Monseñor Claudio Lurati

«Mi Navidad en Egipto»

La tarea que le asignó el Papa, los desafíos de una “minoría dentro de la minoría” y la compañía de la carta apostólica dedicada a san José. Hablamos con Claudio Lurati, nuevo vicario apostólico de Alejandría de Egipto
Luca Fiore

«José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto». La huida de Herodes se recuerda estos días en la liturgia de la Octava de navidad. Extraño país, Egipto, donde el pueblo de Israel huía de la esclavitud pero donde Jesús –el nuevo Moisés– encuentra refugio. Aparte de la Navidad, en nuestro imaginario está plagado de sucesos. Raramente reflexionamos sobre el hecho de que en esta tierra, ahora de mayoría musulmana, vive desde hace milenios una comunidad cristiana con una tradición muy rica (de la que a veces nos damos cuenta de algún detalle en alguna pizzería o kebab de nuestras grandes urbes).
Minoría dentro de la minoría, el pequeño rebaño de la Iglesia católica latina son unas setenta mil almas. Desde octubre, al frente de esta comunidad está el padre Claudio Lurati, misionero comboniano de 58 años, a quien el Papa ha nombrado Vicario apostólico de Alejandría de Egipto. Llegó en plena pandemia y enseguida tuvo que tomar decisiones comprometidas. «Los ortodoxos decidieron cerrar todo a primeros de enero, en vísperas de su Navidad», explica monseñor Lurati. «Nosotros hemos considerado que no se daban las condiciones necesarias para detener las celebraciones eucarísticas». La emergencia sanitaria es el mayor desafío también en Egipto pero, según el nuevo obispo, también puede ser una oportunidad. «Creo, como ya han señalado muchos, que nos hemos visto obligados a ser muy esenciales, y eso tal vez no viene mal. Sin duda, debemos volver lo antes posible a una normalidad que nos permita volver a encontrarnos, reunirnos, hacer cosas que hacen agradable nuestra existencia».

¿Por qué dice que ser esenciales «tal vez no viene mal»?
Los límites que se nos imponen nos llevan a centrarnos en lo más importante: estar juntos como comunidad, como familia, en torno al Señor que ofrece su cuerpo y su sangre. Para nosotros esto es lo esencial, no solo en Navidad. Y es muy fácil que se nos olvide.

¿Qué le ayuda a vivir este tiempo de Navidad?
Hace unas semanas escribí un pequeño mensaje a los fieles y me ayudó mucho reflexionar sobre la figura de san José, sobre la que nos ha vuelto a llamar la atención la carta apostólica Patris corde, con la que el Papa convocó el pasado 8 de diciembre el Año de san José, con motivo del 150 aniversario de su proclamación como patrono de la Iglesia universal. Es una carta preciosa, y también es un reclamo a ser esenciales. José es un personaje sin adornos, nunca habla, pero está. Se nota su presencia. Francisco dice que la presencia de José es el primer milagro con el que Dios salva al niño Jesús y a su madre.

¿Qué es lo que más le llama la atención del mensaje del Papa?
Hay un aspecto que es su reclamo a la ternura. No solo con los demás sino también con nosotros mismos. Al final de un año como este, que ha puesto en cuestión tantísimas cosas, podría prevalecer una sensación de frustración e insatisfacción. Todas nuestras fragilidades y debilidades han quedado al descubierto. Sin embargo, el Papa dice que es propio del Maligno juzgar con maldad las propias debilidades, mientras que el Señor nos hace mirarlas con verdad y ternura, sin llevarnos a la condena. Además, mirando a José, esa idea de “distanciamiento” a la que nos estamos acostumbrando asume un significado muy profundo y nada obvio.

¿En qué sentido?
El distanciamiento nos obliga, en cierto modo, a vivir un mayor respeto hacia el otro. Es una autoeliminación que deja más espacio al otro para que pueda expresarse, manifestarse. El Papa explica que si a san José le llaman «castísimo» no es solo por una cuestión de conducta sino sobre todo por una libertad de posesión en todos los ámbitos de la vida. De modo que cualquier amor, como dice Francisco, necesita ser casto. Si no se da esta acogida del otro en su particularidad, el amor se convierte en una posesión que, en último término, nos aprisiona.

¿Cómo le ayuda reflexionar sobre estos aspectos en su tarea pastoral?
La realidad en la que estoy llamado a vivir está muy fragmentada. Tengo que relacionarme con comunidades cristianas muy distintas, con personas de diversas nacionalidades y con exigencias dispares. Lo ideal sería ser “omniscientes” y “omnipotentes”… En cambio, resulta que soy lo que soy, y a veces me veo tentado a dejarme determinar por mi sensación de no estar a la altura de la situación. Esta invitación a la ternura me rejuvenece. Porque luego la obra de Dios se sirve más de nuestra debilidad que de nuestra fuerza. En las situaciones más complicadas, no serán mis respuestas inteligentes lo que marque la diferencia. Una mirada pura hacia las cosas y a las personas es decisiva. A veces me doy cuenta de que lanzo mensajes que se pueden malinterpretar y también recibo algunos que no entiendo bien. Una mirada pura nos permite ser pacientes en la escucha, dejando espacio al tiempo para acoger y entender.

