Una libertad suspendida

El tema del Meeting, el legado del'68, la revolución sexual y el desafío a la Iglesia. Dialogo con el cardenal Angelo Scola sobre la «cesura» de entonces y el hombre de hoy, que es como «un saltador de pértiga»... (de "Huellas", julio/agosto 2018)

La revolución marxista-leninista, tan ansiada desde el 68, al final ha fracasado. Pero el 68 dio un vuelco a las costumbres, es decir, a nuestra forma de vivir, que es el nivel más importante y del que nadie habla». Angelo Scola vivió el 68 en el seminario. Pidió entrar en el verano de 1967 y fue ordenado sacerdote en el 70. Con el estallido de la contestación en Milán, su entonces arzobispo, cardenal Giovanni Colombo, se dirigió a él -que había sido responsable de los universitarios católicos en la FUCI- y a otros antiguos alumnos de la Universidad Católica para que le ayudaran a comprender lo que estaba pasando.
«Siempre se me quedó grabado el adjetivo que utilizó don Giussani ante lo que estaba empezando: una exigencia inquieta de cambio», cuenta el cardenal desde su casa sobre el lago de Annone, en la provincia de Lecco, no muy lejos de donde nació y creció. Sobre aquel año ha hablado muchas veces, también recientemente, subrayando su herencia: desde la revolución sexual («para la Iglesia, un desafío no menor al que supuso la revolución marxista») hasta la idea de libertad. Hemos ido a verle para profundizar en estos temas y, al mismo tiempo, para entender mejor qué significa hoy la respuesta que dio entonces don Giussani, condensada en la frase elegida como título del próximo Meeting de Rímini: «Las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen feliz al hombre».

Eminencia, ¿cuáles eran las «fuerzas» en juego en esos años? ¿Qué supuso el 68?
Ante todo, hay que desmontar el mito de que fuera un movimiento improvisado de revuelta contra la sociedad dominante. Alguien habló de una lucha de “hijos" contra “padres", o categorías similares. En realidad, el 68 tuvo una larga preparación articulada en una serie de grupos de vida colectiva que se difundieron de manera autónoma en varios países, y que se salían de la lógica dominante de los poderes constituidos -también institucionales- de entonces. Creaban espacios en continuo movimiento, donde afloraba la exigencia de una libertad distinta, a la que se fueron uniendo, por ejemplo en EEUU, los temas de la no violencia, la protesta contra la guerra en Vietnam, la liberación de las masas negras con Martin Luther King... Y la libertad sexual, especialmente contra lo que se consideraba una forma de poder por parte de la Iglesia. Varios teóricos del 68 elaboraron discursos sobre su “poder represivo" justamente partiendo de la sexualidad.

Usted se ha referido a menudo a una raíz buena del 68, ¿por qué?
Aunque magmática y confusa, la exigencia de un futuro distinto era justa. Fue la interpretación plural de una urgencia de mayor autenticidad, de cambio; de rechazo de la sociedad burguesa, débil e incapaz de fascinar y ofrecer un futuro a los jóvenes. Es un problema que hoy se ha agudizado en otro sentido, pero que ya entonces era grave. Luego esa exigencia se transformó en un otros falsos y, en última instancia, negativos. Si hablamos de Italia, con el paso del tiempo, la proliferación de ocupaciones y manifestaciones necesitaba un principio unificador, que fue ofrecido por el extremismo marxista.

Giussani vio en el 68 toda la fuerza positiva del deseo, del anhelo de cambio, pero también percibió la mentira del criterio con el que se vivía esa exigencia, «el yo como medida de todas las cosas». Ese mismo año Pablo VI pronunció el Credo del pueblo de Dios y Joseph Ratzinger publicó su Introducción al cristianismo. ¿Qué pasó entonces en la Iglesia?
El paso que dio Giussani en 1954, sacrificando su carrera teológica para entrar en la enseñanza y educar a los jóvenes, tuvo su razón de ser en la intuición de que estábamos en «una situación en la que los cristianos se autoliquidaban educadamente de la vida pública». Para mí, esta es una afirmación capital para leer la historia de la Iglesia en Italia, justo cuando el mundo católico, también el juvenil, era una realidad de masas. Se vio cómo, más allá de su raíz popular, la propuesta cristiana, generalmente, se reducía a una propuesta de carácter ético, apoyada sustancialmente en la generosidad, la seriedad, la competencia... Pero el motivo profundo para ser cristianos, la razón adecuada, el “por quién" hacer todo se había perdido. De hecho, lo que marcó la diferencia entre GS y otros tipos de compromiso católico fue precisamente la experiencia de la relación con Cristo dentro de una comunidad cristiana viva.

