Sor Benedicta, nombre de pila María Adele Carugati

Armenia. La misión y las estrellas

De la caritativa en la universidad a la vocación entre los últimos. La historia de sor Benedicta, responsable de las misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta en Spitak (de Huellas de Febrero)
Paola Bergamini

Universidad de Varese, un joven pregunta a los alumnos que entran en el ateneo: «¿Quieres comprar el semanario católico Il Sabato?». Una chica lo observa, hay algo que le llama la atención en su manera de moverse. Es como si ese gesto lo fuera todo para él en ese momento. Se acerca, compra el periódico y le dice: «Perdona, ¿pero tú quién eres?». «Sergio Segato, estudio Medicina, soy de CL, un movimiento católico». «Mucho gusto. Maria Adele Carugati, soy de primero. ¿Puedo conoceros?». Era el año 1980. «Aquella pregunta me salió de golpe. Un poco perdida, alejada del grupo de mi parroquia, estaba buscando una amistad que me ayudara a vivir la fe. Pensé: esto es para mí», cuenta hoy, a los 60 años, Maria Adele, que es sor Benedicta, responsable de las hermanas misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta en Armenia.

Tras aquel primer impacto, Maria Adele participó en un encuentro del movimiento en la Cartuja de Pavía por el centenario de san Benito. Una pancarta llevaba esta frase de Juan Pablo II: «Era necesario que lo heroico se hiciese cotidiano, y que lo cotidiano se hiciese heroico». De ahí su elección del nombre de Benedicta cuando entró en la orden. La invitaron a la Jornada de apertura de curso de los universitarios, donde escuchó a Giussani por primera vez. No todo le resultaba claro, «pero su manera de hablar de la fe era muy atractiva». Así empezó todo.
A partir de ese momento, Maria Adele se lanzó a la vida del movimiento en la universidad. Durante seis años la eligieron para el Consejo de la facultad. Le fe que había vivido en su familia y en su parroquia fue tomando una concreción nueva. «Me llamaba la atención la claridad de Giussani, sobre todo en ciertos puntos: libertad, memoria, amistad, compartir», recuerda.

En esos años se hizo novia de un chico de la comunidad. Un día él le contó el episodio de Giussani con una pareja de enamorados abrazados a los que el sacerdote preguntó: «Pero lo que estáis haciendo, ¿qué tiene que ver con las estrellas?». Aquella pregunta se convirtió en un punto firme en su relación, algo que volvía a menudo. En 1984, durante una peregrinación juntos a Medjugorje, Maria Adele pidió que le bendijeran su anillo de novia con la oración: «Que nuestro amor nos ayude a cumplir nuestro destino». Cinco meses después, su novio le dijo que quería ser cura. «Mi primera reacción fue: esto tiene que ver con las estrellas».

Pero aceptar esa decisión no fue fácil, menos mal que tenía amigos que la apoyaban. «Cuando acabé de llorar, recuperé la confianza en el Señor. De pequeña repetía que quería ser misionera y volvió a aflorar aquel deseo de ofrecerle mi vida». Pidió a su amigo don Angelo que la acompañara en este camino y decidió ir a Milán a los encuentros que tenía Giussani con los que querían comenzar un camino de verificación vocacional y entrega total a Dios. «Volvió a impactarme la claridad y serenidad con que nos hablaba Giussani. Sobre todo de la libertad. Allí se sentaron las bases de mi vocación».

