Salvatore Natoli

Salvatore Natoli: «Por los frutos reconozco el árbol»

«El creyente es una presencia original. Podríamos decir inquietante». Salvatore Natoli, filósofo laico, habla de sí y de un cristianismo que sigue interrogándolo. Partiendo de unas palabras de don Giussani pronunciadas en 1968...
Alessandra Stopp

No se puede hablar hoy de rechazo del anuncio cristiano, como podía ser en el gran ateísmo de los siglos XVIII y XIX. Hoy ni siquiera se oye bien ese anuncio. La noticia no llega a los oídos más que como un eco». Salvatore Natoli, filósofo laico, agnóstico, dejó de creer en Dios a fuerza de intentos de demostrar su existencia y de dar razón de la fe. «En un momento dado, me enamoré del razonamiento. Y Dios desapareció». En su opinión, se trata también de una suerte de síntesis de la modernidad: «El hombre moderno ha heredado la necesidad de salvación, pero ha perdido a Dios». Sin embargo, Natoli no ha dejado de medirse con el cristianismo. Le ha dedicado escritos, estudios, debates personales y públicos. Acaba de leer la intervención de don Giussani en la Jornada de apertura de curso de CL y se ha detenido en estas palabras: «¿Cómo empezaron a creer los primeros?». Don Giussani se lo plantea hablando de María, los pastores, los reyes magos, los discípulos, los primeros que fueron alcanzados por el anuncio.

¿Por qué le llama la atención?
Leyendo a don Giussani, observo que vuelven constantemente dos palabras, encuentro y presencia, y me viene a la cabeza una bellísima expresión de Kierkegaard: «Creer significa hacerse contemporáneos de Cristo». Es notable. Encontrarse con esta figura que evidentemente no solo dice ciertas cosas y hace determinadas propuestas, sino que se presenta él mismo como propuesta viviente; no coincide con una doctrina, sino con la incorporación a una determinada forma de vida. Es tener una relación viva con una persona. Aquí se plantean mis interrogantes. El anuncio de Cristo es polivalente, la narración de su figura depende de los distintos modos del encuentro con él. Basta con pensar en los evangelios apócrifos o las distintas cristologías que se han desarrollado en el curso de la historia, incuso dentro de la Iglesia. También el carisma de Giussani es un modo particular de encuentro con Cristo, mediante una reformulación del anuncio que es la suya. En relación al lenguaje, me parece que él considera que los primeros han encontrado en Jesús alguien que llenó un vacío existencial o, en cualquier caso, una necesidad de sentido. Creo que hoy, entre los rasgos característicos del cristianismo, algunos siguen manteniendo su fuerza y otros se han quedado en segundo plano.

¿Qué entiende por «rasgos característicos del cristianismo»?
En primer lugar está el Resucitado. Por tanto, la liberación definitiva del dolor y de la muerte, la vida eterna. Por decirlo en los términos clásicos del Credo: expecto resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi. ¿Y mientras? El ordo amoris, la práctica de la caridad como anticipación de la vida eterna. Como dice san Pablo, cuando esta llegue la fe y la esperanza desaparecerán y quedará solo el amor. Ahora bien, de estos rasgos algunos son resistentes y siguen resultando convincentes hoy, otros, aunque nunca se reniegue de ellos, han pasado progresivamente a un segundo plano.

¿Cuáles resisten y cuáles han pasado a un segundo plano?
En el cristianismo contemporáneo –y aquí razono como sociólogo– se ha producido un progresivo deslizamiento del Christus aeternus –el Resucitado– al Christus caritas. Para mí, y más en general para el mundo contemporáneo, el “segundo" sigue siento atractivo y, además, perfectamente ortodoxo: es el de san Juan, ubi caritas Dues ibi est. Han pasado aparentemente a segundo plano los aspectos antaño dominantes: en primer lugar, la resurrección de los muertos, la promesa de la vida eterna. Más en general, el aspecto dogmático del cristianismo. Lo observo en los mismos creyentes. Jesús se ha convertido en “una orientación de vida". En Giussani veo el anuncio de un Cristo que es significativo porque encuentra a los hombres en su vida terrena, llena el vacío de la vida, hace vivir mejor.