¿Es este factor unificador de la propuesta católica lo que fracasó?
La novedad clamorosa del 68 constituía una forma de generosidad mucho más llamativa, que desafiaba a los poderes constitutivos, que quería realmente cambiar el mundo. A la gran masa de jóvenes aquello le pareció una propuesta más correspondiente que la que encontraban en los oratorios, las parroquias y el asociacionismo católico. Y por eso se fueron. Cuando se produjo el abandono de miembros de GS en favor de la acción social, el motivo de fondo era precisamente la ilusión de que la liberación era la condición para construir la comunión, es decir, de que la persona fuera capaz de liberarse por sus propias fuerzas, autónomamente. En cambio, solo la venida de Jesucristo nos trae el don de liberar nuestra libertad. A Giussani no le interesó el número, eso no le preocupaba. A él le interesaba mantener la verdad de la posición de la que luego nació Comunión y Liberación.

Milán, 1967. Manifestación contra la subida de las tasas universitarias

En ese contexto pronunció la frase a la que se dedica el Meeting de Rímini: «Las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen feliz al hombre». ¿Qué puede decirnos hoy esta afirmación? Y usted con el paso del tiempo, ¿ha visto que en efecto es así?
En esta afirmación reconozco dos pilares de la concepción cristiana de la realidad. En primer lugar, la posibilidad de tener una mirada unitaria a la realidad entera. En un mundo fragmentado como el nuestro, en el que las diversas dimensiones y ámbitos de la existencia, en la mejor de las hipótesis, se yuxtaponen, reconocer que existe un nexo entre la historia y el “corazón" de cada hombre es esencial. Es la condición para encontrarse con cualquiera y siempre. El segundo pilar, resumiendo al máximo, afirma la primacía de la persona. Una primacía que -al menos idealmente- nos protege de la tentación utópica de construir el reino de Dios en la tierra. Es ilusorio pensar que las contradicciones de la historia puedan encontrar una respuesta -de ahí la referencia a las fuerzas que mueven la historia- que no sea la misma respuesta que colma el corazón de cada hombre, esa experiencia elemental constitutiva que nos une a todos en la única familia humana. De hecho, en último término -como recuerda de nuevo don Gius- «la fuerza que construye la historia es un hombre que puso su morada entre nosotros, Jesucristo».

Ratzinger habló en 2007 del 68 como una «cesura histórica», no solo con la tradición sino también en términos de una «crisis de la cultura en Occidente». ¿Es así? ¿Y qué supone eso en el momento presente?
La «cesura» es real. Sin embargo, en mi opinión, mirada ahora, a fin de cuentas, no se ha producido allí donde el 68 parecía librar su lucha, es decir, en torno a los poderes constituidos y la política. Es verdad que se creó un cierto estilo de vivir la política -con formas distintas- pero creo que el llamado sistema dominante ha vuelto a resurgir con más fuerza y potencia.

¿Entonces dónde se produjo la cesura?
En el nivel más importante de todos y del que hoy nadie habla. Me refiero al ámbito de las costumbres, a nuestro estilo de vida. Es una convicción que se me hizo evidente hace mucho tiempo, a mediados de los años noventa. Ya entonces se vislumbraba que el alcance de aquello que se dio en llamar, en términos tal vez un poco genéricos, “revolución sexual", era tal que desafiaba a la Iglesia en el corazón de su propia experiencia. Al contrario de lo que muchos piensan, Pablo VI ya lo intuyó en la Humanae Vitae. La teología del cuerpo y la Familiaris Consortio de Juan Pablo II profundizaron después en clave antropológica la encíclica de Pablo VI. Solo entonces se puso en relación el tema de la ley -en este caso, la inseparabilidad entre la dimensión unitiva y la procreadora del acto conyugal- con la visión cristiana de la persona. Se comprendió que la posición de la Humanae Vitae no era solo ética, sino que prestaba atención a la cultura de la persona, a la experiencia de la persona en su integridad. Una auténtica profecía.

