Vittoria Maioli Sanese.

Vittoria Maioli Sanese. La mirada del otro

La idea de pareja y de familia se ha deformado. Pero la situación actual nos obliga a «recordarnos qué significa ser padre y madre, marido y mujer, qué es la muerte, la amistad». De Huellas de mayo
Paola Ronconi

Sopla un viento violento desde hace ya más de cincuenta años, según Vittoria Maioli Sanese, psicóloga familiar y de pareja. Un viento que «ha deformado por completo nuestra percepción de los vínculos, de los sentimientos, del lugar que ocupa el otro en nuestra vida». Y que nos ha hecho más frágiles a todos, dentro de nuestras paredes domésticas. ¿Cómo no perderse? ¿Cómo recuperar esa pasión para seguir diciendo sí aún? Se lo preguntamos a ella, cuyo observatorio supera ya también los cincuenta años.

¿Qué ha visto desde que empezó a trabajar?
El aire que se respira desde los años setenta ha generado un individuo que ha cortado los puentes con lo que venía antes de él, y por tanto también con la dimensión del significado de la vida. El individuo mismo se ha convertido en el sentido de lo que vive. Pero no nos hacemos solos y la familia no nos la hemos inventado nosotros. La llevamos en la sangre, en lo cotidiano, y si no nos preguntamos cuál es su ley, si la vivimos sin confrontarnos con su ontología, con la ley que la configura… es como si fuéramos actores de un drama que no hemos escrito pero dejamos al margen su texto original. En consecuencia, la propia existencia tiene que coincidir forzosamente con lo que sentimos y sabemos, nos convertimos en absolutos.

(© Alberto Ricci)

¿Y qué perdemos?
Perdemos lo que me parece la identidad más real y profunda de la persona adulta, es decir, la “identidad generadora”: lo que yo soy genera. Yo miro al otro y, por mi mirada, él percibe quién es. La esencia de la realidad es que se transmite identidad, siempre. En la pareja, la mujer genera al marido y viceversa, y juntos generan a sus hijos, no solo carnalmente.

¿Y ahora, con este virus?
La pandemia es un hecho que saca a la luz de manera potentísima nuestras fragilidades, ha desmontado todas nuestras superestructuras, tanto en casa, en la familia, como también en el trabajo, en la sanidad, en clase. Lo bonito –si se me permite usar la palabra «bonito»– es que delante de todo esto, o vivimos con una queja total, con malestar, con horror por lo que está pasando, o sentimos un eco profundo que nos remite a lo esencial, nos hemos visto despojados de todo, obligados a recordarnos qué significa ser padre y madre, marido y mujer, hombre y mujer que se aman, así como qué es la muerte, la amistad.

Así, “despojados de todo”, estamos más dispuestos a mirarnos por dentro…
No sé hasta qué punto se está dispuesto a hacer un trabajo así. La gente desea ligereza. En una encuesta publicada recientemente, a la pregunta “¿qué es lo que más echa de menos?”, la respuesta eran las vacaciones, lo que indica una cierta idea de nuestro deseo de felicidad, de libertad.

Pero empieza a pesar el cansancio por esta situación y estamos asistiendo a un estallido de malestar, incluso patológico.
La verdadera emergencia no es la patología, sino la educación. Antes de ir al terapeuta porque estoy en crisis con mi marido, hay un problema de conocimiento. Hoy nos faltan las bases: ¿qué sucede en la relación interpersonal?, ¿cuál es el sentido más profundo de mis relaciones?

¿Qué descubre entonces quien acepta el desafío?
La experiencia más profunda que podemos tener pasa por descubrir la verdad de nosotros mismos, la exaltación de nuestro yo, lo amados que somos. Porque el amor en la pareja, en la familia, en las relaciones, no es solo un sentimiento o una emoción… que es lo más frágil del mundo. Cuando uno se enamora y se une al otro deseando que sea para toda la vida, en ese momento se cae el velo de nuestra mente. En ese momento soy yo de verdad: mirada por ti, soy tan yo misma que ya no quiero perder eso. Y es algo mutuo. Me hago profundamente responsable de esa decisión porque el amor tiene este poder identificativo, de modo que soy yo mismo realmente cuando soy amado. Por eso busco ese amor durante toda la vida. Hasta encontrar el Amor con A mayúscula.