Pero Giussani describe una «realidad imprevista e imprevisible», una «novedad absoluta». Dice que el cristianismo es mucho más que la cristiandad, entendida como tradición cultural, formulación de pensamiento, actitudes prácticas, formas... y usted en Il cristianesimo di un non credente, escribe: «Si el cristianismo no anuncia al Resucitado se reduce a moral. Sepultado como fe, sobrevive como episodio de las civilizaciones y, en el mejor de los casos, vive como mito».
La diferencia entre cristianismo y cristiandad creo que se ha dado, de forma distinta, a lo largo de toda la historia de la Iglesia. La Iglesia debe volver siempre a su origen, porque ella misma se da cuenta al desviarse de aquel origen. De ahí la expresión: ecclesia semper reformanda est. No puedo separar la cristiandad del cristianismo: no sería posible un renovarse del anuncio cristiano sin la Iglesia, porque la Iglesia, aunque traicionándolo, sigue trasmitiéndolo. Sin la cristiandad, con todos sus errores, sería imposible este volver al comienzo. En un contexto en que es más fuerte el olvido, en que la cristiandad histórica ha entrado en crisis, en que la propuesta del Jesús de la tradición ya no funciona, Giussani reformula la idea de encuentro. Creo que ofrece la propuesta cristiana como única y resolutiva: para él Jesús sigue siendo el Resucitado, pero, según este texto, lo presenta más como clave resolutiva de los problemas de la existencia que como «primicia de los resucitados». Es cierto, eritis mihi testes, pero ¿hasta qué punto son creíbles los testigos? Jesús dice: «Por las obras los reconoceréis». Si su manera de obrar aporta salvación, incluso los que no creen pueden dar crédito a la fe que inspira sus obras. Haciendo referencia al nombre de vuestra comunidad, un modo de obrar que libera y no ata puede ser un terreno común para creyentes y no creyentes.

Decía que hoy el anuncio cristiano ni siquiera se oye.
Hay una expresión de Nietzsche que dice más o menos esto. Dios era im-portante cuando se intentaba demostrar su existencia, porque el hecho de que se diese un debate tan intenso atestiguaba que la cuestión de Dios era importante. Hoy no se habla de eso, porque ya no es un problema. De hecho, me parece que la fenomenología religiosa, no solo en Giussani, se concentra en el encuentro personal. Ya no se parte de la demostración.

Pueden ser las vidas de las personas las que "hablan” de Dios.
Del Dios de Jesús. Pero ya no es “la cuestión de Dios" la que se argumenta.

¿Por qué usted ha tomado y sigue tomándose tan en serio el cristianismo?
Aquí pasamos al elemento biográfico. Tuve una formación católica, con las características del cristianismo de entonces, el oratorio, la Acción Católica. Luego, para utilizar vuestro lenguaje, en la vida cuentan los encuentros. Yo me encontré con un profesor de filosofía. Era marxista y muy serio, y yo le estimaba muchísimo. Ante una persona que estimas y que no cree, se produce un retorno: ¿tiene razón él o yo? Bajo el impulso de un punto de vista distinto, he tratado de dar una explicación racional a mi fe, tanto para justificarla ante mí mismo, como para tener buenos argumentos en contra de los suyos. Con el tiempo he desarrollado un gusto por el razonamiento que ha hecho desaparecer a Dios. Ha quedado la filosofía.

¿Lamenta haber perdido algo en este recorrido?
No ha desaparecido la figura de Cristo. Por utilizar un lenguaje típico de la teología del siglo XX, a lo largo de mi camino he realizado una desmitificación: cada vez me ha convencido menos la trascendencia y me ha persuadido la forma de vida de Jesucristo. Por ejemplo, la disposición a hacerse cargo de la vida de los demás, la donación. La «novedad absoluta» de la que habla Giussani, para mí reside en el hecho de que Cristo muestra a los hombres lo que pueden llegar a ser renunciando al propio egoísmo. Esto es lo que convence de Cristo, o mejor dicho, del modo en que se relata a Cristo.

¿Por qué le convence?
Porque veo su fecundidad. Mientras que la cuestión de la divinidad para mí es una construcción.

