PAUL MARIANI. En los versos de un amigo

El poeta y crítico americano y su intensa «convivencia» con los autores de los siglos XIX y XX. Crónica de su encuentro durante las vacaciones de una comunidad de CL. Donde todos le hacían preguntas hasta que empezó a hacerlas él
Mattia Ferraresi

Lo primero que llama la atención de Paul Mariani es su voz. Un timbre cálido, grave, amplificado por una potencia solemne que parece proceder de lugares remotos, del ultramundo. Es un don muy apropiado para un poeta que se mueve en la zona franca donde las palabras y la música se abrazan. Cuando recita el Salmo 62, la platea reunida en la pradera se llena inmediatamente de silencio. Solo suena de fondo «el hilarante centelleo de los niños», como lo llama él, pero más que una distracción es una compañía. «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua».

En ese anhelo, en esa infinita sed del hombre por un “tú” nace el camino de Mariani, que supone una síntesis grandiosa de la experiencia humana a través de los versos de sus poetas americanos preferidos. Mariani es crítico, poeta, biógrafo y profesor de literatura americana. Antes de retirarse dio clase durante más de quince años en el Boston College. Es especialmente conocido entre público y crítica por sus biografías de poetas americanos de los siglos XIX y XX, obras documentadas de un modo meticuloso, científico, pero llenas de vida, fruto de una intensísima convivencia con autores a los que nunca conoció personalmente.

Cuando empieza a hablar de Hart Crane, Williams Carlos Williams, Robert Lowell o John Berryman parece que hable de amigos de toda la vida, y si le sigues escuchando ya puedes quitar lo de “parece”. Son amigos de toda la vida. Se ha pasado cincuenta años en compañía de Wallace Stevens, el último poeta sobre el que ha escrito largamente, y en los pliegues de su lenguaje, en las variaciones de su gramática interna, en sus imágenes, en esas misteriosas inflexiones que solo un oído entrenado y un corazón dispuesto pueden interceptar, él ha hallado las pruebas de una conversión al catolicismo. No hay “papeles” que lo atestigüen, dice riendo, pero la conversión está ahí, a la vista de quien tenga la paciencia no solo de leer las palabras sino de establecer una relación.

Cuando le oyes, parece que hable de amigos de toda la vida, y si le sigues escuchando pronto puedes quitar lo de “parece”

Cuando avanzó esta tesis en su libro The whole harmonium: the life of Wallace Stevens, publicado el año pasado, la crítica oficial se le echó encima y desató un debate intelectual en las páginas del New York Review of Books. El misterio del asegurador convertido en uno de los grandes poetas de su generación, junto a nombres de la talla de T.S. Eliot y Robert Frost, estaba silenciado. En el Soliloquio final del amante interior, uno de sus últimos poemas, Stevens escribe: «De esta misma luz, de esta mente central, / hacemos en el aire nocturno una casa, / en la que estar juntos es suficiente». Leyendo a Mariani ese «estar juntos» no se refiere a una compañía humana genérica sino a ese “tú” que es el único capaz de responder adecuadamente a la desproporción estructural del hombre.

Cuando Mariani lee los versos de Gerard Manley Hopkins, su poeta preferido, todavía siente un nudo en la garganta, después de tantos años. El relato de la noche oscura en lucha con “mi Dios” te quita el aliento, porque es la historia de un hombre que cree haber dado todo al Señor y en cambio se ha guardado una “reserva”, ha apartado algo para sí, cuando «lo único que permite crecer es donarse completamente». Luego, en un destello de humor chestertoniano, exclama: «¡Amo a este hombre!» y lanza un beso al aire.

