Pupi Avati (Archivo Meeting)

Pupi Avati: «El miedo y esa posibilidad de decir “no lo sé”»

Ha enviado una carta a la RAI para apostar por la «belleza», por aprovechar «la oportunidad que se nos brinda en esta tragedia». El cineasta italiano cuenta lo que está aprendiendo estos días
Alessandra Stoppa

«Por primera vez, echo más de menos ser abrazado que poder abrazar». La «nostalgia de ser hijo», la fuerte sensación de algo que nos pide cambiar, en este «silencio infinito, sagrado y misteriosos, que nos hace comprender nuestra poquedad». El cineasta Pupi Avati habla así de lo que está viviendo, en una carta abierta a la RAI en la que pide aprovechar la ocasión, ser ambiciosos, dar un vuelco a los horarios y apostar por la belleza. No como un paréntesis sino sobre todo para «sorprendernos más conscientes» cuando pase la emergencia.
Su llamamiento «ha tenido más resonancia que todas mis películas juntas». Pero eso no le molesta, más bien «me maravilla y conmueve. Porque esa cartita que escribí se parece a la belleza de la gente. Solo quería decir que hay que aprovechar la oportunidad que nos brinda esta tragedia».

¿Cómo ha vivido la irrupción de esta emergencia y qué ha visto estas semanas en la sociedad?
Solo sé hablar de mí, de lo que me ha pasado a mí y a mi familia. Enseguida noté una cosa, que la preocupación era inversamente proporcional a la exposición al riesgo. Mi mujer y yo deberíamos haber tenido más miedo porque desde el principio se veía que las personas más afectadas eran los ancianos… y yo tengo 81 años. Además, nos ha tocado de cerca porque mi hijo y su familia han estado enfermos y ha sido dramático. Pero entre nosotros los más asustados eran los jóvenes. Cuanto más jóvenes, más miedo.

Son generaciones distintas…
Sí, a nosotros no nos educaron en la ilusión de la “inmortalidad”. Hemos vivido experiencias que se parecen un poco a este momento. Yo era pequeño durante la Segunda Guerra Mundial, pero me marcó para toda la vida. Ese sentido de lo que es sagrado, esa sensibilidad extrema, esa espera, ese no poder salir… muchos aspectos de un drama colectivo. Además, personalmente, pasé por un infarto devastador a los 51 años. En la ambulancia oí al médico decir al conductor: “Es inútil que corras tanto, no saldrá”. Estuve al borde de la muerte y cuando salí de la reanimación, salí enriquecido. Estaba con un trozo de corazón menos pero con una concepción de la vida totalmente revolucionada. Se había puesto en cuestión todo aquello sobre lo que había basado mi vida. Me notaba cambiado, mejorado, cuando convives con el dolor adquieres otra conciencia.

El papa Francisco durante la oración del 27 de marzo

¿Luego todo volvió a ser como antes?
No sé decir cuánto duró, sé que durante un tiempo viví de manera diferente. Pero ese es el gran problema, volver atrás. Igual que ahora, que volvemos a oír en televisión un zumbido inagotable donde vuelve a manifestarse cierto resentimiento y manipulación. Es como si ya hubiéramos superado el problema, pero no es cierto. Al principio de la pandemia, oí a uno de nuestros grandes pensadores y expertos decir: «no lo sé». ¡No lo sé! De alguien así me fío, porque por fin me dice: «no lo sé».

¿Qué quiere decir?
Todo lo que está pasando nos echa en cara lo poco que somos, nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestro límite, hasta el límite extremo, y es bueno porque lo habíamos olvidado. Por eso me duele que dure poco, que se vuelva a la crítica y al escándalo. Hemos vivido por muy poco hasta la llegada del virus. Ahora nos enfrentamos a dramas atroces, como esa hija que no sabe dónde están las cenizas de su padre, al que obviamente no ha podido ver morir; se nos ha devuelto una conciencia que nos hace caer en la cuenta del valor que tiene todo lo que hemos recibido sin saber reconocerlo. Sin embargo, parece que ni siquiera esta “lección” de vida sea suficiente.