¿Entonces cuál fue el desafío que intuyó?
Lo que se percibía -indirectamente en la Humanae Vitae y explícitamente en el magisterio de Wojtyla- era que la llamada “revolución sexual" habría mutado profundamente la relación hombre-mujer y, sobre todo, habría orientado la sacrosanta exigencia de superación de la discriminación femenina hacia una imitación de lo masculino. Introduciendo así la idea de superación de la diferencia sexual. Esta hipótesis se hizo explícita más adelante: la introducción de los anticonceptivos químicos abrió paso a un uso equívoco de la libertad, que tuvo eco en todos los descubrimientos científicos sucesivos, al que se sumaron reivindicaciones de carácter cultural, social y político.

El horizonte iba mucho más allá de la dimensión sexual.
Sí, desde entonces se hizo evidente que la herida causada a la visión -no solo cristiana sino auténticamente humana- de la persona asumiría un alcance universal. Y, dentro de ciertos límites, irreversible. No se iba a limitar a los melenudos, a los movimientos hippie, beat, provos o a todas las realidades que llevaron al acontecimiento del 68, sino que se convertiría en un fenómeno de masas.

¿Pero por qué es tan importante la esfera de las costumbres?
Porque las costumbres preceden al ethos. Uno aprende las costumbres por osmosis de sus padres. Para mí, el Rosario tiene un sentido porque veía a mi madre rezarlo de una determinada manera. La costumbre de mi madre se hizo también mía, contribuyendo a la formación de mi conciencia ética. Ciertamente, el 68 mostró que ya no bastaban las referencias a la tradición y lo hizo cortando el cordón umbilical que nutría las costumbres y la cultura de entonces. Así hizo salir a la luz el gran interrogante sobre qué debe ser la libertad: romper todo vínculo, agitarse en cualquier dirección; o bien dejarse plasmar y atraer, dentro de las circunstancias de la vida -incluyendo las propias fragilidades y pecados- por Alguien que nos ha creado, que nos ama, nos acompaña y que en Jesucristo se ha manifestado como el rostro mismo del Amor trinitario generando una compañía que siempre puede contar con Su cercanía, con Su presencia.

La gran cuestión entonces era la libertad. Hoy -en un contexto totalmente distinto, menos ideológico e ideal- la libertad sigue siendo "el” punto. Más fuerte como instancia, pero al mismo tiempo más frágil.
Ciertamente hoy sigue siendo “el" punto. Yo comparo la libertad de nuestros coetáneos con un saltador de pértiga, que llega al travesaño, pasa por encima, y luego como por arte de magia se queda ahí bloqueado...

Suspendido...
Una libertad suspendida. Atascada. Pero este hecho puede llegar a ser -cuando la libertad es bien entendida- una gran carta que jugar en la educación cristiana actual.

Por qué?
Hasta 1989, con la caída del Muro de Berlín y de las ideologías que se habían consolidado, eran dos las categorías que dominaban el debate entre los hombres: verdad y razón. Dos categorías decisivas, de las que nunca se puede prescindir. Pero hoy es como si hubieran desaparecido. Se habla muy poco de verdad y de razón. Me parece que en el lenguaje común, sobre todo en el de los jóvenes, han sido sustituidas por libertad y felicidad. Cuando el joven rico pregunta a Jesús: «¿Qué he de hacer para obtener la vida eterna?», es decir el cumplimiento, Jesús le responde: «Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres; luego ven y sígueme». El contenido último de la propuesta de Jesús se apoya sobre la libertad y sobre la felicidad, justo lo que los chicos y chicas de hoy, pero también los adultos de otra manera, están buscando. El problema, en mi opinión, es devolver la libertad y la felicidad a su verdad y a su razón. No debemos escandalizarnos de que estos dos términos hayan desaparecido, pero tenemos que hacerlos entrar en juego cuando se hable justamente de felicidad y de libertad.

