Monseñor Arjan Dodaj, arzobispo de Tirana-Durazzo

Arjan Dodaj. «Mi regreso a Albania»

En 1993 tenía 16 años y se subió a una lancha para salir de su país. Quería conocer un mundo que había visto en televisión. Luego encontró la fe y la vocación. Ahora el Papa le ha llamado para guiar la diócesis de Tirana-Durazzo
Alberto Perrucchini

Ateísmo de estado, persecución de la Iglesia, sacerdotes encarcelados y asesinados, un régimen del terror. Albania ha vivido una de las realizaciones más oscuras de la ideología comunista del siglo XX. Cuando, en 1990, el sistema colapsó, el pueblo pasaba hambre. Un país con sus recursos agotados, materiales y espirituales. Los jóvenes empezaron a huir y a tomar la ruta del mar para llegar al país occidental más cercano, Italia. Con la esperanza de entrar en un mundo nuevo. Después de más de treinta años, mientras las fronteras europeas se ven ahora franqueadas por motivos no muy distintos por refugiados ucranianos, nos encontramos con Arjan, que era entonces un adolescente entre las decenas de miles de jóvenes que llegaron a las costas italianas. Ahora Arjan Dodaj es obispo. El papa Francisco lo puso el pasado 30 de noviembre al frente de la archidiócesis albanesa de Tirana-Durazzo. Su historia es extraordinaria. Pero lo es aún más todo lo que, más de veinte años después de su marcha, ha encontrado al volver a su país. Eso que él define como «una Iglesia viva».

¿Por qué se marchó? ¿Qué le llevó a dejar su país y partir a Italia?
Soy uno de tantos jóvenes albaneses que buscaron suerte al otro lado del Adriático. Mi generación nació durante el régimen, pero eso no nos impedía intuir que podía haber otra cosa, buscar un plus en la vida. Recuerdo cuando, en julio de 1990, muchos jóvenes de Tirana tomaron por asalto las embajadas europeas y el Gobierno se vio obligado a concederles un permiso para salir de Albania con destino a Italia, Francia y otros países occidentales. Además, todos habíamos visto las imágenes del gran éxodo de 1991, el año de las pateras cargadas de gente que huía de Albania para llegar a los puertos de Bari y Brindisi.
En 1993 yo tenía 16 años y veía que los canales de televisión italianos mostraban un mundo totalmente distinto del que había conocido hasta entonces. ¿De verdad existía un lugar así? El deseo de descubrirlo me hizo partir. Llegué clandestinamente. Deseaba conocer un mundo nuevo y ayudar a mi familia económicamente. Así que empecé a trabajar como soldador de bicicletas. Luego conocí a unos amigos que pertenecían a un grupo de oración muy devoto de la Virgen de Medjugorje. Yo no estaba bautizado, en Albania regía el ateísmo de estado. Pero empecé a estar con ellos porque percibía algo parecido a ese plus que buscaba.

¿Qué pasó después?
Tras conocer a este grupo de jóvenes en la catedral de Cuneo, empecé a notar que, cuanto más estaba con ellos, más crecía mi deseo de ir hasta el fondo de lo que había encontrado. En 1994 me bautizaron. Empecé a implicarme en la vida de la parroquia y en las peregrinaciones a Medjugorje. Pero intuía que Dios me estaba pidiendo algo más. Deseaba poder dar mi vida por esa sobreabundancia que había encontrado. Fui a Roma, donde comencé un camino vocacional en la Casa de María, el grupo de oración que nació del carisma del sacerdote bergamasco don Giacomo Martinelli. En 1997 entré en el seminario y en 2003 el papa Juan Pablo II me consagró sacerdote.

