movimiento a los 17 años. Lo que ha pasado desde entonces y esas miradas que le han ayudado a crecer
Anna Leonardi

Hay datos imborrables en el curriculum vitae de un monje: la intuición de la vocación, la entrada en el monasterio, la profesión definitiva. Y en el del padre Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de los cistercienses desde 2010, hay otro, «tal vez el más importante después de mi nacimiento», como dijo en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de CL, «la fecha en que Cristo entró en mi vida y todo adquirió sentido por fin».
Es 25 de febrero de 1976. Tiene 17 años. Vive con sus padres y dos hermanos mayores en Canobbio, una pequeña localidad de la Suiza italiana. Va al instituto y frecuenta la parroquia. «Esa noche me invitaron con un grupo de jóvenes a casa de una familia de inmigrantes del movimiento de CL. Él se llamaba Luciano y era carpintero. Ella Nella, era ama de casa y se ocupaba de los tres niños. No sucedió nada de otro mundo. Solo un encuentro entre mi corazón insatisfecho y una presencia que me decía: “Mauro, yo existo y estoy aquí para colmarlo de alegría”».

¿Por qué fue allí aquella noche?
Luciano había invitado a un grupito de jóvenes de la parroquia a su casa con la idea de organizar una misa. Mi madre era la que, en una reunión, había propuesto que nos implicaran más. Fui con mi hermano. Era una casa pobre, pero había algo que nunca había visto: la comunión entre ellos. Hubo un detalle que me impresionó. Antes de irnos, Luciano sacó el Libro de las horas y nos invitó a rezar Completas. Yo ya era devoto y solía rezar en la iglesia, no fue el gesto lo que me llamó la atención, sino su libertad. No nos conocíamos, pero él nos dejó ver toda su humanidad.

¿Qué pasó después?
Esa noche no solo conocí a Luciano y Nella, sino un lugar de una amistad que respondía a la soledad que ya sentía y que vislumbraba para mi futuro. Tenía 17 años, amigos, una pasión que era casi idolatría por el estudio, por mis aficiones. Pero sentía esa soledad porque no había encontrado algo que llenara realmente mi corazón. Un abismo de tristeza que conocía muy bien y que muchas veces había hecho que mi vida cediera. Pero en aquella casa me sorprendió otro abismo, el de una alegría que no era mía y que yo no podía generar. A la que siguió una objetividad duradera, pues luego durante semanas me sentía feliz. El primer reflejo de aquel encuentro fue salir al encuentro de ese grupito al que veía rezando Laudes en un aula de mi colegio. Luego empecé a secundar las invitaciones de mi profesor de religión, que acompañaba a los bachilleres de la zona. El domingo íbamos a dos misas: la del movimiento en Lugano y luego íbamos corriendo a Canobbio en el utilitario de Luciano para participar en la misa del pueblo, animada por nuestro grupito.

¿Cómo descubrió su vocación?
Era algo que iba madurando en paralelo a todo esto. Pero aquí también hubo un momento preciso. Fue en 1977, en una peregrinación a Asís. Durante una predicación, un fraile dijo algo sobre la vocación. No recuerdo qué fue, pero en aquel instante volví a sentir la alegría del primer encuentro. El mismo fenómeno. Como cuando vuelves a encontrarte con una persona. Algo inconfundible. Era Cristo que volvía a llamarme. No tenía ni idea de la forma, pero sabía que quería seguirle.

Estaba entonces en la universidad…
Sí, iba a la facultad de Filosofía, pensando en ser sacerdote diocesano. Pero luego se reavivó aquella alegría que trastocó todos los planes.

¿Cómo fue?
Fui a prepararme para un examen bastante complicado a la abadía cisterciense de Hauterive, cerca de casa. De nuevo, la misma experiencia de alegría. Podía ser una sugestión psicológica, un sentimiento que podía ser todo o nada. Pero lo que salvó aquella experiencia fue que cada vez que sentía esa alegría se me daba una compañía a la que esa alegría remitía y con la que podía ir dando pasos.

¿Qué le atrajo de san Benito? ¿Y cómo le abrió el carisma del movimiento al carisma cisterciense?
Nunca tuve la sensación de tener que elegir entre un carisma y otro. Había una continuidad. El carisma es Cristo que te atrae, te indica un camino. El movimiento me ayudó porque nunca me impuso una forma, siempre me educó en lo esencial. Gracias a lo que vivía en el movimiento, he podido mirar y abrazar la esencia de la Regla benedictina con una sensibilidad amplificada. Aunque debo decir, pero esto lo fui aprendiendo con los años, que hasta en la forma el movimiento se inspira en la metodología benedictina: la concepción de la comunidad, la autoridad, la oración, la cultura, el silencio.