Con un grupo de fieles sudaneses

Estas primeras semanas en Egipto, ¿qué es lo que más le ha llamado la atención? ¿Qué le ayuda a recordar el significado de su misión?
Llegué el 21 de octubre. Nueve días después, fui ordenado obispo. De un día para otro, mi vida cambió. Nadie, o casi nadie, me habla ya igual que antes. Se dirigen a mí de manera distinta y eso me hace mirarme, a mí mismo y a lo que soy, de un modo diferente. Me enseña una conciencia mayor de cómo el Señor se hace presente a través de personas y acontecimientos. Las celebraciones que ha habido, la acogida recibida, las palabras que me han dedicado… Todo me ha transmitido el sentido de sacralidad que el pueblo de Dios vive y ve concretarse en una figura humana concreta.

En el mundo árabe cristiano, el respeto se expresa especialmente besando la mano del obispo…
Sí, y evitarlo en tiempo de pandemia es toda una batalla… y a veces me pillan desprevenido… (ríe).

¿Con qué espíritu aceptó su nueva tarea? ¿Qué fue lo que pensó?
Lo primero que sentí, aunque no quisiera exagerar, fue cómo tantas cosas de mi vida pasada, aspectos que constituían elementos muy diferentes y no conectados entre sí, encontraban un punto de unión. Haber estudiado la lengua árabe, los años que pasé en Roma como ecónomo de la orden comboniana, mis años en El Cairo… No me esperaba que todo eso encontrara un punto de síntesis y un espacio común. Me quedé maravillado. Mientras las cosas se iban desarrollando, no era consciente de que se estuviera componiendo un designio. Y luego, quién sabe lo que queda por venir. También está, debo decir, la experiencia del riesgo.

¿Ha sentido miedo?
Dije sí sin saber muy bien con qué me iba a encontrar. No me paré demasiado a razonar ni a evaluar posibles escenarios. Me fie. Como he hecho siempre a lo largo de mi vida. Fiarme me ha hecho estar más contento y sentir un gran deseo de cumplimiento y enriquecimiento. No tenía motivos para cambiar de método, pero en esto también tiene que ver, en cierto modo, la carta del Papa sobre san José.

¿Por qué?
Francisco habla de él como «padre en la acogida» porque tuvo que enfrentarse a cosas que no eran suyas. Muchas veces, cuando me encuentro con personas muy alejadas entre sí por su historia, lengua o tradición, me pregunto: «¿yo qué tengo que ver con esta persona? Yo, que vengo de donde vengo, que he hecho lo que he hecho, ¿por qué ahora estoy aquí delante de ella?». Me identifico perfectamente con esa descripción de “padre en la acogida”, en el sentido de que José acogió algo que no podía siquiera imaginar y se puso a su servicio. Y estaba contento.

Con el patriarca copto católico Ibrahim Ishaq

¿Cuáles son los desafíos pastorales de la comunidad de la que es administrador apostólico?
La Iglesia católica de rito latino en Egipto está formada por una minoría de egipcios y una mayoría muy variada de extranjeros: africanos, americanos, filipinos, europeos. El primer desafío es el de la unidad en la diferencia. Intentar hacer de la Iglesia un lugar donde cualquiera, venga de donde venga, pueda sentirse en casa. Son personas con historias y exigencias completamente distintas. Hay gente acomodada y hay quien vive en Egipto como refugiado. Con estos últimos hace falta una atención especial. Hay necesidades materiales y necesidades espirituales. Luego está el problema de la educación de los hijos y la herida de quien se ha visto obligado a huir de su país y busca razones para seguir viviendo después de los dramas que ha vivido. También hay quien tiene intención de quedarse y quien no. Los que quieren quedarse tienen el problema de la integración, que es un desafío añadido.

La amistad entre el Papa y el imán de Al Azhar ha sido uno de los hechos más significativos de los últimos años. ¿Qué significa hoy encontrarse en un país que es en parte la encrucijada de esta amistad?
Responder resulta un poco prematuro, en el fondo apenas he deshecho las maletas… Llevo aquí muy poco tiempo pero puedo decir que, ya antes de llegar, tenía claro que Egipto es un país que, normalmente aunque con ciertas excepciones, vive serenamente la convivencia entre religiones. Y lo he confirmado muchas veces en este tiempo, en los encuentros que he tenido con las autoridades y con la gente. Lo que está pasando entre el Papa y el Gran Imán es signo de que es posible una amistad, y que puede florecer en cualquier momento. Sin duda es una puerta que hay que mantener abierta. De par en par.