¿Por qué volvió a Albania?
En 2017, el entonces arzobispo de Tirana-Durazzo, monseñor George Anthony Frendo, me propuso volver para ayudarle en la administración de la diócesis como vicario general. Yo estaba contento en Roma, me encargaba de la parroquia de san Rafael Arcángel, una iglesia encomendada a la comunidad de la Casa de María. Nunca había pensado en volver a Albania y justo por esa razón decidí aceptar la propuesta del arzobispo. Vi que esa invitación superaba todos mis cálculos, era una llamada que me llegaba mediante una persona que aún no sé cómo me interceptó. Me fui y empecé a hacer esta labor. En 2020 me nombraron obispo auxiliar y el 30 de noviembre de 201 el papa Francisco me nombró arzobispo. En estos meses he visto cómo mi agenda se llenaba y, al mismo tiempo, también he descubierto una Iglesia viva.

¿En qué sentido?
En la misa del domingo la catedral estaba llena. Usted no se lo creerá, pero el 80% de los presentes no tenía más de treinta años. Lo que me he encontrado al volver a Albania ha sido una fe nueva. En mi país, durante la dictadura, se intentó eliminar el ámbito religioso. Durante ese periodo, las iglesias se transformaron en cines o teatros, a los curas los mataban o los apresaban. Ahora está brotando una Iglesia joven, un pueblo que ha vuelto a florecer y a dar sus primeros pasos. Es algo conmovedor y, al mismo tiempo, paradójico si pensamos que el primer obispo de Durazzo fue san Cesario, uno de los 72 discípulos enviados por Jesús, y además el primer evangelizador de la región de Iliria fue san Pablo.
Puedo tocar con mis manos lo que dice Tertuliano: «El sacrificio de nuestros mártires, que dieron la vida por su fe, es semilla de nuevos cristianos». Además, hay que agradecer que haya testigos que todavía siguen contando lo que pasaba en Albania durante el régimen. Me refiero sobre todo al cardenal Ernest Simoni. Hombres como él testimonian a las nuevas generaciones la fuerza de la fe hasta el punto de que, cada año, al menos setenta jóvenes piden recibir el bautismo el día de Pascua.

¿Qué recuerda de su infancia en Albania?
No me arrepiento de nada de aquellos años, aparte del hecho de no haber podido encontrarme con el Señor. Pero al mismo tiempo, recuerdo que percibía una cierta indiferencia y quería vivir cada circunstancia como un desafío, como una ocasión para buscar algo más. Podría decir que mis amigos y yo vivimos los años trágicos del régimen como el niño de la película La vida es bella de Roberto Benigni a través de los horrores del nazismo. No entendíamos lo que estaba pasando pero percibíamos la necesidad de una experiencia de belleza.
En realidad, la religión nunca abandonó Albania. Podría decir que el don de la fe se custodiaba de manera sencilla, con el canto. Mi abuela cantaba la doctrina, cantaba las oraciones, cantaba el rosario. Yo repetía sus palabras sin saber lo que significaban. Mis abuelos no me hablaban de Dios pero me transmitieron algo que después he reconocido en mi fe. Recuerdo que mi abuelo todas las mañanas se quedaba unos minutos en la cama, en silencio, con los ojos abiertos. Tenía en la mano una corona hecha de huesos de olivas. Con el tiempo me di cuenta de que estaba rezando el rosario.

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Ese plus que vio en televisión, que buscó en Italia y luego de nuevo en Albania, ¿lo ha encontrado?
Sí, lo he encontrado y deseo seguirlo. Durante todos estos años he ganado mucho más de lo que podía imaginar cuando me subí a aquella lancha para salir de mi país. Crecí con mis abuelos, sin padres, pero en Italia encontré muchos padres y madres dispuestos a apoyarme. Conocí personas que me permitieron conocer y poner nombre a lo que más buscaba: una fe en el Señor, el único capaz de saciar la sed de mi corazón.

¿Qué es para usted la esperanza?
Para mí, la Esperanza ahora es el pueblo ucraniano. Es ver personas que ofrecen su vida y que nos permiten a todos conocernos mejor y descubrirnos unidos. En la Asamblea general de la ONU ha habido 140 países que han votado contra el ataque a Ucrania, ¡nunca había pasado algo así! La esperanza existe y la tenemos delante. Pero si no la seguimos, seremos meros espectadores.