Padre Gheddo. Adiós al misionero periodista

A los 88 años, se ha apagado este sacerdote del PIME. Dio a conocer la vida de la Iglesia en todo el mundo. Fue amigo de don Giussani y colaborador de “Huellas”, que en 2013 le hizo esta entrevista al publicarse su último libro
Paola Ronconi

Para él la dinámica siempre fue inversa respecto a los misioneros “canónicos”. El mundo entero iba a visitarle y le invitaba a los países más pobres y atribulados del planeta. El resultado son más de sesenta viajes y ochenta libros (sin contar artículos). Nació en 1929 y celebró sus sesenta años de cura hace poco. El padre Piero Gheddo ha sido la voz incansable del Pontificio Instituto de Misiones en el Extranjero. En su último trabajo editorial, Misión sin peros, describe y analiza el anuncio de Cristo y del Evangelio en un viaje histórico que va desde el Concilio hasta el papa Francisco. En estas páginas encontramos los bastidores de la fatigosa elaboración del decreto conciliar Ad gentes, que Gheddo conoce al detalle, o su apasionante trabajo como “redactor fantasma” de Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris misio. En el prólogo, Sandro Magister lo define como un «testigo del repentino derrumbe que la Iglesia misionera ha sufrido en los últimos cincuenta años». Nos reunimos con él en la sede del PIME de Milán, en su estudio, que por sí solo ya nos habla de cómo vive.

Padre Gheddo, su libro parte del Concilio Vaticano II y le dedica un amplio espacio…
Si hay un momento en que mi fe se convirtió en una certeza absoluta, fueron aquellos días, porque vi al Espíritu Santo en acción. Yo estaba como experto del Concilio para la Ad gentes, redactor del Osservatore Romano y director de Le Missioni Cattoliche (lo que hoy es Mundo y Misión; ndr). Todos los días hacía entrevistas a cardenales y prelados. Todos tenían la misma sensación: es imposible llegar a textos votados por mayoría, hay muchas opiniones distintas sobre todos los puntos en discusión. Pero luego todo se aprobó. Ciertos decretos revolucionarios para la Iglesia pasaron contra la opinión de la gran mayoría. Cosas increíbles, imposibles. Si ahí no entra el Espíritu Santo… El decreto conciliar Ad gentes fue el documento que más se rehízo. La cuestión misionera era tal vez la más difícil y la menos conocida por los 2.500 padres. Se seguía considerando la última o penúltima rueda del carro eclesial. Pero después de cuatro años de trabajo y siete (¡siete!) ediciones de aquel texto, el Concilio afirmó claramente la naturaleza misionera de la Iglesia.

Usted no ha sido un “misionero en misión”… ¿Cómo se lleva el Evangelio desde cuatro paredes?
Mi misión es dar a conocer la vida de la misión, de la Iglesia, y la experiencia de los misioneros. Crear puentes. Mi sueño era partir para la misión. Cuando, a los once años, venían al seminario de Moncrivello los padres que estaban en el extranjero y nos contaban su vida, mi corazón se llenaba de entusiasmo. Una vez convertido en sacerdote del PIME, al principio estuve destinado a la India. Luego me dijeron: «Espera un año, tú escribes bien y el anciano padre que se ocupa de la revista está enfermo». Poco después, aquel pobre hombre murió, ¡y aquí sigo! Obedecí a mis superiores, pero desde el principio tuve muchas ocasiones de visitar esas tierras, de conocer las conversiones que tenían lugar, las condiciones en que vivía la Iglesia. He visitado todas las misiones, pero no una sola vez ni durante cuatro días. Dormía en los pueblos, paseaba, hablaba con la gente, con los padres, los hermanos, las hermanas. Las maravillas de la misión las he visto. Allí donde nace la Iglesia, yo digo que el Espíritu Santo está mucho más presente, se siente más. Y en las misiones nace la Iglesia, y si no nace ahora sino hace 40 años sigue siendo joven. Allí la gente tiene una fe miserable, no tiene estudios, pasa hambre. Pero luego esa misma fe crece y mueve montañas. Y eso llena el corazón de alegría. Si vas por el mundo mirando el mundo y no los chismorreos –este ha hecho esto, aquel tiene un amante, pero ya se las verá con Dios– entonces puede ver las maravillas del Espíritu Santo incluso en personas de las que nunca lo habrías pensado: débiles, miserables, ignorantes, pecadores… No hay nada, pero hay fe. Cuando el papa Francisco habla de «la misericordia de Dios»... ¡es esto, porca miseria!

Con la madre Teresa de Calcuta

En su libro dice que hoy hay una misión urgente: Italia.
Mi experiencia me lleva a decir que todos tienen necesidad de Cristo, y cuando miro a Italia pienso: Italia también, porque está perdiendo a Cristo. Gran parte del mundo católico ha perdido el sentido de quién es Jesucristo a partir del 68. Es cierto que aquí hay un pueblo cristianizado, los valores son los del cristianismo, pero falta Cristo. Y si falta Cristo, como decía Pablo VI, los valores cristianos más grandes se vuelven enseguida des-valores.

¿Cómo se vive la misión en Italia?
Tenemos mucho que aprender las iglesias jóvenes, la escuela de la misión, pero es muy difícil atraernos ese espíritu. El párroco de una parroquia del sur de Milán estuvo 18 años en Zambia y decía: «Volví de África con muchas ideas. La situación es muy distinta, pero hace falta ese espíritu. El Papa está intentado aplicar a la situación de la vieja Europa esta frescura, que se traduce en actos concretos, pero no es fácil».

Su libro llega precisamente hasta el papa Francisco.
¡Estoy contentísimo! Es el Papa que viene de la Iglesia fundada por los misioneros y ha mantenido ese espíritu. Estar con la gente, simplificarlo todo, hablar directamente con todos. Lo dice él. La Iglesia que no sale de sí misma para evangelizar padece narcisismo teológico, ¡es verdad! Todos envejecen un poco, yo lo veo clarísimo. Hay cansancio, y si uno no reacciona, está acabado.

¿Qué es lo más importante en la misión?
El fundamento es la oración, la comunicación con Dios, dar a Dios su tiempo. Si un sacerdote no reza al menos dos horas y media al día, entre misa, breviario, lectura espiritual, visita al Santísimo y rosario, no va a poder, porque pesan sobre él miles de emergencias. Es cierto que luego está el pensar en Dios, pero es no basta, no basta, no basta. Los santos nos enseñan esto. Hay que darle a Dios su tiempo. Y esto vale para todos los creyentes. Hace unos días vino a verme una pareja joven. «Chicos, ¿rezáis el rosario?». «Sí, a veces». «Por la noche, apagad la televisión y poneos delante del reloj. Dedicad veinte minutos a Dios». Hay que encontrar tiempo para construir esa celda del corazón donde está Dios, lo notas y lo vives. ¿Pero usted está grabando esto? (mira la pequeña grabadora digital; ndr). Yo tengo una grabadora de las antiguas… ¡Tengo que convertirme! El drama es que hay que convertirse siempre. En todos los sentidos.