Hart Crane y el puente de Brooklyn

Mariani aceptó casualmente la invitación a un encuentro sobre poesía americana en las vacaciones del grupo de la Fraternidad de CL de San Francisco Javier, un centenar de jóvenes procedentes de toda América reunidos en las verdes montañas de Catskill, a unas horas en coche de Nueva York, don un porcentaje de niños que resolvería inmediatamente el invierno demográfico occidental. Julián Carrón también se unió al grupo.
El recorrido que hace Mariani tiene mucho que ver con el séptimo capítulo de La belleza desarmada, donde Carrón vuelve a proponer la eterna trayectoria del deseo humano de significado, que madura hasta convertirse en pregunta. «Este deseo no puede sobrevivir ni siquiera unos minutos si no se convierte en pregunta, porque la verdadera forma del deseo es la pregunta. Se llama “oración”». Don Giussani dialogó toda su vida con poetas que expresaban de manera sublime el deseo infinito del hombre, de Leopardi a Lagerkvist, de Rebora a Montale, y Mariani afirma que la poesía americana, especialmente la de los modernistas del siglo pasado, brilla con la misma luz.

Hay que implorar al cielo que descienda sobre la tierra, como hace Hart Crane en su oda al puente de Brooklyn: «Desciende hacia nuestras bajezas»

El sentido religioso es el motor de las palabras de estos hombres que buscan, pero los críticos autorizados dicen que es una estupidez decirlo. Si Hart Crane habla de la «torre rota», los exégetas no ven más que un símbolo fálico, y leen cada palabra a través de la lente interpretativa de su homosexualidad, mientras que Mariani distingue una torre que se erige para alcanzar un esfuerzo titánico. Hay que implorar al cielo que descienda sobre la tierra, como hace Hart Crane en su oda al puente de Brooklyn: «Desciende hacia nuestras bajezas».

Entre los versos oscuros que Mariani desgrana se esconde también un diálogo con la mujer ideal, María, una presencia recurrente y siempre en silencio. El camino de Mariani avanza mediante imágenes, destellos, relámpagos, salta de intuición en intuición, porque los poetas se ocupan de estas cosas, no de razonamientos. Su presentación es una secuencia de fotogramas como los del cine de los años veinte. Mariani abre y cierra la mano ante los brillantes ojos de los presentes y se limita a hacer «clic clic clic», como los viejos cinematógrafos. Cada «clic» es una instantánea que habla sintéticamente de hombres como todos pero que han recibido el don de saber comunicar el alcance de su pregunta existencial. Como el médico de Nueva Jersey que se sorprende escuchando las campanas, el directivo de Connecticut que vive un tormento que nadie ve, el misionero jesuita que quería convertir Gales y que no llegó a ver publicada ninguna de sus poesías en vida. Y quién sabe cuántos galeses se acercarían después a la Iglesia, cuando finalmente los poemas de Hopkins salieron a la luz.

Podríamos preguntarnos si la poesía todavía es capaz de hablar al hombre contemporáneo, pero la verdadera pregunta es si todavía hay hombres que no renuncien a desear el infinito. Dentro de esto, no existe una distinción real entre la poesía y la vida. Mariani no solo lo testimonió compartiendo su experiencia sino sumergiéndose sin reservas en aquellos días de vacaciones, desde las laudes matutinas hasta las discusiones junto a su amada Eileen. Charlaba con Charles y Paolo a la sombra de una gran tienda, mientras hordas pacíficas de niños –y adultos– jugaban sobre una tela enjabonada; respondía afable a las preguntas de todos; miraba amigablemente y decía «es solo el principio» a gente que acababa de conocer. En la relación con este “tú” todo va unido, desde las Odas de Píndaro a los frizzi.

Ante un taco mexicano, Mariani dejó enseguida de responder preguntas y empezó a hacerlas él, sobre Carrón, el movimiento, Giussani y su misteriosa y hermosa relación con Leopardi, muy similar a la que él ha establecido con tantos poetas de los que se ha ido haciendo amigo a lo largo de su camino. Alguien se excusó por la confusión generada por tantos niños campando a sus anchas, un ambiente no precisamente ideal para un académico deseoso de conversaciones ordenadas y serias. Él respondió: «Así es como yo imagino el Paraíso».