En una asamblea con los universitarios de CL propusieron como caritativa ayudar a las hermanas de la Madre Teresa. Maria Adele había leído algo de la fundadora de las Misioneras de la Caridad, le atraía aquella obra y empezó a ir semanalmente a la casa de Baggio, un barrio de la periferia milanesa. Un día, un amigo le dijo: «Tu sonrisa es igual que la suya». «Aquí me siento en casa», pensó para sus adentros. Confió a don Angelo su deseo de ser misionera. «¿Tienes en mente alguna opción concreta?», le preguntó el sacerdote. Ella no lo dudó: «Las hermanas de la Madre Teresa». «Es un camino muy duro. Prueba». En 1987 se graduó en Medicina y en febrero del año siguiente entró en la congregación. Sus amigos del movimiento le organizaron dos fiestas de despedida. Algunos estaban muy impactados por su decisión, para otros era sencillamente el testimonio de que de la experiencia del movimiento podían brotar opciones de vida radicales que son un signo para el mundo.
En 1991 llegó el primer destino: Beirut, donde la guerra lo había destruido todo. Con siete hermanas, atiende allí a niños con discapacidad. «Los libaneses son extraordinarios, tienen una “humanidad vivaz”, como diría don Giussani. Pase lo que pase en su vida, lo perciben en relación con Dios». Sus amigos de Italia iban a verla primero a la capital libanesa y luego, desde 1999, a Ammán, en Jordania, donde la nombran superiora regional para Oriente Medio, lo que significa hacerse cargo de 98 hermanas repartidas por 20 casas. ¿En qué consistía esa tarea? «En mirar a la persona que tienes delante, ya sea la hermana o el pobre, como la mira Dios, con todo su ser. Esa mirada ya la había experimentado antes con mis amigos del movimiento en el CLU y luego con las maestras de noviciado». En Jordania conoce al padre Ibrahim Alsabagh, sirio, que la acompaña en este camino de responsabilidad. «Ha sido una gran fortuna tenerlo al lado. El Señor pide y luego te ofrece la respuesta».

En 2012 llegó la llamada. «Sor Benedicta, prepárese: traslado a Ereván». Al principio entendió “Alemania”, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de la capital de Armenia. Allí se dedica durante cinco años a atender a niños con discapacidad. Luego, como responsable de la casa, se traslada a Spitak, un poblado de chabolas construido tras el terremoto de 1988. Aquí encuentra una situación de extrema pobreza. No hay centros sanitarios ni trabajo, los niños vagan por las calles, la tasa de criminalidad es altísima. Sor Benedicta tiene la tentación de pedir a la superiora que le cambien de destino. «Sentía con fuerza mi responsabilidad ante mis hermanas y la comunidad. Entonces pensé: Tú me has puesto aquí. Esa es la fuente de mi paz: estar donde Dios me pone. Él se ocupa. Armenia es una tierra salvaje y hermosísima. Me ha enamorado, como me pasó con Jordania». Seguramente diría lo mismo de los glaciares del Polo Norte.

En la casa de Spitak, las hermanas acogen a adultos con varias discapacidades. Pero su obra está sobre todo entre la gente que encuentran por la calle y en las 250 familias a las que llevan comida mensualmente. La Iglesia, ausente durante años a causa del régimen, todavía se percibe como algo lejano y la mayoría desconoce los sacramentos. «No existe una ley moral. Tienen una fe digamos que espontánea. Si les pides que recen a la Virgen vienen a montones pero, al acabar el Rosario, vuelven a robar y a prostituirse. Intentamos dar una formación humana y educarles en la verdad. Lo que nos apremia, que es parte de nuestro carisma, es testimoniar que Dios no se ha olvidado de ellos, que están hechos a Su imagen. Ese es el “cuidado” que prestamos a estas personas». Las hermanas han empezado así a dar catequesis a los niños y acompañar a los adultos hacia el Bautismo y el matrimonio.

En estos treinta años, la compañía del movimiento ha asumido diversas formas: nuevos encuentros, relaciones con amigos lejanos. «La experiencia del cristianismo vivo que conocimos en CL ha arraigado en nuestros corazones. Ha generado, en mí y en ellos, frutos a veces impensables. Ahora me doy cuenta de que la apertura mental y la libertad en la que me ha educado el movimiento son una ayuda fundamental. Con el tiempo, he visto que Giussani y la Madre Teresa tienen muchos puntos en común. Por ejemplo, he encontrado en el pensamiento de nuestra fundadora la misma intuición que tuvo Giussani subiendo los peldaños del Berchet: Cristo es la clave de bóveda, es “todo en todos”». La Iglesia lo llama comunión de los santos.