¿La relación con don Giussani le acompañó en esta decisión?
Tuvimos varias conversaciones, de las que recuerdo alguna palabra. Pero lo que más conservo es su mirada. Te miraba y te hacía crecer. Percibía su estima hacia mí, que evidentemente era algo que no merecía, que nacía de la gratuidad con la que él miraba cada detalle de la realidad. También me impresionaba que él era el primero en hacerse discípulo, hijo. En ese momento que estaba contigo, él quería aprenderlo todo de ti, estaba pendiente de cada palabra. Pero sin lisonjas. Te escuchaba con una lealtad total y te corregía, aunque fuera un milímetro, cuando era necesario. Sin subir el tono, le bastaba un “sin embargo…”. La primera vez que le vi siendo ya abad, se puso de rodillas y me dijo: «¡Padre, una bendición!».

Otra figura decisiva para usted fue el obispo Eugenio Corecco, teólogo y uno de los responsables del movimiento en Suiza.
De él recibí la misma mirada de caridad de Giussani. Cuando estaba en la universidad, tuve la suerte de vivir con él cinco años. Como profesor universitario, quiso abrir las puertas de su enorme apartamento a un grupo de estudiantes. Una fragua de gracias de la que salieron sacerdotes, obispos y cardenales, pero también laicos comprometidos en el mundo y en la Iglesia. Casi era normal encontrarte en una cena con Von Balthasar o Christoph Schönborn. Era un lugar que te educaba sin la pretensión de hacerlo. Paradójicamente, con Corecco hablé muy pocas veces a solas pero la vida, las comidas juntos, sacaban a colación cuestiones relacionadas con el estudio, la vida universitaria, el afecto. A Corecco solo le preocupaba una cosa: que fuéramos conscientes de las cosas que nos pasaban y de cómo las vivíamos. Recuerdo que por las noches me acostaba con el corazón henchido de gratitud por la experiencia de libertad que estaba viviendo. Aunque no siempre era fácil estar con él, no era una vida cómoda. También nos hacía vivir a ese nivel las fatigas y los litigios, y hasta mi mezquindad, toda mi humanidad, tuvo que salir a la luz para que yo pudiera mirarla y desear cambiar. Luego, el cambio siempre era una gracia.

En los Ejercicios de la Fraternidad, decía que «el Evangelio no acaba nunca» porque estamos rodeados de testigos que nos muestran que «Cristo es la vida de la vida». ¿Quiénes son esos testigos para usted?
Hay testigos que llevo dentro y con los que tal vez solo he estado un instante, pero para mí son padres y madres. Mi persona no podría expresarse sin llevar dentro esa relación. Pienso en los ojos con que me miró la Madre Teresa o en la docilidad del cardenal Van Thuan. Una intensidad de vida que Cristo, al encarnarse, nos inocula aunque sea solo un instante de nuestra vida. También pienso en el sobrino de una gran amiga, que nació con una malformación muy grave en la cabeza y en la cara…

Cuente.
Nada más nacer, en el año 2000, me pidieron que rezara por él, pero nunca podía ir a verle. Un día estaba en una boda en Suiza y mi amiga me dijo: «Vamos a ver a Mateo, está a cinco minutos de aquí». No tenía escapatoria. Esos cinco minutos fueron los más intensos de mi vida. Tenía miedo y recé mucho. Pero cuando entré en su habitación, al acercarme a su camita, tuve la sensación de venir de la oscuridad y acercarme a la luz. El miedo y la inquietud se esfumaron. Mateo, que no podía hablar, empezó a dar palmas y a tocar las teclas del órgano de juguete que tenía a su lado. Vi que tenía una extraordinaria capacidad de relación. Estaba feliz con nuestra visita. Nunca he tenido un encuentro tan físico y evidente con Jesucristo. Con Mateo nació una amistad misteriosa. A partir de ahí siempre estuve presente. Volví a verlo poco antes de que muriera, en 2016, el día de los Ángeles custodios.

¿Qué permite estar delante del dolor inocente? Durante la asamblea de los Ejercicios, una mujer ucraniana preguntaba cómo ver al Padre en las atrocidades de la guerra y usted dijo que recibía esa pregunta como la tarea que se llevaba a casa. ¿Qué quería decir?
Nuestra responsabilidad frente a la guerra, frente a todas las llagas que sufre la humanidad, es decir nuestro sí a Cristo dentro del fragmento de realidad que vivimos. Aunque solo sea recoger un trozo de papel del suelo. ¿Qué lo permite? Debemos volver allí donde el encuentro con Él ha sido real, allí donde cautivó mi corazón, con las personas que sentimos más cercanas. Todo depende de nuestra libertad. Si en el infierno hubiera alguien que dijera sí a Cristo, el infierno desaparecería. Misteriosamente, somos nosotros los que damos permiso a Dios para entrar en el mundo y abrazarlo, generando una belleza imposible para nosotros.

¿Qué han supuesto estos Ejercicios para usted?
Un don que he recibido. La reflexión sobre Marta no estaba prevista, solo pensaba utilizar ese episodio evangélico para introducir el silencio la primera noche. Pero surgió en los días previos, mientras preparaba los textos, porque empezó a preocuparme el resultado y tuve la necesidad de volver a esas palabras de Jesús: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria». Tuve que caer en la cuenta de que no debía depender del éxito de los Ejercicios, sino que necesitaba a Cristo para hacerlos. Esta inversión me liberó tanto que no tenía otra cosa que ofreceros.