Ante visiones del hombre tan profundamente distintas como las que proliferan y dominan actualmente, dice usted que «no basta una respuesta intelectual, sino que hay que regenerar desde abajo el pueblo de Dios».
Así es. No hay otro camino. Vivir, testimoniar la potencia de cambio del “yo" que Cristo hace posible, no por nuestros méritos sino por don de la gracia, y generar a nuestro alrededor vínculos que hundan sus raíces en la verdad profunda del acontecimiento de Cristo. Es lo que el Papa llama la “cultura del encuentro", que Ratzinger describió de manera icástica en el famoso comienzo de la Deus caritas est, cuando dice que el inicio del ser cristiano no es una decisión ética ni una gran idea sino un encuentro personal con Cristo en la comunidad cristiana. Son estos los dos polos.

¿Y qué implican ante el reto de la revolución sexual?
Por ejemplo, no hay que tener miedo a volver a proponer el bien que es la castidad. La castidad indica la capacidad de dominio sobre uno mismo. No solo se refiere a la esfera sexual, se refiere a todo el comportamiento humano. Cuando era Patriarca de Venecia, un párroco de Mestre me preguntó si estaba disponible para hablar con los jóvenes de esto, y me avisó: «Serán pocos...». Cuando llegué, había tantos chavales que no cabían en la iglesia. Tenían sed de entender, de no seguir avanzando en la confusión. Una cosa es la fragilidad en que uno puede caer, otra muy distinta es la confusión, el desperdicio de uno mismo, el despilfarro de la propia humanidad que la práctica libertina de la sexualidad produce. En aquella ocasión dije que sobre todo las chicas debían prestar atención y hubo un grupito que me contestó. Les invité a venir al palacio episcopal para discutirlo y me impactó, al mismo tiempo, lo receptivas que eran y su ignorancia sobre la práctica cristiana en este ámbito. Hasta las palabras más importantes de la vida se desgastan con el tiempo y, por tanto, hay que tener la audacia de traducirlas a un lenguaje accesible hoy, pero nos equivocamos cuando renunciamos, cuando dejamos de hablar -con nuestra propia vida- del extraordinario atractivo que Jesús representa para la existencia y que se puede experimentar dentro de la comunidad cristiana. El cristianismo es una vida, y por tanto una práctica, una experiencia. Muchas veces no se comunica toda la fascinación propia del cristianismo, sobre todo en el ámbito del amor. El testimonio no es solo un buen ejemplo, pues eso por sí solo no conduce al corazón de esta historia, a Jesús.

¿Qué es el testimonio? ¿Qué ha aprendido de él en su experiencia como pastor?
El testimonio es una forma de conocer la realidad. Y en la medida en que es un conocimiento adecuado, se convierte en una comunicación de la verdad. Lo comprendí claramente durante una visita pastoral a los enfermos: estaba en casa de un hombre enfermo de ELA, que murió pocas semanas después y que solo se comunicaba con los párpados. Tenía tres hijos y el mayor -de 13 o 14 años- iba componiendo sus palabras en una tablet. Pacientemente, escribió esta frase de su padre: «Patriarca, yo estoy contento». Cuando ves a una persona así, entonces empiezas a entender qué es la realidad. Más tarde salí y me encontré con un hombre de unos 80 años, el párroco me lo presentó diciendo: «Hace unas semanas perdió a su hijo, que nació con una grave discapacidad y tenía 59 años. Nunca se supo si comprendía algo o no, no podía hablar, iba en una camilla con ruedas. Él siempre ha estado con su hijo, sobre todo desde que murió su mujer. Su único momento de “ocio" era la misa de siete de la mañana los domingos...». Allí yo, un poco superficialmente como hacemos a veces los sacerdotes, en vez de quedarme callado murmuré: «El Señor se lo pagará...». Pero aquel hombre me miró con una gran sonrisa y me dijo: «No, no, Patriarca. Yo ya lo tengo todo. Porque he entendido qué quiere decir amar». Esto es el testimonio.

El Meeting de Rímini también nació, en cierto sentido, apostando todo por el testimonio. Hoy esa sigue siendo su esencia, la posibilidad de comunicar la verdad entre los hombres a través de un encuentro. ¿Qué contribución espera usted hoy del Meeting para las necesidades de nuestro tiempo?
Este año, entre otras cosas, tengo intención de hacerle una visita fugaz. ¿Qué espero? Ante todo encontrarme con hombres y mujeres apasionados por la libertad y dispuestos a narrarse para favorecer ese reconocimiento mutuo del que tenemos tanta necesidad en nuestra sociedad plural.