Pero una humanidad que nos fascina tanto plantea la cuestión de qué es lo que la genera. No existe Cristo sin la relación con el Padre.
Si considero la figura que relatan los Evangelios, no puedo entenderla sin esa relación. Pero entiendo cómo Jesús vive esa relación: el suyo es el Dios de Israel y él se comporta como israelita. Sé que mi discurso se opone a toda la teología tradicional, pero utilizaría la expresión “se siente hijo", quiere ser totalmente coherente con la voluntad del Padre. En Jesús se radicaliza algo que existía antes que él –la regla áurea que pertenece a todas las formas de vida religiosa, social y política: no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti– y va más allá: haz a los demás lo que quieres que hagan contigo. Es la formulación de la misericordia: no se queda en una apelación a la justicia, a no liberarse del mal; porque puesto que el mal circula por el mundo, esta justicia personal resulta insuficiente. Para rescatarte a ti mismo del dolor, debes hacerte cargo del dolor del otro, de la humanidad.

¿Basta con redimir nuestras acciones para vivir?
Lo que ha quedado hoy es el hombre. El hombre que llega a ser garante de su misma salvación. La gran mitología de la salvación hoy es la técnica, el progreso, mediante el cual los hombres han creído que podían liberarse de mal y de las necesidades. Con un abandono gradual de la trascendencia. Pero el hombre se asoma y se asomará siempre al borde del misterio. Entonces este borde se oculta con velos, escenarios, soluciones temporáneas. Existen ciertas formas de vida en las que el hombre puede “habitar"; en otras –probablemente siempre menos– se crean las condiciones para dar el salto. Quiero decir que esta exposición al misterio puede dar lugar a dinámicas auténticas de búsqueda o también a sucedáneos y compensaciones fáciles.

Usted escribe: «Nos define la falta».
Es exactamente lo que acabo de decir.

Ante esta falta, ¿qué aporta el cristianismo?
El creyente es una presencia en cierto sentido original. Podríamos decir inquietante. Estar en contacto con personas creyentes te sugiere dos actitudes: una reduccionista, por la que quien cree va retrasado o es delirante, loco; y otra que es la de tomarlo en serio. Decir: «este está viviendo otra cosa». No crees en lo que dice, pero lo tomas en serio.

¿Con motivo de los que ves?
Sí, por cómo los ves actuar. Empiezas a comprender si su experiencia es generadora y fecunda o no. Pero solo lo comprendes si lo tomas en serio, sin prejuicios. Todos los que viven la caridad, incluso en sus formas más cotidianas, todos los que la encarnan, me demuestran la fecundidad del cristianismo, su capacidad de generar el bien que, para mí, coincide con dar felicidad. Yo procuro acercarme de esta manera a esta experiencia, aunque no puedo vivirla, porque para poder vivirla debería entrar en esa dimensión de fe. Y si no entras...

En su opinión, ¿entrar es una decisión?
Siempre hay un componente de decisión, pero en respuesta a una solicitación. No está dicho que la fe de otro sea una experiencia tan vinculante que te lleve a dar el paso que ha dado él. Puedes quedarte en una dimensión que se interroga, curiosa... sin más.

¿Es así para usted?
Me he topado con personas que me han hecho entender que el cristianismo tiene un elevadísimo potencial de bien, hace brotar energías que sin el mito originario no aparecerían. Y que tiene una fuerte incidencia a nivel de la caridad y de la justicia.

Caridad y justicia, ¿guardan una relación con la necesidad de sentido, de salvación, de la que hemos partido?
Sí, porque Jesús da una orientación a la vida. Hacer lo que él hizo es un bien, es fecundo. Por ello, da sentido a la vida.

Usted escribe que la caridad cristiana «no es un hacer; es esencialmente un modo de ser, vestir una segunda naturaleza» porque es «obra de Dios en el hombre».
Por los frutos se reconoce el árbol. El cristianismo no se limita a hacer el bien, aunque este es un indicador de su fecundidad. Porque al Otro yo no le veo, lo experimenta quien cree. Delante del creyente, yo reconozco que es un bien que viene “de fuera" de él. Hay una brecha que produce una interrogación. Interrogarse significa no cerrar la partida y no decir: me lo sé todo. Porque esta experiencia en el otro existe.