Entre los límites que la realidad nos echa en cara, también está esa incapacidad para tomar conciencia nosotros solos.
Pero tenemos una responsabilidad ante esta oportunidad que se nos brinda. Creo que el verbo más adecuado es arrepentirse, es lo que estoy intentando hacer yo.

¿Cómo?
Podríamos decir que secundando esta mirada nueva. Me pasa con mi mujer. Llevamos 52 años casados. Estando con ella 24 horas al día, como nunca en la vida, estoy descubriendo a una persona que no conozco. ¿Pero quién es esta mujer? Me sorprende. Tiene una energía extraordinaria, hace de todo. Todo el rato me regaña… ¡no hago nada bien! (ríe). Y eso me encanta. Me doy cuenta de cuánto lo necesito. Se trata de secundar esta mirada. Volver a valorar las cosas. Hasta la compra… Se re-considera todo. Es como si este tiempo viniera a decirnos: no habéis entendido nada. Es un tiempo que nos es dado. No podemos volver a ser como antes. En todo caso, hay una desmesura entre lo que oigo en el debate público y la auténtica conciencia de la gente, que se enfrenta al problema de la supervivencia, física y económica, y redescubre inesperadamente la sacralidad. Redescubren a ese hombre vestido de blanco delante de una plaza inmensa vacía.

El Papa la noche del 27 de marzo. Usted ha dicho que «después de esa plaza, sé que no habrá nada más emocionante. Es una de esas cosas raras que ves y te dejan sin palabras».
Es una de las imágenes que recordaré siempre. Como la de los camiones militares con los féretros de nuestros difuntos. Ambas me dicen lo poco que somos, lo poco que sabemos. Edgar Allan Poe decía que todo lo que existe se puede describir con palabras. Se equivocaba. Lo que yo vi ante el Papa esa noche, no. Y eso que tengo mis objeciones con este pontífice. Pero su presencia, su fragilidad física, su desproporción incluso en los gestos litúrgicos, su dificultad para elevar el ostensorio, para caminar, para respirar…

¿Por qué le llama la atención?
Porque todo en él imploraba a Dios. Pedía ayuda a algo que nos trasciende. Nos dijo que el hombre solo no puede, barriendo ese orgulloso proselitismo laico que inunda la comunicación en todo el mundo. Creo que cualquiera, hasta quien nunca haya considerado esa hipótesis, habrá podido abrirse ante esa misteriosa y conmovedora solemnidad.

Como usted.
Yo quiero creer aunque no crea. Tampoco creo que se pueda creer 24 horas al día. Para creer hay que recibir una gracia. Y yo la experimento cuando me siento misteriosamente amado, en ciertos momentos, concretos pero inexplicables. De pronto me descubro amado, incluso en el metro. Y siento un gran reconocimiento. En ese momento tengo fe. Me sucede igual ante la injusticia. Yo he tenido mucha suerte en la vida, pero he visto a gente nacer, vivir y morir en la injusticia. Ante ellos exijo que Dios exista. Voy a la Iglesia y le pido a Dios que exista. Hay lugares íntimos donde las leyes humanas, los procedimientos, la política, los tribunales… no pueden hacer nada. ¿Quién resarce el sufrimiento de una vida? Por eso no soporto que haya personas que se dediquen a convencernos de que no debemos creer.

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¿Este momento tan dramático le ha servido para profundizar en la fe?
Ha agudizado una sensación muy fuerte que tengo, que al envejecer –al desvelarse, al descubrir lo que realmente es la vida, porque eso es envejecer– se ha abierto una separación de caminos, entre mi físico, cada vez más reticente ante todas las cosas que le pido hacer, y mi yo. Es como si yo se hubiera distanciado. Tal vez es más lúcido que nunca. Y creo, aunque no sé cómo, que me trascenderá.