Pero las diferencias con el otro, poco a poco, molestan. Pueden pasar de ser una riqueza a convertirse en motivo de desgaste en la relación.
El sentido más profundo de la diferencia es que el otro, siendo tan distinto, ve y percibe una parte de la vida y de la realidad que yo sola no soy capaz de ver. Ahora parece que el objetivo de la vida no es afirmar la verdad de las cosas sino “afirmarse uno mismo”. En cambio, en la relación de pareja se da este aspecto tan excepcional, que solo afirmando al otro puedo afirmarme a mí misma de verdad. Si niego al otro, me niego a mí misma.

En su experiencia, ¿qué le permite afirmar al otro?
Lo que prometemos el día del matrimonio, «yo te recibo como esposo», es de una inteligencia espectacular, es la esencia de la relación. San Juan Pablo II dice que el secreto de esta fórmula está en la partícula “como”. «Después del “como” abrid un paréntesis: como (si tú fueras el) esposo». ¿Quién eres tú? ¿Eres el esposo? Eres un pobrecillo, igual que yo, lleno de defectos como yo, caerás enfermo y morirás, igual que yo, me traicionarás como yo a ti, quién sabe cuántas veces me pesarás como yo a ti, pero te prometo, te tomo, te recibo como si tú fueras el esposo, es decir, a mis ojos descubrirás cada vez más que eres un ser resplandeciente, no manchado ni definido por tus defectos. Realmente, es un problema de realización del amor, de qué es el amor. Sobre esto habría mucho más que decir… Wojtyla decía que el cáncer que afecta a la familia actual es convertirse en una relación instrumental: el otro es quien debe hacerme estar bien, no debe molestarme. En su individualidad, el hombre de hoy imagina cómo debería ser la vida, y esa imaginación se vuelve más real que la vida misma. Mi marido no debe molestarme, siempre tiene que estar a la altura de la situación. Siempre nos imaginamos cosas bonitas y verdaderas, ¡pero acabamos juzgando según esta idea de la vida! Entonces caemos en: tú no eres, tú no tienes, tú no haces… tú no. Es terrible.

¿Qué sentido tiene entonces el límite del otro?
El límite es inevitable, nos constituye. Sin ese molesto factor, no se vería provocada nuestra libertad, nuestra responsabilidad, nuestro ser protagonistas de todo lo que vivimos. Todo lo que pasa es una ocasión para preguntarnos: ¿por qué esto me molesta tanto? En cambio, queremos corregir nuestro límite, el de nuestro marido e hijos, lo queremos eliminar, cuando no masacrar… A la media hora vuelve a molestarnos igualmente y volvemos a actuar de la misma manera. Se trata ante todo de una postura de nuestra razón.

¿Qué puede ayudarnos?
Creo que mantener la mirada en lo esencial, en lo que nuestro corazón desea de verdad. No hay circunstancia negativa que vivamos que contradiga nuestro deseo de amar y ser amados, el deseo de ser felices, que es la esencia más profunda de nuestro yo. Por eso cuido la manera en que te trato, los juicios que emito sobre ti. Y busco denodadamente lugares y personas que me puedan mirar así, busco esa mirada que se corresponde con esa misma pasión. Es decir, solo sigo a aquellos que viven realmente apasionados por mi persona y por la verdad. Creo que esto es lo que más aprendí de don Giussani. Mientras que hoy damos autoridad a cualquiera para decirnos algo: los medios, las redes sociales o el primero que pasa por la calle.

¿Qué ha aprendido en sus cincuenta años de matrimonio?
La conciencia de que se me ha confiado el corazón de ese hombre, su fe, su vida. Creo que la pasión total por la verdad de nuestra vida, dentro de este momento que estamos viviendo, de tanta confusión y fragilidad, me ha conquistado con más potencia aún que antes: la necesidad de verdad, de esencialidad, de llamar al pan, pan; al cielo, cielo; y a la tierra, tierra. Sin oropeles ni superestructuras. Entrar en la familia y en la pareja con este deseo es dramático, pero vale la pena porque es el paradigma pedagógico más potente para aprender de nosotros mismos.